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Entrevista a Gilberto Lopes, escritor, periodista y politólogo

El capitalismo es compatible «con todo lo que le asegure su derecho de propiedad»

Fuentes: Rebelión

Periodista colaborador de diversos medios de Europa y América Latina, escritor, politólogo, Gilberto Lopes (Río de Janeiro, 1948) fue galardonado con el Premio Nacional de Periodismo «Pío Víquez» en 1989, una distinción otorgada por el Ministerio de Cultura de Costa Rica, país donde reside desde 1976. Es autor, entre otras obras, de Reportaje en El […]

Periodista colaborador de diversos medios de Europa y América Latina, escritor, politólogo, Gilberto Lopes (Río de Janeiro, 1948) fue galardonado con el Premio Nacional de Periodismo «Pío Víquez» en 1989, una distinción otorgada por el Ministerio de Cultura de Costa Rica, país donde reside desde 1976. Es autor, entre otras obras, de Reportaje en El Salvador (1983) y Los actores sociales en procesos de cambio en Costa Rica (2002), y ha publicado recientemente El fin de la democracia: Un diálogo entre Tocqueville y Marx (editorial Juricentro, San José (Costa Rica), 2009, Editorial Cuarto Propio, Santiago de Chile, 2010), tema central de esta conversación.

¿Por qué hacer dialogar a Alexis de Tocqueville y a Marx? ¿No son pensadores muy dispares?

La primera razón -déjame decírtelo- es una pretensión de desfacer entuertos, corregir la historia que, hasta donde sé, nunca puso frente a frente a esos dos hombres, mentes brillantes, capaces de percibir los detalles más profundos de su época. Me parece inconcebible que no se hubieran conocido. La otra, tiene que ver con la segunda parte de la pregunta. Quisiera sugerir que no, que no se trata de pensadores tan dispares.

Veámoslo así: Alexis de Tocqueville llega a América, en un viaje relativamente corto, desde la Francia revolucionaria -donde corría mucha sangre en el parto de la nueva sociedad- y se encuentra con un mundo en el que esa sociedad nacía «naturalmente», sin conflictos (si no consideramos, como lo hace él, el trágico destino de los indígenas). La democracia en América es, en muchos aspectos, un cuadro impresionista de esa sociedad que nace. Por un lado, una sociedad de propietarios, capitalista, donde cada uno es dueño de la tierra que puede trabajar personalmente. Por otro lado, una estructura política -la democracia- a la que dedica su atención, no sin antes advertirnos que está lejos de creer que los norteamericanos «hayan encontrado la única forma de gobierno que puede adoptar la democracia».

Eso nos permite identificar la democracia como la forma de gobierno de esa sociedad, la sociedad capitalista que surge en América, en la que Tocqueville identifica la «igualdad completa de condiciones» (no olvidemos que su punto de comparación es la vieja sociedad feudal europea que se desmorona a golpes).

Esa identificación entre la sociedad capitalista y la democracia es clave en mi obra, porque me parece que el principal desafío para quien trabaja con el concepto de «democracia» es definir un contenido de una palabra que dejó de ser un sustantivo para convertirse en un adjetivo que califica todas las acciones que cualquier actor político pretenda posicionar en el escenario en el que actúa.

Me parece que Tocqueville ve los factores esenciales de esa sociedad, los mismos en que se basa Marx para analizarla y para predecir su desarrollo y transformación. Tocqueville describe un mundo que ve nacer ante sus ojos. Marx hace lo mismo, con un mundo que ve nacer, no ante sus ojos, sino ante su mente. Una mente poderosa, que supo captar los mismos elementos claves de esa sociedad capitalista, cuyo desarrollo y contradicciones llevarían al surgimiento de otra sociedad: la socialista. Fenómeno que, según mi criterio, se desarrolla hoy ante nuestros ojos, de forma muy variada y, como no podía dejar de serlo, no necesariamente coincidente con lo expuesto en libros escritos hace más de cien años.

