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El «biocentrismo», la perspectiva marxista

Fuentes: Rebelión

Hoy en día se habla a menudo de “biocentrismo” y se habla en demasía dentro de ambientes intelectuales y políticos que se reclaman, de una manera u otra, herederos del marxismo. Es tiempo de levantar la voz. Los marxistas somos –y no podemos dejar de ser- antropocentristas. El hombre está en el centro del “todo”, y aquí no existe otra ontología posible para quien se reclame marxista y pugne por una estrategia internacional anticapitalista.

El propio mundo, cuan grande es, resulta en cierta manera el producto de la praxis humana. El mundo lo es en cuanto mundo conocido. No es extraño al marxismo, y por cierto afín al idealismo alemán, ver que el universo en su conjunto es un producto, un resultado temporal (siempre ampliable y revisable) de las operaciones humanas.

Las operaciones humanas especializadas de las ciencias y la tecnología constituyen el ámbito de relaciones que, desde hace muchos años, estoy denominando “relaciones envolventes”. El hombre, como microcosmos o subsistema de la naturaleza, se limita las más de las veces a constatar –con creciente objetividad- cómo es el medio, entendiendo por medio el conjunto de objetos y estructuras “entre las que” se desenvuelve nuestra vida operatoria. La explosión de una supernova, los ecos del big bang, la deriva de los continentes, la evolución de las especies, son procesos y relaciones envolventes, en donde nuestra operatoria es poco más que teorética, contemplativa: hay praxis, pues todo en el hombre es praxis, pero una praxis sólo encaminada a constatar.

La ciencia que el hombre ha desplegado en fechas más recientes, por lo menos desde las grandes revoluciones del XIX, ha tomado una dirección mucho más transformadora. Es una ciencia que ha incidido sobre la otra clase de relaciones que epistémicamente establece nuestra especie: relaciones no envolventes, sino operables. Son esa clase de relaciones entre los objetos por medio de las cuales los objetos mismos y los sistemas que ellos forman se ven “gravemente” alterados, mutados en su esencia. Aquí entran los dramáticos avances en materia de ingeniería genética, agroingeniería, manipulación mental de masas, y tantos otros.

De vernos a nosotros mismos como microcosmos, como subsistema de la naturaleza, hemos pasado a ser conductores y transformadores de esa propia naturaleza, artífices de la propia ontología general. El hombre es el demiurgo, pues está consiguiendo barrer el dominio de las relaciones envolventes con las relaciones operables. En el límite (dentro de un número desconocido de siglos) el hombre abarcará tanto en cuanto al radio y la profundidad de aquello que puede transformar, que la propia naturaleza como idea (ontológica) acabará perdiendo sentido.

Me parece que cuando Marx hizo referencia al “lado activo del idealismo”, el filósofo revolucionario estaba poniéndose realmente de ese lado idealista. Ya el mero hecho de constituir relaciones envolventes (Kant: “el cielo estrellado sobre mí”) es un inicio, un grado básico de la tendencia antropológica –azuzada por el modo de producción capitalista- a convertir tales relaciones en relaciones operables. No hay contemplación sin praxis, y la diferencia estriba en que la contemplación (la theoria) no trae como resultado grandes transformaciones de los sistemas objetivos (es imposible detener la explosión de una supernova o la deriva de un continente), a corto y medio plazo, pero sí a largo plazo y colateralmente.

No estoy nada de acuerdo con los puntos de vista “biocéntricos” que dominan el ecosocialismo actual. Incluso aquellos que parecen revestir un planteamiento más científico y racional hacen demasiadas concesiones a la mística y al perder el antropocentrismo se acercan a la hipótesis Gaia, la ecología profunda (con raíces esotéricas e idealistas, cuando no fascistas), la New Age…

No nos engañemos. La vida, sin la conciencia antropológica de qué es vida, no tendría sentido en el universo. Que nosotros sepamos, sólo el hombre da valor a los objetos, da valor a la vida y la pone en el centro. Todo pensamiento biocentrista es en el fondo antropocentrista, pero lo es mal disimulado o con intenciones turbias. La vida hermosa de un árbol, de una mascota, de una flora y fauna salvajes, etc. es vida valiosa “para mí”, por analogía con mi propia vida como ser humano, racional y consciente. Un ser humano racional y consciente que gracias a la praxis (de nuevo la praxis), a saber, gracias al estudio o la educación, ha aprendido a valorar otras vidas análogas a la suya. Estimo al árbol, a la mascota, a la reserva natural, al paisaje no mancillado por la industria, porque me estimo a mí mismo, un miembro de la única especie terrestre capaz de una praxis respetuosa con la naturaleza, capaz de desplegar operaciones de jardineo y no de esquilmado. El hombre puede ser jardinero –que siempre poda, siega, transforma – o ser un pirata de la naturaleza. Pero no puede ser “una criatura más”.

Endiosar a la naturaleza y esquilmarla brutalmente son dos caras de la misma moneda. Son un producto de la conciencia infeliz que crea el modo de producción capitalista. Otro tanto se diga de dualidades similares en otras esferas “identitarias” que esconden o alienan las metas de la lucha obrera. Por ejemplo, la denigración de la mujer, su creciente cosificación y animalización (visible en las vestimentas y en la deformación visible en la publicidad) va muy unida, al menos en Occidente, a la estúpida monserga sobre el “empoderamiento”. En el pensamiento ecologista, que en gran parte es antimarxista, se detecta la misma falsa conciencia. Etiquetas verdes, patinetes eléctricos, alimentos veganos, “conciencia holística” y burocracia ingente sobre “estudios de impacto ambiental”… Todo lo que ustedes quieran, pero el deterioro del planeta y la laminación de las bases existenciales de nuestra especie son hechos que prosiguen, incesantes.

Creo que todas las cuestiones relativas al medio ambiente y el deterioro planetario son indisociables del otro gran deterioro: el gran deterioro de la especie humana. El capitalismo es un modo de producción que exige la degradación antropológica, incluso exige su mutación y su compartimentación en distintos quantos que se pueden lanzar al mercado, subpartes de lo que antaño llamábamos “persona”.

El socialismo, el que posee una recia médula marxista, no puede colocar al ser humano en una periferia ontológica. Se debe alzar como el verdadero antropocentrismo que pugna por la emancipación de la especie, haciendo que sus “relaciones operables” sean de jardineo y no de esquilmado. Para ello es imprescindible no perder nunca la perspectiva de clase. Las clases populares no deben dejarse engañar por el ecologismo místico ni por el ecologismo tecnocrático. Las clases populares deben reapropiarse de los espacios naturales y ganar en capacidad operatoria para transformarlos humanamente, no para diluirse en la animalidad ni en la vida vegetativa.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.