¿Qué hace que una revolución ocurra? La socióloga Theda Skocpol se enfrentó a esa pregunta hace más de 30 años. A partir del análisis comparado de las revoluciones francesa, soviética y china, intentó encontrar algunos patrones. La respuesta a aquella pregunta descomunal fue un estudio denso, larguísimo y que no ha perdido pizca de interés. […]
¿Qué hace que una revolución ocurra? La socióloga Theda Skocpol se enfrentó a esa pregunta hace más de 30 años. A partir del análisis comparado de las revoluciones francesa, soviética y china, intentó encontrar algunos patrones. La respuesta a aquella pregunta descomunal fue un estudio denso, larguísimo y que no ha perdido pizca de interés. Entre otras cosas, Skocpol diferenciaba entre una revolución social y una revolución política. La revolución política sería una toma repentina y eficaz del poder. La social, una transformación duradera, un cambio en las estructuras de las clases sociales y en el conjunto de la arquitectura institucional.
Las diferencias entre revolución política y social podrían ser las mismas que hay entre la llegada de una ‘candidatura ciudadana’ al Ayuntamiento de Barcelona y la riqueza de los movimientos municipalistas. El municipalismo no está formado por las competencias de un gobierno local sino por los poderes sociales y comunitarios que producen nueva institucionalidad. El municipalismo es la causa, es la potencia social que produce y cuida lo común; el gobierno local es la consecuencia, una codificación de las posibilidades abiertas por el ciclo de movilizaciones que hemos vivido. Y si bien no es útil pensarlas como realidades contrapuestas, las instituciones públicas parecen pensadas para que su relación con los movimientos ciudadanos sea desequilibrada y ortopédica. Incluso imposible.
La instituciones están diseñadas para que no haya cambios. No por casualidad Maquiavelo denominó «lo stato» -el Estado- a una cosa inmóvil, estática. El Estado es «el orden social establecido»; las instituciones son las costumbres y normas que velan por la estabilidad. Pero esto no significa que no pueda haber cambios en las instituciones que usamos para resolver problemas comunes. Significa algo tan ramplón como que los cambios institucionales cuestan. Cuestan horrores. La historia nos dice que no solo han habido menos revoluciones de las deseables sino que han ocurrido en procesos largos y muy costosos de sostener. Y que frente a la llegada de cambios, las instituciones públicas que les precedían han ejercido un rol conservador cuando no coercitivo.
Con suficiente voluntad política -y consenso en el consistorio- el Ayuntamiento de Barcelona permite compensar los efectos de las crecientes desigualdades sociales. Pero no hacerlas desaparecer. El bajo techo con el que topan las acciones de gobierno deja claro que no existen unas palancas institucionales que eliminen automáticamente los problemas estructurales. Lo que sí existen son varias capas funcionariales dispuestas a reproducir una y otra vez el rumbo institucional acumulado. Esa inercia institucional lleva adjunta una invitación al ‘gestionalismo’ que amenaza con absorber el trabajo cotidiano del gobierno local. Lotes de tareas ocupacionales llenan las agendas intentando moldear las conductas de quienes entran en las instituciones. Un cartel cargado de mensajes custodia la puerta de la nueva alcaldía: «No olvidemos nunca quiénes somos y porqué estamos aquí». Nos avisa de que la inercia institucional quiere hacer la cobra a las demandas de la calle. Recuerda que los poderes fácticos no necesitan mandato democrático. No nos deja olvidar el fracaso que supondría un recambio de élites frente a las posibilidades que abre un cambio en las reglas para reapropiarnos de lo común. Responder a las demandas materiales de la ciudadanía ha de poder paliar problemas urgentes, pero también construir los mimbres para producir cambios en las relaciones de poder.
Decía Rosanvallon que una verdadera democracia ha de contar con mecanismos de contrademocracia. Y no se refería a un proceso contrario al ejercicio democrático, sino a los poderes diseminados en el cuerpo social, a todas las prácticas ciudadanas que se resisten a ser representadas en el juego electoral. No hay democracia sin el pueblo-vigilante, sin el pueblo-veto, sin el pueblo-juez. No hay democracia sin contrapoderes. El reto, una vez más, es cómo articular poder institucional y contrapoderes ciudadanos.
Es falso decir que en Barcelona no ha habido una primera respuesta a ese reto durante el actual ciclo de crisis institucional. Fue tímida, torpe, pero existió. Nos referimos al gobierno del ex-alcalde Xavier Trias. A principios del 2014, el entonces Gerente de Vivienda aseguraba que la forma de garantizar el derecho a la vivienda estaba en manos de las autoorganización ciudadana. Se lamentaba que, frente a la falta de competencias municipales, no existiesen más cooperativas de vivienda. Por otro lado, un técnico municipal que coordinaba un plan de cesión de espacios para la gestión ciudadana reconocía que no existían figuras jurídicas que arroparan esas prácticas. Eso las ha llevado a ser reconocidas administrativamente como una privatización del espacio público. Traducido a la vida real esto significa que los propios colectivos han tenido que pagar licencias -o en su falta, sanciones- para realizar algunas actividades en estos espacios ‘cedidos a la ciudadanía’. Ambos casos insinúan una forma sorprendente de ‘rediseñar’ la institucionalidad pública. Por un lado, atribuyen la responsabilidad de garantizar un derecho social a movimientos cooperativistas. Por otro lado, interpretan como prácticas privadas a movimientos urbanos que gestionan espacios para dotarlos de acceso público.