De modo que -me parece- no es difícil poner a dialogar a esos dos hombres, interesados en el surgimiento de nuevas formas sociales y capaces de vislumbrar los elementos esenciales de esa transformación, las clases sociales de la sociedad que analizan.


Recuerda usted en su ensayo que Tocqueville sostenía que la búsqueda de la igualdad es el gran motor de la historia. ¿Es equivalente esa consideración a la tesis marxiana sobre la historia y la lucha de clases?

Esa es una frase maravillosa, ciertamente una de las más profundas que se puede encontrar en el texto de Tocqueville: «Cuando se recorren las páginas de nuestra historia, no se encuentra, por así decirlo, ningún acontecimiento de importancia en los últimos seiscientos años que no se haya orientado en provecho de la igualdad»1. No voy a entrar en detalles aquí sobre esa idea de «igualdad».

Yo veo las dos proposiciones a las que haces referencia en niveles distintos.

Fíjate en los elementos que Tocqueville cita en apoyo a su tesis. Menciono solo algunos: la Cruzadas y las guerras de los ingleses, que «diezman a los nobles y dividen sus tierras»; la institución de los municipios, que «introduce la libertad democrática en el seno de la monarquía feudal»; o el descubrimiento de las armas de fuego, que «iguala al villano con el noble en el campo de batalla».

El concepto de «lucha de clases» de Marx, en mi opinión, se refiere a la forma de convivencia en todas las sociedades existentes a partir de la sociedad primitiva.

Hablemos de la sociedad moderna, capitalista, y sus dos clases (una clasificación teórica que, como siempre que se pasa a la histórica, debe ser matizada, con todos los grises de realidad, como lo hace, por ejemplo, Lenin, en el «Desarrollo del capitalismo en Rusia»), y que conocemos bien, porque vivimos en ella todos los días. Como bien sabemos, esa «lucha» puede ser regulada por leyes más o menos equitativas (según la correlación de fuerzas existente en el momento de su elaboración), o puede ser arbitraria, regulada solo por la fuerza de los ganadores, como ocurrió después de la Guerra Civil española, o del triunfo de golpe militar en Chile, en 1973.

Para mí, los dos sistemas han sido parte de la forma de gobierno de la sociedad capitalista y, por lo tanto, de la democracia. (Estamos utilizando aquí en término en una acepción precisa, y no como se hace corrientemente en la actualidad, en la que el concepto se usa para calificar no sólo las situaciones históricas más diversas, sino también las posiciones políticas más opuestas.) En el primer caso, cuando la sociedad convive bajo normas reconocidas y aceptadas, con pluralidad de partidos y de opiniones, decimos que vivimos en una «democracia». Caso contrario, calificamos la situación como una «dictadura». Para mí, ambas formas son, como cualquiera puede observar cuando estudia la historia moderna, las dos caras de una misma moneda, son formas políticas de la sociedad capitalista. Son, por lo tanto, dos momentos de esa «convivencia», aspectos de la lucha de clases a la que se refiere Marx.

En mi opinión, el concepto de «lucha de clases» en Marx no está relacionado con una lucha sangrienta, armada. Puede serlo, en algunos momentos, y lo sabemos bien. Pero también incluye otros períodos históricos, en los que esa confrontación se da dentro de marcos constitucionales y legales. En ese sentido, el concepto de «lucha de clases» estaría más relacionado con el de «plusvalía», que es la otra forma de convivencia en la sociedad capitalista, pero ya nos iríamos muy lejos en estas consideraciones…


¿Por qué un pensador de la agudeza y el democratismo de Tocqueville consideraba a las primitivas tribus indígenas americanas casi irrelevantes?

Ciertamente algunas afirmaciones de Tocqueville sobre el tema son chocantes para un ciudadano de hoy. Pero pongámonos en la época (y despojémonos, por un momento, de consideraciones morales).

Tocqueville veía surgir ante sus ojos una nueva sociedad cuyo nacimiento, en su país, cobraba olas de sangre. En América, sin embargo, la nueva sociedad no enfrentaba la poderosa resistencia de la nobleza y el clero europeo. Se extendía sin apenas resistencia, si comparamos la situación a los dos lados del Atlántico. Los indígenas americanos no eran más estorbo que -digámoslo así- las Apalaches, o el Missisippi.

