La broma pesada de Donald Trump alcanzó su clímax: el asalto al Congreso de Estados Unidos el día que debía ratificarse el resultado de las elecciones. El balance en el momento de escribir estas líneas asciende a cuatro muertos, 14 policías heridos, 52 detenidos y un vicepresidente evacuado junto a los legisladores en unas secuencias imborrables. Es la factura inicial de incluir a la ultraderecha, la ideología que incendió el siglo XX, en un tablero democrático trucado.
Podía pasar y pasó
Cualquier analista neutral que examine a fondo los antecedentes podrá concluir que el asalto al Congreso de Estados Unidos podía acontecer. No fue ni mucho menos un súbito, insólito e inesperado acto que por su propia naturaleza espontánea fuera imprevisible. Muy al contrario. Ha sido un asalto cocinado a fuego lento durante meses por un cocinero que lleva años como jefe de una cocina en la que no debería de haber sido contratado ni como aprendiz. Pero la permisividad de lo que actualmente denominamos democracias con la ultraderecha tiene este precio.
Las democracias actuales son regímenes políticos ideados para que gane uno de los dos, tres o cuatro partidos del sistema, entre los que se incluye siempre a una corriente o un partido de la ultraderecha, lo que genera múltiples beneficios. En primer lugar, la existencia de la ultraderecha restringe la capacidad de cambio de los partidos reales y aparentes de izquierdas; en segundo lugar, permite a los partidos de apariencia de izquierdas distinguirse de los que son de derechas, lo que sin la ultraderecha sería muy complicado; y en tercer lugar, la ultraderecha permite justificar los errores de la izquierda, la aparente y la real, y la ausencia de reformas reales, a la vez que asegura la posición de los líderes de la izquierda dentro en sus propios partidos, sin que la ausencia de medidas reales les pase factura, porque ‘la ultraderecha acecha’, ‘la derecha y la ultraderecha lo harían peor’, ‘el mal menor’, etc.
Esto provoca que los partidos o las corrientes realmente de izquierdas no tengan posibilidades reales de alzarse con el triunfo y, lo que es peor, necesitan de la ultraderecha para sobrevivir. Así pues, vivimos en un escenario político en el que la ultraderecha beneficia a todos, menos a los ciudadanos. Ciertamente, el sistema prefiere a la extrema derecha antes que otorgar el poder a aquellas ideologías que pretenden reducir los índices de desigualdad y pobreza y aumentar el gasto social. Este es el motivo por el que en los últimos veinte años la extrema derecha ha alcanzado el poder en países como Estados Unidos, Reino Unido, Brasil, Hungría o Polonia y ha conseguido cuotas nada despreciables en Francia, Italia, Austria o España. Y ese es el motivo por el que la izquierda real casi no tiene poder en Europa.
En España, el Gobierno de Pedro Sánchez –en solitario hasta diciembre de 2019 y en coalición con Unidas Podemos desde entonces– ha sido calificado en multitud de ocasiones como ilegítimo debido a los pactos alcanzados y hostigado por medios de comunicación e instancias judiciales. Incluso ha sido traicionado por Felipe VI, que llegó a llamar al presidente del Consejo General del Poder Judicial para justificar su ausencia a un acto dejando entrever que era una decisión del Gobierno; y ha sido amenazado en múltiples ocasiones por la ultraderecha, que ha llegado a solicitar en varias ocasiones perpetrar un golpe de Estado: Fulgencio Coll –ex Jefe de Estado Mayor del Ejército de Tierra–, Rocío de Meer –hija de un golpista de los años ochenta– o Hermann Tertsch.
Unas irresponsables soflamas que han encontrado gran recepción en el ámbito militar, el cual, según demuestran los resultados electorales, se encuentra dominado por la ultraderecha. Es por ello que en los últimos veinte años los militares han protagonizado más de cincuenta escándalos ultraderechistas, lo que se ha intensificado en los últimos cinco años –más de treinta– y en los últimos dos –más de una docena–. Solo en los dos últimos meses podemos contabilizar cuatro cartas ultraderechistas a Felipe VI, dos grupos de WhatsApp en los que se exponían ideas ultraderechistas, tres vídeos en los que militares cantaban canciones nazis, un manifiesto ultra y, finalmente, una efeméride fascista.
