Si nos preguntáramos por qué le negamos categoría de artistas a quienes nos alegran o arruinan la vida cuatro veces al día, deberíamos considerar que arrastramos desde tiempos remotos una condena al innoble trabajo manual. Es un prejuicio tan arraigado en nuestra civilización que el padre de Miguel Ángel no podía sufrir que su hijo […]
Si nos preguntáramos por qué le negamos categoría de artistas a quienes nos alegran o arruinan la vida cuatro veces al día, deberíamos considerar que arrastramos desde tiempos remotos una condena al innoble trabajo manual. Es un prejuicio tan arraigado en nuestra civilización que el padre de Miguel Ángel no podía sufrir que su hijo fuera un picapedrero. La segunda causa de esta negligencia se origina al pensar que el arte es algo lejano a nuestro quehacer. Algo que todos practicamos, se vulgariza. Aceptarlo como arte sería aceptar una verdad evidente: todos somos artistas, y esa realidad, en un principio, sería dura de afrontar: removería el mundo de concesiones sobre el que edificamos nuestra vida.
A otros, como los escritores, se les reconoce categoría de artistas pues el libro se vende, se cobran derechos, permanece, pero salvo los grandes restaurantes y sus gourmets, y cierta repostería que se masifica, es difícil que se lucre a largo plazo con un sólo plato. Las obras del arte culinario, como la música ejecutada en vivo y la danza, sólo duran lo que su consumo, y nunca pueden ser repetidas exactamente. Son artes únicas y limitadas en el tiempo. Podríamos grabar una canción y reproducirla en casi igualdad de condiciones (la igualdad es una ficción de esa ciencia fantástica llamada matemáticas) en cualquier sitio, pero un alfajor comercializado jamás será el mismo en dos partidas.
La imposibilidad de lucrar con cada creación de una cocinera desconocida quita prestigio a este arte, pues el prestigio es resultado de esa monstruosa propaganda que el capitalismo monta apenas husmea el sabor del dinero.
Como el oído musical y el ojo del cinéfilo, se pueden educar el olfato y el paladar del sibarita, aunque parezca un pensamiento elitista. Así como hay puestas de sol más hermosas que otras, hay obras de arte que han sido espejos de la humanidad durante milenios, en cambio otras sólo obtuvieron ese éxito conocido como la belleza del diablo , la belleza de esas mujeres que dura lo que un tramo de su juventud.
La vida moderna excluye lo sagrado, vacía de sentido nuestra existencia llenándola con un irracional consumo. Un tsunami de objetos atiborran nuestra vida. Se lanzan al mercado efímeros artículos de mala calidad que serán reemplazados por otros aún peores. Este ritmo de estímulos afecta nuestra apreciación de todas las artes. Con la mirada habituada a la velocidad del videoclips se hace muy difícil el uso de otros recursos necesarios en un cine filosófico, poético y sagrado como el de los grandes maestros. La tendencia actual distorsiona nuestro gusto, nos aleja de la posibilidad de percibir aquello que puede captar el ojo de una cámara en una larga mirada a la naturaleza, de igual manera que una persona habituada a recibir diez mensajes por minuto y cien estímulos por hora, no puede disfrutar de un mágico paseo por el bosque.
Una búsqueda de lucro que ha alcanzado niveles inauditos erosiona nuestro placer culinario de una manera singular. Se satura nuestro paladar con bebidas y comidas excesivamente dulces o saladas que ciegan la posibilidad de disfrutar obras de arte con mayores y más delicados matices. ¿Por qué cada año la coca cola es más dulce y las papas chips más saladas? Por un curioso mecanismo simbiótico. Se hacen encuestas con tres tipos de productos: la coca cola actual, una más dulce y otra aún más dulce. La ganadora será la que se implementará en la próxima partida. ¿Cómo elige el público? Con un gusto ya saturado por la anterior coca cola dulcificada. El resultado será una bebida más dulce que nos saturará más, dejándonos aún más ciegos ante la próxima práctica democrática.
Si alguien duda que los gustos son saturados por el azúcar, por no mencionar la ruina de la repostería uruguaya: el dulce de leche, puede hacer una prueba. Lo invito a tomar un café como dios manda por tres días consecutivos, una prueba difícil, pero que le dará una honda satisfacción para el resto de su vida y permitirá guardarme, se lo aseguro, un agradecimiento eterno. Primero que nada agarre ese café granulado que tiene en la alacena y arrójelo a la basura: después de la prueba nunca más volverá a buscar ese veneno. Compre café de filtro no glaseado. Caliente el agua y sáquela antes de hervir. En el filtro coloque el café con un poco de agua tibia para que hinche y luego vierta lentamente y en el centro del filtro el agua caliente. No prostituya nuestro café con azúcar ni nada parecido. El primer día me odiará, no podrá soportar ese brebaje negro y amargo. Al segundo día seguirá odiándome, pero con menor intensidad. Al tercer día su gusto resucitará y descubrirá el café, cosa que aún, créame, desconoce, como yo lo desconocía hasta que hice esta prueba. Acaso le lleve sólo dos días, o cuatro, pero tarde o temprano recuperará un gusto maltrecho por repetidas y atroces experiencias.