En esta materia, siempre podremos entrar en consideraciones morales, poner en evidencia la masacre de enormes poblaciones que significó la colonización de ese espacio por los inmigrantes europeos. A la especie humana le gusta mirar con pudor esas cosas, habla de «humanizar» una situación cuando critica cualquier barbarie. Pero, nuevamente, si miramos la historia, quizás no deberíamos tratar de «humanizar» tanto las cosas. Los resultados de esos intentos han sido, con frecuencia, dramáticos.

Déjeme volver sobre un punto del que ya hemos hablado. «El fin de la democracia» escribe usted. ¿De qué democracia está hablando? ¿Puede explicitar un concepto de democracia que le parezca razonable y justo?

No creo, ni pretendo, definir un concepto de democracia «razonable» o «justo» en mi libro. Trato de lograr un concepto operativo, despojado de sus polisemias, que sirva para analizar una determinada realidad histórica. Por eso defino la democracia como «el régimen político de la sociedad capitalista». Por supuesto, sé bien que se usa el concepto para definir el régimen político de la sociedad esclavista, en la Grecia antigua, y conozco también el debate sobre socialismo y democracia que, por cierto, se pretende, con demasiada frecuencia, resolver mediante el uso de adjetivos: democracia real, democracia proletaria, democracia socialista, etc. El uso de adjetivos sólo muestra la impotencia para avanzar en ese terreno; no ayuda.

Pero lo cierto es que el concepto de «democracia», utilizado después de la II Guerra Mundial en todo el mundo y en nuestros países -en España o en los países de América del Sur, sometidos a dictaduras a partir de los años 60-, sirvió para contraponerse al nazismo y, después, al comunismo. Y, por diferentes razones, cada vez menos personas, o partidos, querían verse asociados a esos sistemas; todos querían ser «democráticos». ­ Por estas razones, todos se quieren presentar como demócratas, incluyendo los franquistas del PP, o los pinochetistas de la Alianza, la actual coalición de gobierno en Chile.

Pero sabemos bien que no se trataba de esto. Solo para citar un ejemplo bien conocido, Franco no se hubiese sostenido sin el apoyo de las «democracias» occidentales, lo mismo que todas las dictaduras militares de América Latina. Lo que estaba en juego era otra cosa. En mi opinión, los intereses económicos. En el terreno del socialismo (y aquí me refiero al comunismo del este europeo), fue impuesto por la ocupación soviética después de la II Guerra Mundial. Le atribuyo una gran importancia a esto. Cuando esa ocupación se hizo insostenible (y le confieso que no puedo dejar de ver con simpatía esa aspiración de libertad, una de cuyas expresiones fue, por supuesto, la «Primavera de Praga») también cayó el socialismo.

Lo destaco en mi libro y digo que ese socialismo sólo sobrevivió en aquellos países donde se impuso como resultado de una lucha nacional, como en los casos de China, Cuba o Vietnam (sé bien que, con decir eso, abro otro debate, sobre qué es el socialismo, o si esos países son socialistas, etc. Eso es tema de otra discusión, vinculada con esta, pero en otro espacio).

Tiene razón. Pero dejemos estas aristas. Prosiga por favor.

Decía que, para mí, el concepto de «democracia» no tiene nada que ver con los de razonabilidad, ni de justicia. Es el régimen político del capitalismo, ejercido, con frecuencia, y cada vez más, con cinismo y crueldad.

La idea de justicia -y de igualdad, como nos recordaba Tocqueville- la veo vinculada a esas grandes transformaciones, a esa marcha de la humanidad que se desarrolla ante nuestros ojos a costa de enormes sufrimientos para la inmensa mayoría, y cuyo fin nunca fue tan incierto, frente a los desafíos políticos y ambientales, a la capacidad de destrucción militar a la que nos enfrentamos.

Marx, usted lo recuerda en su ensayo, sostenía que la verdadera democracia era el socialismo. ¿En qué socialismo estaba pensando Marx? Vuelvo a insistir: ¿en qué democracia?

