Traducido para Rebelión por Caty R.
Inmediatamente después de la tragedia que golpeó Japón, los medios de comunicación occidentales se maravillaban ante las multitudes de Tokio que caminaban en orden la noche del seísmo sin manifestaciones de desesperación y siempre conteniendo las lágrimas. Se habla de estoicismo, de dignidad, de fatalismo, de tabú… Esa actitud se ha atribuido a la formación («todos los estudiantes japoneses aprenden lo que hay que hacer en caso de terremoto»), a la costumbre («en Japón las furias de la naturaleza forman parte de la vida») y a veces a la manipulación («los medios ocultan lo más horrible»). También se ha hablado mucho de una supuesta mezcla de Zen y cultura pop, dibujos y mangas, «cultura de lo efímero» y «cultura del desastre» (1). Se han llegado a recitar en la televisión -sobre la tumba de barro donde yacen enterradas veinte mil víctimas- los antiquísimos haikus para explicar a los telespectadores «por qué no lloran los japoneses» (2). Como reacción a esa avalancha mediática, otros han denunciado el viejo fantasma orientalista de una diferencia inventada, e incluso las reminiscencias del «japonismo» del gusto de los ultranacionalistas nipones que quieren demostrar, a golpe de anécdotas y generalizaciones abusivas, que los japoneses constituyen un pueblo cultural y genéticamente homogéneo cuya «esencia» no se parece a ninguna otra… (3).
Sin embargo no podemos negar que las naciones están dotadas de una «esencia», y comprobamos que muchas de ellas se reconocen simbólicamente en una gran narrativa fundadora. Los estadounidenses en la conquista del Oeste y los franceses en la toma de la Bastilla. Los japoneses poseen un escenario recurrente: el de un cataclismo seguido de un renacimiento. En el mito original, la colérica diosa del sol Amaterasu, antepasada de la familia imperial, sumerge el mundo en las tinieblas antes de devolverle la luz. En una época más cercana, Japón conoció la larga paz del período Edo (1603-1868) que sucedió a dos siglos de anarquía sangrienta; la modernización nació de la terrible irrupción, en 1853, de las cañoneras occidentales en los puertos de un archipiélago cerrado al mundo desde hacía más de dos siglos; y el holocausto de Hiroshima fue el preludio del «milagro japonés» que convirtió al país en la segunda potencia económica del mundo.
La impregnación de esta trama histórica en las mentalidades se refuerza por la continua sucesión de catástrofes naturales que afectan al archipiélago: el regreso anual de tifones y deslizamientos de tierras, erupciones volcánicas, terremotos y tsunamis. Desde hace un siglo Japón ha sufrido 119 terremotos de magnitud superior a 6, de ellos 65 mortíferos, especialmente en Tokio (140.000 muertos, 1923), en el Sanriku (3.064 muertos, 1930), en Fukui (3.800 muertos, 1948) y en Kobé (6.437 muertos, 1995). La población, acorralada en la franja costera de un archipiélago accidentado, nunca ha tenido otra opción que la de volver a construir en el mismo sitio. Siempre lo ha conseguido. El archipiélago posee una experiencia sin igual en materia de cataclismos, pero ignora el fin del mundo que el cristianismo promete a la humanidad. El budismo no amenaza a sus fieles y el sintoísmo se centra totalmente en el ciclo de la vida. Frente al Apocalipsis cristiano, en el que el ser humano no puede hacer nada y sólo promete la resurrección de los creyentes en otro mundo, el Apocalipsis made in Japan lleva el germen de un futuro que devuelve a las personas a su renacimiento.
Esto es cierto incluso con respecto a Hiroshima, y contribuye a explicar por qué se ha desarrollado en Japón la energía nuclear sin encontrar la oposición feroz que sería de esperar en un país que sufrió el fuego atómico. El holocausto nuclear, aunque fue horrible, cerró un ciclo de hábitos guerreros y totalitarismo opresivo para alumbrar un Japón nuevo, pacifista, democrático y próspero. La actitud de los japoneses frente al átomo refleja esta ambigüedad fundamental. Todos los pequeños baby bombers nipones han aprendido que el fuego nuclear fue un horror, pero todos se apasionan por Tetsuwan Atomu (Átomo poderoso), alias Astroboy (4), el pequeño y valiente robot creado en 1952 por el «dios del manga» Tezuka Osamu. Astroboy, que fue a la escuela con los niños de su generación y defendía el bien, la democracia y la igualdad entre las razas en las cuatro esquinas del mundo, tenía un corazón atómico… La ley sobre el desarrollo de la energía nuclear se votó tres años después de su nacimiento y el primer reactor se puso en marcha, a menos de 150 kilómetros de Tokio, en 1965 mientras la versión animada de Astroboy batía todos los récords de audiencia en la cadena pública NHK.