El arte culinario tiene la particularidad de atacar todos los sentidos. Se ha considerado al gusto, al tacto y al olfato como sentidos menores, pero lo único menor aquí es la capacidad craneal de los que creen que el gusto, el tacto y el olfato salen perdiendo en no se sabe qué horrorosa competencia. Si la música es el arte del oído y la pintura el de la vista, el arte culinario es principalmente el arte del gusto, mas el arribo de la obra que será apreciada por nuestra boca será primeramente anunciada por los ojos y la nariz. Luego intervendrá el tacto, pues la temperatura y consistencia de lo que llevamos a la boca son excluyentes, ejemplo de lo cual es la negativa de muchas mujeres a probar sesos (el manjar de los dioses y los caníbales). Luego, el artista culinario sugiere a nuestro oído, pensamiento que parecerá arbitrario, pero recordemos el crujir del pan, el brindis, el evocador estampido en ese momento mágico en que descorchamos una botella, el bajo y dilatado sonido de la cuchara al tocar el fondo en una copa de helado, o la conversación que acompaña la perfecta degustación del arte culinario, y pienso ahora que en este arte, igual que en la danza, es tan determinante la persona que nos acompaña en la experiencia artística como la obra de arte que se convierte en nexo. Una hermosa cena no sólo es una carne perfectamente asada, sino las cosas que sucedieron en tanto se degustaba.
Leonardo da Vinci se presentaba como maestro panadero. Pensamos que ese título revestía para nuestro genio mayor brillo que el de pintor o escultor. Acaso pintara, o acabara, menos de veinte cuadros en toda su vida, pero elaboró miles de platos e inventó una serie de cosas harto útiles para el arte que tanto amaba: el caldo concentrado, las tapas de las ollas, el grill automático, el extractor, el molinillo de la pimienta, el prensador de ajos, difundió los spaghetti sólo usados en Italia anteriormente con fines decorativos, le agregó un tercer diente al tenedor, inventó las servilletas y recomendaba una forma de quitar las manchas de sangre de los manteles, en aquellos tiempos en que una cena podía esconder la invitación a un paseo sin retorno a la ultratumba.
Pensamos que la vida sin arte sería un horror, el verdadero infierno. No sabemos si eso sería tolerable, o si sólo sería tolerable por los más insensibles. Lo único absolutamente seguro es que sin el arte culinario no hubiéramos sobrevivido. Savarin afirma que para la humanidad es más importante el descubrimiento de un plato, que el descubrimiento de una estrella. No podemos saber cuántos hermosos poemas los debemos a una cocinera ejemplar, ni cuántas torturas se hubieran evitado si se hubiera mantenido una barriga contenta.
Quienes quieran practicar el arte culinario deben ser químicos intuitivos. Sin haber leído que el agua hervida es menos sabrosa pues ha perdido el aire y ha quedado metalizada, el buen cocinero sabe, por experiencia, que para el perfecto té o café se debe apagar el fuego cuando se le ven los ojos a los peces , según los chinos.
¿A qué nos recuerdan estos hombres junto a un fuego, recibiendo por tradición recetas que atesoran, colocando con suavidad ingredientes en un orden predeterminado, con una proporción perfecta, en un tiempo preciso, a una temperatura adecuada y con los materiales idóneos?, pues no es lo mismo una marmita de barro que una olla de aluminio, ni es igual el sabor del agua en un vaso de plástico que en una copa de cristal, ni el sabor de un caldo cocinado al fuego de gas que al fuego de leña. Amén de estos ingredientes y su perfecta arquitectura, el artista del fuego le agrega un no sé qué, su propio y exclusivo sello, que acaso provenga de sus manos, pues el pan y el vino saben de otra manera si en su elaboración, en vez de una máquina, ha intervenido el sudor de quienes somos la sal de la tierra.
El conocedor de fórmulas y recetas que sopla el fuego como si soplara con su espíritu, querrá volver a repetir aquel plato , su obra, pero la naturaleza burlará esa pretensión. Nunca jamás concurrirán las mismas condiciones como nunca jamás lavaremos las mismas manos en el mismo río, pues nuevas aguas corren tras las aguas. Por esa razón, por la incapacidad de repetir una experiencia única, todos recordamos ciertos platos inolvidables, platos que hemos disfrutado con entusiasmo, preguntándonos: ¿por qué no podemos vivir esta experiencia sublime todos los días? Cuando esa ocasión ha llegado, nos hemos encontrado con una obra de arte perfecta, equiparable a lo que en su esfera es la Pasión según san Mateo , o en la suya Las flores del mal . Podemos volver a oír a Bach una y otra vez, podemos releer a los grandes maestros, pero aquella delicia que nos llenó el alma por sus cinco ventanas, abrió una grieta en el muro del tiempo que sólo duró lo que dura una mariposa. El muro volverá a cerrarse, pero la instancia mágica quedará fijada con un alfiler y vivirá para siempre en los paneles de nuestra memoria.
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