Creo que, por socialismo, Marx se refiere a la sociedad que sucederá al capitalismo, como este sucedió al feudalismo. Estamos hablando de formas de propiedad. Los medios de producción, en el socialismo vislumbrado por Marx, eran expropiados por la sociedad; pasaban a ser propiedad colectiva.

Desde mi punto de vista, fue en torno a ese debate como se dieron las grandes luchas políticas del siglo pasado, y ese proceso está en pleno desarrollo ante nuestros ojos. Tan cerca que, a veces, no lo vemos con suficiente claridad. Se da también en una enorme variedad de formas que, quizás, no han sido estudiadas todavía con el detalle que se merecen. Nuevamente, hay que ser muy cuidadoso en estudiar la visión teórica de los clásicos, escrita hace 150 años, y su desarrollo histórico, con una infinita variedad de formas, que no facilita el análisis.

La democracia se refiere, desde mi punto de vista, a otra realidad. Para Marx, creo, esa democracia estaba relacionada con el fin de las clases sociales, con ese proceso de expropiación de los medios de producción por la sociedad.

Pero es evidente que falta aquí un detalle importante: ¿cuál será la forma política de esa nueva sociedad? Quizás, como nos advertía Tocqueville, refiriéndose a la forma política que surgía en América, propia de la sociedad capitalista, no hay una única forma posible.

Democracia, entonces, para Marx está relacionada con la forma de producción, más que con el sistema político que lo representa. Por eso, en los países que llamamos socialistas en la actualidad, tenemos un sector de propiedad estatal tan grande (y variado), asociado a formas políticas diversas, basadas en un partido único.

Al desaparecer la propiedad privada de los medios de producción, se traslada el debate, entre otros, a la libertad de expresión. ¿Estamos satisfechos con la «libertad» que representan los medios de producción concentrados en cada vez menos manos, de supermillonarios? Ciertamente no. ¿Estamos satisfechos con la libertad que representan los medios en manos del Estado, o de sectores sociales (pero no como sociedad privada, dedicada al lucro)? Creo que tampoco; sentimos muchas veces que esos medios no airean con suficiente claridad los problemas sociales. Pero no se puede pretender resolver el dilema volviendo a entregar los medios a manos privadas, en los que el control depende apenas de los recursos que tenga alguien, para comprarlos. Ese es un debate importante en torno a la necesidad humana de libertades, pero también de igualdades, lo que, según Tocqueville, es todavía más importante.

¿Cuál es, en su opinión, el punto crucial de diferencia entre el proceso de democratización en Europa y en América? ¿Vieron Marx y de Tocqueville los procesos de forma similar?

Creo que la diferencia reside en lo que Tocqueville percibía así: «Aunque el vasto país que acabamos de describir estuvo habitado por numerosas tribus indígenas, se puede decir con justicia que en la época del descubrimiento no era todavía más que un desierto. Los indios lo ocupaban, pero no lo poseían. Es por medio de la agricultura como el hombre se apropia del suelo».2

En Europa, la situación era radicalmente distinta y Tocqueville la resume también con precisión: «Me remonto por un momento a lo que era Francia hace 700 años. La encuentro dividida entre un pequeño número de familias que poseen la tierra y gobiernan a los habitantes». Y agrega: «no se reconoce más origen del poder que la propiedad territorial».3 Por lo tanto, es en esa forma de propiedad donde reside el secreto de la diferencia entre los dos procesos políticos: el de Francia y el de Estados Unidos.

Creo que, en esto, los dos veían las cosas de manera bastante similar. Pero cada uno analizó las consecuencias de esto de forma distinta. Marx, más orientado a las contradicciones que esta forma de propiedad generaba (a la transformación de la propiedad agraria en propiedad capitalista), predijo la transformación del capitalismo en socialismo. Tocqueville no estaba interesado en esto. A él lo deslumbraban las condiciones en que se desarrollaba la democracia en América, esa forma de organización social que trataba de abrirse paso en Europa sobre los escombros del feudalismo.

