El 24 de febrero se anunció el pacto entre Pedro Sánchez y Albert Rivera para formar un gobierno en minoría, que necesitaría la abstención del Partido Popular. Ese pacto se anuncia como el primer intento para la reforma de la Constitución del 78: Rivera, en nombre del nuevo partido liberal surgido de la crisis, se […]
El 24 de febrero se anunció el pacto entre Pedro Sánchez y Albert Rivera para formar un gobierno en minoría, que necesitaría la abstención del Partido Popular. Ese pacto se anuncia como el primer intento para la reforma de la Constitución del 78: Rivera, en nombre del nuevo partido liberal surgido de la crisis, se compromete a sostener un gobierno del PSOE, con la condición de participar en el diseño del nuevo orden social. Una reforma del sistema monárquico-liberal que debe ser capaz de sacar el país del marasmo social en el que se ha hundido durante los últimos años.
La alianza entre PSOE Y C’s en la investidura de Sánchez repite un pacto que se ha desarrollado con éxito en Andalucía; con la no pequeña diferencia de que carece de votos suficientes para gobernar: depende de la abstención del PP en la cámara baja de las Cortes y de la venia del Senado donde la derecha pepera goza de mayoría absoluta. Eso explica las características del compromiso, que tiene en cuenta al partido conservador, aunque éste no haya estado en las conversaciones. Rivera está actuando de enlace entre los dos partidos rivales de la alternancia liberal, para terminar con un modelo obsoleto del juego político.
Tiene además a su favor que el nuevo monarca parece favorecer un gobierno reformista; el nuevo rey, en efecto, necesita un Estado acorde con los nuevos tiempos marcados por la crisis y el final de la bonanza económica; un Estado a su medida -y no a la medida de su padre-, que le proporcione una nueva administración diseñada para durar unos lustros al menos. El objetivo de ese gobierno sería la regeneración de las estructuras estatales profundamente dañadas por la corrupción y la creación de un nuevo modelo político y económico a través de aquellas reformas necesarias. Esto incluiría ciertos cambios constitucionales (ley de sucesión, artículo 135, revisión de la ley electoral, etc.), reformas importantes en las estructuras políticas (desaparición de las Diputaciones Provinciales, reducción o eliminación del Senado, supresión del aforamiento, etc.), reforma o abolición de algunas leyes recientemente aprobadas (modificación de la ley Mordaza, paralización de la LOMCE, remodelación ‘progresista’ -menos retrógrada, quiero decir- del sistema impositivo, medidas anticorrupción, etc.). Se corrige la política del gobierno anterior del PP, pero no se cambia lo sustancial: el acuerdo entre PSOE y C’s está hecho pensando en el tercer elemento del bloque monárquico liberal.
Pero el PP se resiste a abandonar el poder y Rajoy ha comentado en un ambiente semipúblico, que habrá nuevas elecciones el 26 de junio. Esa rebeldía debe ser domesticada; será difícil conseguir sumar al partido más conservador al carro reformista, pero es completamente necesario. Tal vez sea esa la explicación de que el PP haya tenido que soportar en el último mes un espectacular ataque en forma de denuncias por corrupción: hay que preparar a este partido para que acepte entrar en el juego de la alianza conservadora. Se trata de conseguir un gobierno de concentración nacional, o al menos un gobierno que sea capaz de establecer una política que contente a todos los componentes sociales de la derecha. Los dirigentes del PP -que ahora están bajo amenaza de parar con sus huesos en la cárcel-, tendrán que sumarse a un pacto que se ha hecho pensando en ellos. Estos personajes -Rajoy, Aguirre, Barberá,…- que se creían por encima de la ley -y lo estaban en la época del rey Juan Carlos-, ahora han sido puestos en la picota en pro de la necesaria reforma del Estado. La regeneración del Estado exige también una regeneración de los partidos políticos y de la propia cultura política de la derecha. Y parece que el PP, ante el empuje de C’s, ha emprendido también el camino de la reforma.
Pero el problema es que la regeneración del Estado puede exigir también un cambio en el sistema de poderes, liquidando la monarquía. La propia jefatura del Estado podría verse en cuestión si comienza un proceso de enjuiciamiento de altos cargos políticos. El procesamiento de la infanta Elena es un serio aviso sobre esta cuestión. Así que tenemos que volver a la cuestión que Anguita planteaba ante el caso del GAL: ¿quién es el señor X? Es decir, ¿dónde está el origen de la corrupción? La cuestión es hasta dónde tiene que avanzar la depuración de las instituciones y si la monarquía va a ser puesta en cuestión por la crisis del Estado.
Esa ruptura constituye el desafío que la izquierda -o como ahora se prefiere decir, los de abajo- debe afrontar en este año crucial: proponer un proceso constituyente con participación popular, que dé lugar a una transformación en profundidad del actual orden social. Y hemos de reconocer que la actitud de los dirigentes de los partidos que apuestan por ese proceso constituyente, ha sido cuando menos precavida y prudente. Tal vez se pueda decir que esa prudencia está en sintonía con el sentir popular. Pero las maniobras del tándem Podemos-IU para constituir un gobierno de progreso no han convencido a Sánchez: aparentemente, no había mayoría suficiente en las Cortes; pero aunque la hubiera, cuesta imaginar al PSOE haciendo política de izquierda al servicio de las clases populares. Ni siquiera lo hizo en Andalucía cuando gobernaba con IU, que ha quedado de ese modo en evidencia por su incapacidad para hacer cumplir sus pactos a su socio de gobierno. El PSOE no es como el partido socialista portugués, que gobierna con el apoyo y la vigilancia de la izquierda portuguesa (comunistas y bloquistas). Dicho sea de paso, en España todas las fuerzas políticas se deslizan hacia la derecha, en comparación con sus homólogos portugueses, lo que seguramente tiene que ver con la constitución monárquica del país. Una República federal, o mejor, una Confederación de Repúblicas Ibéricas, tendría la ventaja de estrechar lazos políticos y económicos con nuestros vecinos portugueses.
No hay margen para una política reformista de carácter socialdemócrata en el marco de la UE y con un Estado monárquico-liberal. Esa es la clave de la actual coyuntura política. El caso griego es un ejemplo claro y debemos sacar las conclusiones de esta lección. Aplicar un plan de reformas profundas en sentido socialista, requiere de rupturas para las cuales debemos empezar a prepararnos. Pero que todavía no están maduras; por eso todavía el sistema político español gira alrededor de la monarquía y el bloque reformista-conservador formado por el PPSOE, más el nuevo retoño liberal, C’s. Sin embargo, esas rupturas podrían llegar a plantearse como alternativa a lo largo de este año en Grecia, y de rebote en el resto de los países del sur europeo.
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