Estas estrategias institucionales no conducen del hecho ciudadano al derecho social. Más bien al contrario: usan las prácticas ciudadanas para eludir la garantía pública del derecho. La secretaria de Gerencia de Vivienda lo expresaba de manera nítida cuando aseguraba que estas formas de relacionarse con el ‘afuera institucional’ buscan gestionar el conflicto. No consolidar derechos prefigurados socialmente, sino gestionar el conflicto. En primer término, produciendo las condiciones institucionales necesarias para controlar las prácticas ciudadanas reivindicativas. En segundo término, debilitando los procesos de participación que nacen desde abajo para que no escalen a nivel metropolitano.
Vivienda y espacios cedidos son relevantes ya que están relacionados con la falta de democracia sobre la propiedad del suelo urbano, una capa de gobierno fundamental para cualquier ciudad capitalista. En ambos casos, el resultado es el incremento de los costes de la acción colectiva y la consecuente erosión de las prácticas de autogobierno. La gestión del conflicto a través de políticas participativas se basa en codificar y reducir prácticas sociales vivas bajo normas prediseñadas. Un proceso de subsunción que conducido con el suficiente cinismo puede producir réditos políticos difíciles de conseguir a través de los cuadros técnicos de la administración. Réditos como la recuperación de la legitimidad política, el incremento de la cohesión social o incentivar la actividad vecinal sin presupuestos públicos asignados.
El Ayuntamiento de Barcelona está diseñado para que todo siga igual si no hay voluntad política para cambiarlo. Y es justo aquí donde está el punto de inflexión clave para el actual gobierno municipal. Manolo Monereo decía hace poco que los Ayuntamientos del cambio no deberían ser mediadores que gestionan el conflicto, sino máquinas que organizan el conflicto. Organizar el conflicto desde los Ayuntamientos requiere, no solo más competencias sino mayor contrapoder. Acompañar procesos que ejercen democracia desde abajo, cediendo poder a colectivos movilizados que a su vez deben generar alianzas con segmentos sociales no movilizados o excluídos. Sabemos que ganar electoralmente no es ganar social o políticamente, menos en un ciclo tan corto y con escaso poder en el consistorio. Para ganar socialmente necesitamos saltar los límites que vamos encontrando en las administraciones públicas, pero también fuera de ellas.
El reto político que tenemos delante no es solo comunicativo, sino organizativo. Y hay espacios institucionales cuyo código sí que debería ser abierto y trabajado colectivamente. Se trata de las instituciones ciudadanas que se han ido construyendo alrededor -y dentro- de la organización Barcelona en Comú y los espacios de democracia que la relacionan con sus ejes territoriales y sectoriales. ¿Cómo moldearlos para seguir sumando nuevas fases productivas a ese reto organizativo? Por un lado, incrementando la democracia interna, debilitada por el ritmo y la lógica marcada por tiempos electorales. En Barcelona en Comú este proceso acelerado ha generado una organización anidada que actualmente debe más a la forma partido que a la de un instrumento que piensa y produce junto a su red territorial. Tenemos que radicalizar el método democrático que ha ido perdiendo centralidad pese a ser una premisa ineludible en el momento fundacional de Guanyem Barcelona. Mecanismos como la gestión colectiva y democrática del capital simbólico, primarias y confección de listas abiertas, mecanismos activos de fiscalización de la actividad de las comisiones y cargos electos, protocolos transparentes para la toma de decisiones, etc.
Más allá de democracia interna de estas nuevas organizaciones políticas, tenemos que alejar los procesos de confluencia de la lógica de coalición de partidos. Este es un reto complicado que ya hemos visto cómo iba destiñendo en la dinámica electoral -tras las municipales, las autonómicas y ahora en las elecciones generales- pero que puede volver a ser una confluencia verdaderamente ciudadana en la práctica de gobierno cotidiana y en la creación de agenda pública. En política pública, la construcción de problemas es la única vía para accionar la maquinaria institucional de manera efectiva. «Construir los problemas» significa hacerlos visibles, producir datos palpables sobre los efectos sociales de fenómenos urbanos concretos, marcar el relato sobre quién sale perjudicado y quién es responsable, conectar con la movilización ciudadana que busca presionar la acción pública. Existen ya en la agenda de la ciudad diversos temas que deben acabar de ser construidos para que los procesos de exclusión social no sean tratados como problemas de competencia económica y para no higienizar los conflictos urbanos. Así hasta producir una correlación de fuerzas favorable para medidas que incrementen la equidad y la justicia social. Así hasta producir nueva norma, nuevos derechos y nuevas subjetividades que hagan presión sobre el techo institucional.
Uno de los retos pasa por ir de la gobernanza participativa como ‘gestión del conflicto’ a la democracia desde abajo con la ‘organización del conflicto’. Nuestro gobierno municipal se ha comportado como un laboratorio de ingeniería social que ha sabido cooptar e institucionalizar la producción social; una dinámica de relación entre Administración Pública y movimientos que hoy está más cerca que nunca de poder ser cambiada.
Lo que garantiza los derechos no es el Estado, sino la correlación de fuerzas sociales. Lo que garantiza el derecho a la ciudad no es el Ayuntamiento, sino la revolución municipalista. No olvidemos nunca de dónde venimos, quiénes somos y porqué estamos aquí.
Laia Forné Aguirre, Rubén Martínez Moreno. Fundación de los Comunes