Aunque su respuesta puede inferirse por lo que ya ha señalado, ¿son conciliables en su opinión capitalismo y democracia? ¿Los mercados no han vaciado la soberanía popular?

Este es un buen ejemplo de la dificultad del debate. Sin definir el concepto de democracia, es imposible responder a la pregunta. Yo prefiero un abordaje diferente. ¿Con qué es compatible el capitalismo? Con todo lo que le asegure su derecho de propiedad. Si, en determinadas circunstancias, tiene que romper las reglas del juego, botar la constitución, violar todas las leyes, lo hace sin mucho problema. Después lo justificará de buena manera. Basta ver todas las proclamas golpistas, reivindicando siempre la democracia y la libertad.

De modo que, desde mi punto de vista, el capitalismo no sólo es compatible con la democracia, sino que esta es la forma política de existencia del sistema capitalista, tal como lo he definido. Ahora bien, estamos hablando entonces de una forma política que puede convivir con leyes, pero que también las ha violado con mucha frecuencia, cada vez que los sectores interesados ven amenazada la forma de propiedad que caracteriza ese régimen.

Por otro lado, se toca el tema del mercado. Yo digo, en el libro, que el mercado es, a la sociedad moderna, como la ley de la gravedad a la forma de vida en la Tierra. La lógica del mercado no es la competencia, sino el triunfo del más fuerte, la concentración del capital. La lógica del Estado -digámoslo así- debería ser la de la sociedad en su conjunto, incluyendo la atención de los más débiles. El problema no está en el mercado, sino en quien controla ese mercado. Si la economía la controlan las transnacionales y, sobre todo, el capital financiero, son sus intereses los que van a prevalecer y el Estado estará al servicio de esos intereses.

Lo estamos viendo en la actual crisis financiera. Sobran los análisis explicando cómo el rescate de Grecia es, en realidad, el rescate de la banca francesa y alemana, dueñas de casi 60% de la deuda de ese país. Una banca que, por otro lado, sólo ha podido sobrevivir porque el Estado salió en su rescate, con fondos públicos.

De modo que no hay tal dicotomía Estado-mercado. Las dos palabras ocultan a los actores sociales involucrados en esa dicotomía. Cuando hablamos de «mercado», en realidad estamos ocultando los nombres de quienes actúan y controlan ese mercado, los propietarios de grandes capitales. Cuando hablamos de Estado ocurre lo mismo. Estamos hablando de un capital que se le escapa de las manos a los grandes capitalistas, quienes no se resignan a ser excluidos de parte alguna de posibles negocios y de sus respectivas ganancias. Por eso, en los últimos lustros, el gran debate político ha girado en torno a las privatizaciones. Detrás de cada ajuste, vuelven a surgir esas privatizaciones, tanto bajo la forma de la compra (muchas veces fraudulenta) del ahorro público, como bajo la forma de las fusiones, que aceleran el proceso de concentración del capital, el cual está en el origen mismo de esta crisis.

¿Marx es un autor, un clásico de la filosofía y las ciencias sociales, que ayuda a pensar bien la sociedad capitalista en su actual fase de desarrollo?

Me parece que Marx es, probablemente, el más agudo analista de la sociedad capitalista. Él desentrañó las leyes básicas de su funcionamiento, de las que derivó el pronóstico de su desarrollo y de su final, sustituido por otra forma de organización social: el socialismo.

Sobre eso se podría escribir un libro (o varios), lo que no es el caso aquí. Pero el que busque en los textos de Marx (fíjese que jamás hablo de «marxismo», para evitar entrar en otra polémica interminable) la receta para la interpretación de cada acontecimiento histórico concreto (la palabra clave aquí es «receta») se encontrará en medio de una selva enmarañada, de la cual no saldrá con vida.

Nada sustituye el estudio del estado actual de desarrollo de las sociedades modernas, que no es otra cosa que el estudio de su estadío de desarrollo capitalista, de las características propias del capitalismo en esa sociedad. Y, sin un cierto conocimiento de las propuestas de Marx, creo que al análisis le faltarían elementos básicos de la teoría. Pensando en el tema, me viene a la memoria uno de los libros que me parece una gran estafa intelectual. Me refiero a la Historia Económica General, de Max Weber.

