Se nos fue Mario Monicelli. La crónica nos cuenta que se suicidó lanzándose desde el quinto piso del Hospital San Juan de Roma, donde permanecía ingresado aquejado de un cáncer de próstata en fase terminal. Tenía 95 años. Mario Monicelli, junto con Dino Risi y Comencini entre otros, fue uno de los inventores de la […]
Se nos fue Mario Monicelli. La crónica nos cuenta que se suicidó lanzándose desde el quinto piso del Hospital San Juan de Roma, donde permanecía ingresado aquejado de un cáncer de próstata en fase terminal. Tenía 95 años.
Mario Monicelli, junto con Dino Risi y Comencini entre otros, fue uno de los inventores de la «comedia a la italiana», ese género tragicómico que dejaba siempre a sus protagonistas una puerta abierta para salvarse éticamente por pícaros, hipócritas o bellacos que fueran; un género que daba a entender que el destino del individualismo desenfrenado no podría sino conducir al desastre de los bienes comunes.
Monicelli deja una herencia artística que conviene recordar para que quienes no hayan visto su obra lo hagan sin falta. Ahí va esta serie de clásicos: la hilarante Guardias y ladrones con Totó; su obra maestra, La gran guerra, con Gassman y Sordi; y Camaradas, La armada Brancaleone, El Marqués del Grillo, La ragazza con la pistola, Romanzo popolare, Un borghese piccolo piccolo, Speriamo che sia femina, Parenti serpenti…
Su cine se seguirá admirando siempre; sin embargo, su herencia intelectual y política no es tan conocida. Reflexionaba así sobre la historia de su país en una entrevista para la revista Lo straniero: «¿Cómo es posible que nuestro país se haya convertido en esta especie de marasma informe? Me pregunto (y no me remonto a hace tanto tiempo, pues es cosa de ni siquiera 150 años) qué ocurrió para que Italia, que era un conjunto de estadillos que probablemente funcionaban bien, cómo fue que se juntaron y en Italia no naciera ni un Estado, ni una administración, ni los italianos, nada, no nació nada, no se concretó la existencia de Italia». Sí, Monicelli, como muchos buenos italianos, fue un gran anti italiano.
El 6 de mayo de 2010 lo entrevistaron para Raiperunanotte, programa del periodista Michele Santoro, que frente a la censura de la RAI, tramó una noche en la que la red de Internet venció a la televisión. La entrevista que le hizo Stefano Giuntini y que traducimos a continuación (en negrita las preguntas de Giuntini) es una suerte de testamento político. En ella hizo gala de una extraordinaria capacidad autocrítica, que comenzaba por el grupo humano al que pertenecía: los intelectuales italianos. Dice Monicelli a propósito de la cobardía de éstos: «Estuvieron 20 años bajo el gobierno de aquel payaso que estaba allí arriba y que ya visteis la que armó: montó un imperio, creó las falanges romanas a lo largo y ancho de las vías del Imperio, se metió en las guerras coloniales. Luego a la guerra. Estábamos todos contentos. Contentos de que hubiera alguien que guiara el país, contentos de que pensara él por nosotros. ‘Mussolini tiene siempre razón. Dejémoslo trabajar’. Estábamos todos calladitos».
¿Los italianos de ahora se parecen a los de antaño?
Sí, porque se dijeron: ahora tenemos a este gran empresario, el cual les dijo: ‘Dejadme gobernar. Porque lo he conseguido todo yo solo. Soy un trabajador. Me hice millonario. Haré que todos lo seáis’. Estupendo. Llevamos ya 15 años con la gente esperando. Los italianos son así: quieren que alguien piense por ellos. Luego, si la cosa sale bien, bien; y si sale mal, lo cuelgan cabeza abajo. Así es el italiano.
Entonces el retrato de Gassman y Sordi de La gran guerra no dista mucho del de los italianos que nos rodean hoy.
Bueno, ellos tenían un impulso personal, un orgullo, una dignidad de la persona que nosotros hemos perdido. Ahora nadie dimite, todos agachan la cabeza con tal de mantener su puesto y de ganar dinero, todos están dispuestos a atropellarnos. Uno debería levantarse y ponerse de acuerdo con el otro para superar las dificultades, pero no hay ninguna dignidad por ningún lado. Por eso digo que lo que está corrompido o enfermo es la generación entera, por lo que hay que borrarla del mapa. No sé qué lo conseguirá, no sé quién lo hará. O mejor, sí que lo sabría, pero dejémoslo estar…
No advierto ninguna esperanza en sus palabras, maestro.
La esperanza es una trampa, una fea palabra. No se debe usar. Es una trampa inventada por los amos. La esperanza son esos que te dicen que está Dios, estén tranquilos, calma, silencio, rezad, y ya os llegará la salvación, vuestra recompensa en el más allá, así que estaos tranquilitos, volved a a casa, da igual que seáis precarios, ya os contrataremos, calma, tranquilos. Mantened la esperanza. La esperanza es una trampa infame. Una trampa inventada por los que mandan.
¿Y cómo termina esta película?
Cómo termina, no lo sé, no lo sé. Espero que termine con una cosa que nunca se ha dado en Italia. Con un buen estacazo. Con una buena revolución, pues nunca la ha habido en Italia. Las hubo en Inglaterra, en Francia, en Rusia, en Alemania. En todas partes menos en Italia. Hace falta algo que salve a este país, sometido desde hace 300 años y esclavo de todos. Y si quiere salvarse, la salvación no es cosa fácil. Es dolorosa. Además exige sacrificios. Y si no, que se vayan a trabajar, que es lo que han hecho desde hace tres generaciones.
En la última entrevista que le hicieron para el periódico L’Unità le pidieron que comentara la revuelta de los ciudadanos de L’Aquila, que se organizaron con carretillas para reconquistar el centro de la ciudad, militarizado después del terremoto de hace un año y sometido a otra ley de emergencia que no les dejaba participación. El maestro Monicelli, alabando la iniciativa por recuperar el pasado y la dignidad de esos ciudadanos, insistía en su ataque contra la idea de la esperanza y concluía: «Hay que ver la realidad y afrontarla con determinación, con fuerza, y si es necesario, hasta con la violencia».
Monicelli, con 95 años, recuperó con orgullo dos palabras tabú en la Italia de Berlusconi: revolución e (incluso) violencia. Dos ideas que reivindicó hasta el final de su vida, su última lección. Una lección de dignidad. Y libertad.
rCR