Desde la guerra, los cataclismos son una fuente de inspiración inagotable para la cultura nipona. Los mangas, el cine y los juegos de vídeo han familiarizado a los japoneses con las imágenes post-apocalípticas de maremotos gigantescos, ciudades arrasadas, chatarra de vehículos esparcida en paisajes devastados y refinerías en llamas. Pero en medio siglo el género ha vivido una evolución radical. En los años 70, el joven superviviente de Hiroshima (Hadashi no Gen), a quien su madre hizo jurar la tarde del bombardeo atómico que lucharía por un mundo mejor, supera la prueba con un optimismo increíble y un sentido muy claro de su deber; al final avanza con entusiasmo hacia el futuro. Un decenio después, los héroes de Akira vagan entre las ruinas de Neo-Tokio persiguiendo objetivos personales insignificantes en relación con el cataclismo que destruyó la megalópolis, y al final el mundo no se reconstruye. La heroína de Nausicaa (cuya versión manga de Hayao Miyazaky es mucho más compleja y negra que la película) decide que la humanidad que ha transformado el planeta en un infierno contaminado no merece recuperar su dominio. A la vuelta del siglo XXI, en El arma definitiva o Dragon Head, ya nadie sabe por qué el mundo se hunde, la locura reina por todas partes y una muerte solitaria espera a los adolescentes perdidos en ese desastre (5). Si el tema post-apocalíptico ha podido evolucionar de esta forma en menos de cincuenta años, se puede preguntar legítimamente por eso que existe en esa «aguda conciencia de la precariedad (…) entre el sueño y la realidad» (6), que ya inspiraba a los poetas de la época de Heian (794-1185), y si es legítimo invocarlos para explicar la actitud de los japoneses de 2011…
Esa evolución también refleja la crisis profunda del impulso nacional en un país que envejece, socavado por veinte años de depresión económica, traumatizado por las reformas neoliberales implantadas desde principios de siglo y paralizado por un sistema político sin aliento. Como el 11 de septiembre transformó a Estados Unidos, el 11 de marzo transformará a Japón. ¿El cataclismo será un electrochoque y la reconstrucción se convertirá en el objetivo nacional del que carecen en la actualidad los japoneses? ¿El hecho de haber rozado el Apocalipsis los llevará a reconsiderar un modo de desarrollo donde un único accidente puede transformar una de sus megalópolis en un desierto envenenado? Estas cuestiones dirigen en la actualidad todo el futuro de Japón.
Notas:
(1) «Japon, la culture du désastre», Le Monde, 16 de marzo de 2011.
(2) Por ejemplo, en la emisión «Un autre midi» (Canal+), 19 de marzo de 2011.
(3) Por ejemplo Philippe Pelletier, geógrafo y especialista en Japón, en la emisión «Débats» de France 24, el 15 de marzo de 2011.
(4) Astroboy. Aparecido en Shônen de 1952 a 1968.
(5) Keiji Nakazawa, Hiroshima, 1973-1985; Katsuhiro Ôtomo, Akira, 1982-1990; Hayao Miyazaki, Nausicaa del Valle del viento, 1982-1994; Shin Takahashi, El Arma definitiva, 2000-2001; Dragon head, Minetaro Mochizuki, 1994-1999.
(6) «Ces Japonais à l’héroïsme poignant», Le Monde, 18 de marzo de 2011
Jean-Marie Bouissou es director de investigación en Sciencies Po, especialista en Japón contemporáneo. Su última obra es: Manga. Histoire et univers de la bande dessinée japonaise, Philippe Picquier, Arles, 2010.
Fuente: http://www.monde-diplomatique.