De modo que me parece indispensable, para entender el funcionamiento de la sociedad capitalista, el conocimiento de lo que Marx escribió sobre el tema. Pero Marx escribió mucho, sobre muchos temas. Y sus predicciones sobre las formas históricas del desarrollo de la sociedad tienen que ser confrontadas con el desarrollo real. En ese terreno, el mismo Marx, un hombre de una erudición formidable, cometía errores como su análisis del papel de Simón Bolívar en la independencia de América, en un texto -«Bolívar y Ponte»- que se puede encontrar en la New American Cyclopedia.

¿Existe en su opinión una teoría del Estado en Marx? ¿El Estado es el consejo de administración ampliado de las clases dominantes?

Ese es otro gran debate, sobre la existencia o no de una teoría del Estado en Marx. Naturalmente, dentro de esa corriente, es más sencillo buscar en otros clásicos del marxismo, como Lenin, una teoría sobre ese tema. Yo dije alguna vez que el Estado «es la gran empresa de los que no tienen capital». ¿Tiene eso algo que ver con la propuesta leninista del Estado? Me imagino que mucho dirán que no.

En todo caso, me atrevo a afirmar que la propuesta tiene mucho de «marxista», si nos atenemos al método de analizar la realidad histórica que, a mi modo de ver, es esencial en la epistemología de varias vertientes de la ciencia social, incluyendo la que deriva de Marx.

Pero, para tratar de contestar tu pregunta, creo que es reducir demasiado la visión del problema afirmar simplemente que el Estado «es el consejo de administración ampliado de las clases dominantes». Eso no agota el tema, ni siquiera en su aspecto esencial.

Abordando el tema desde otro ángulo, me parece un error, en esta materia, partir, por ejemplo, de la formulación teórica de la «desaparición» del Estado y empezar a ver si los Estados socialistas existentes en nuestros días han ido desapareciendo, o sea, acomodándose a la teoría (que, por lo demás, en ese tema, se presta a múltiples interpretaciones), en vez de analizar qué está ocurriendo realmente con las diversas formas de Estado existentes en el mundo moderno, o las que han existido en el socialismo soviético y luego han desaparecido.

Me parece más importante estudiar esto que enfrascarnos en un debate teórico fundado en frases de hace por lo menos un siglo, en vez de analizar cómo se ha desarrollado históricamente, en años más recientes, el concepto.

Habla usted en su libro de una generación, la suya, que vivió su vida política enfrentada a los desafíos de una época de transición conocida como la Guerra Fría. ¿Qué fue en su opinión este largo período de transición? ¿Quién venció? ¿Qué métodos usó para ello?

¡Es curioso! La Guerra Fría significó, para mi generación, en América Latina, la imposición de dictaduras de corte nazi-fascista, en nombre de la libertad y la democracia. Yo tenía apenas 16 años cuando, en 1964, un golpe militar en Brasil abrió un nuevo período de dictaduras en la región, que culminó casi diez años después, con el derrocamiento de Salvador Allende, en septiembre de 1973, en Chile. Y todavía no cumplía los once cuando los rebeldes de la Sierra Maestra entraron triunfantes, en enero de 1959, en La Habana, desatando una verdadera histeria entre los sectores más conservadores que dominaban el continente. De algún modo, era ahí, en América Latina, donde se libraban los principales combates entre esos dos mundos, cuyas cabezas eran Washington y Moscú. Una generación privilegiada, sin duda, y que pagó un precio altísimo por estar en ese palco. Son miles los desaparecidos, asesinados, torturados, encarcelados, exiliados, que pagaron con sus vidas el precio de sus sueños.

Sólo cuando se quebró, manu militari, el ímpetu reformista de esa generación, y se pudo remachar esa victoria con la caída del socialismo en el este europeo, se instaló un nuevo escenario político en el mundo. El proceso de globalización se acentuó, empujado no solo por los cambios políticos, sino por los avances tecnológicos, y las políticas neoliberales acentuaron las disparidades sociales hasta extremos inimaginables.