Esta última efeméride, con la típica retórica franquista de «rojos» y «nacionales», similar a la que se publicó el 18 de julio de 2017, fue desvelada en mi cuenta de Twitter el pasado 1 de enero, lo que provocó que Margarita Robles cesara al redactor de la misma un día después, el 2 de enero. El problema de un cese –que permite seguir siendo militar, cobrar y ser destinado de nuevo cuando las aguas se calmen– es que no tiene por objetivo erradicar a la ultraderecha dentro de las Fuerzas Armadas españolas, sino justificarse públicamente. Es una medida cosmética.
Una medida muy diferente a la aplicada al cabo Santos, que no fue cesado, sino expulsado de las Fuerzas Armadas tras una cacería organizada denominada investigación como consecuencia de la firma de un manifiesto antifranquista. En la misma, se empleó a la Guardia Civil para investigar las redes sociales del militar demócrata y se concluyó que estar a favor de la República y del derecho a decidir o en contra de la condena a los chicos de Alsasua eran valores contrarios al Ejército español. Así pues, el redactor de la efeméride fascista seguirá en el Ejército y el firmante de un manifiesto antifranquista de valores democráticos ha sido expulsado. Ha sido, de hecho, el único expulsado en más de diez años del Ejército español por «romper la neutralidad política».
Pero es que en España, mientras Margarita Robles miente a la ciudadanía afirmando que los militares ultras son «una insignificante minoría», los ultras caldean cada vez más el ambiente: hace dos años un vigilante planificó el asesinato a Pedro Sánchez, hace unos meses un exlegionario ejecutó dianas con la cara de miembros del Gobierno y hace solo cuatro años el coronel de la Guardia Civil ‘Rudolf’, Rodolfo Sanz, organizó una trama de tráfico de armas junto a militares con la que llegó a vender una pistola a Manuel Andrino, jefe de Falange.
Mientras, en España, el problema sigue latente
Pero ¿por qué minimizan Margarita Robles y el PSOE el problema de la ultraderecha? Como ya he apuntado antes, porque les beneficia. Las campañas electorales de 2019, tanto la de abril como la de noviembre, tuvieron como eje central a la ultraderecha y a la relación de la derecha con la ultraderecha, muy cercana en España. Lo que resultó todo un éxito, ya que se consiguieron niveles muy altos de movilización. La existencia de la ultraderecha es muy rentable a nivel político. Por eso el PSOE no impidió el pacto tripartito en Andalucía en diciembre de 2018, cuando podía haber cedido sus diputados al PP antes de permitir el pacto con Vox.
Y por eso a día de hoy Margarita Robles, una mujer que tuvo como asesor al general Galindo, responsable de atroces torturas, y que no dudó en ratificar la expulsión del cabo Santos como represalia por firmar un manifiesto antifranquista, niega la mayor. Niega un problema que en realidad es una gallina de los huevos de oro. Sin una ultraderecha fuerte, sin ultras de Vox y militares solicitando un golpe, el PSOE tendría que explicar por qué no deroga la reforma laboral o la conocida como ‘Ley Mordaza’, por qué se congela el salario mínimo, por qué no recupera el dinero del rescate bancario, por qué Juan Carlos I sigue siendo impune o la Corona no ha sido reformada o por qué no impulsa una España federal o una República.
Porque la existencia de militares ultras y políticos que les azucen, como Teodoro García Egea, que comparó el asalto con aquellos que rodearon el Congreso en 2016, o Santiago Abascal, que responsabilizó a «la izquierda» que «lleva años dinamitando instituciones, controlando medios y amparando la violencia en todo occidente» del asalto al Congreso, es lo que les permite aparentar ser una izquierda que, realmente, no son. Ser una izquierda que no ejerce como izquierda, sino como derecha social con guante de seda por un lado y de esparto por el otro.
Sin embargo, el problema del negocio de la broma de la ultraderecha, es que no es una broma. Y después asaltan el Congreso. En España, hace tiempo que lo piden a gritos.
Luis Gonzalo Segura, exteniente del Ejército de Tierra de España