Pero, por otro lado, nos liberó de un peso que, en muchos aspectos, nos inmovilizaba. El hecho de que el socialismo del este europeo estuviera fundado en la ocupación de militar -en primer lugar, de los estados integrantes de la Unión Soviética, pero también de los países de la Europa del este- criaba una contradicción, una incomodidad, sobre todo en América Latina, donde la vida política se nutría de un esfuerzo de liberación nacional de quienes, como nosotros, estábamos sometidos a la otra potencia de este conflicto. Al desaparecer la Guerra Fría, una bocanada de aire fresco inundó ese escenario. Reactivó la necesidad de volver a pensar con cabeza propia sobre temas como el que estamos tratando en esta entrevista y en el libro que le dio origen.

¿Quién ganó esa guerra? La respuesta es obvia: la ganó Occidente y su capital, Washington. Pero lo obvio, con frecuencia, oculta lo profundo. Han pasado apenas 20 años de la caída del Muro de Berlín (un episodio lleno de contradicciones que me inundó de alegría) y mire cómo, por todas partes, se renueva el ímpetu y la necesidad de avanzar en las reformas profundas que los victoriosos en la Guerra Fría soñaban con haber hecho desaparecer para siempre.

¿Por qué la tesis sobre el final de la historia adquirió tan amplio vuelo después de la desintegración de la URSS?

Y aquí retomo el hilo de la respuesta anterior. El desenlace de la Guerra Fría parecía un sueño que ni los más optimistas -ni los mejor informados- en el bando ganador, se atrevían a tejer. Hay que ver, por ejemplo, el texto de Nixon -una de las mejores cabezas políticas de la época de la Guerra Fría- La verdadera guerra, publicado en 1980, donde afirma que la tercera guerra mundial ya había comenzado. Es un libro muy interesante de leer ahora, una vez concluida la Guerra Fría. La angustia de ese sector era la posibilidad de perder esa guerra y Nixon proponía medidas enérgicas para que eso no ocurriera.

El desenlace fue como un sueño para mucha gente en los dos bandos. Había que tener una mente muy fría, muy aguda, para poder aquilatar las consecuencias de lo que estaba pasando. Entre los ganadores fue inevitable un sentimiento de euforia, que no podía haber sido expresado mejor -ni más superficialmente- que como lo fue en el libro de Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre, donde nos plantea la idea de una democracia liberal como el punto final de la evolución ideológica de la humanidad, su forma final de gobierno.

Sin embargo, ahí está la realidad, majadera, mostrando que ese sueño tenía patas cortas. Bajo las formas «democráticas» impuestas en América Latina después de las dictaduras (algo similar ocurría al mismo tiempo en el sur europeo) se acentuaron las disparidades sociales, la riqueza se concentró y la pobreza se extendió. ¿Cómo explicar eso? La teoría prefirió, con demasiada frecuencia, separar los político de lo económico y aplicar el término «democracia» sólo al ámbito de lo primero. ¿Cómo explicar, entonces, lo otro? ¿Y la relación entre ambos?

Lo que ocurrió fue el descrédito de la política y de los políticos, mientras grandes mayorías veían deteriorarse sus niveles de vida a medida en que se consolidaba esa «democracia».

Para los ganadores, ese era el único camino, el de la «modernidad», y todos teníamos a ceñirnos a sus límites. ¡Vea el resultado! Después de las desastrosas recetas del FMI en América Latina, ahora es Europa a la que quieren someterla a este proceso.

¿Va a ser eso posible? Yo creo que no, por lo menos no sin grandes resistencias. Y, si lo logran imponer, lo que va a ocurrir es que se van a agravar las tensiones. Un camino que me parece del todo inconveniente.

Cuando se contraponen, usted en el libro habla de ello,. la libertad de los antiguos y la de los modernos, ¿a qué nudo contradictorio se está aludiendo?

Ese es un debate muy francés, cuyos orígenes podemos rastrear en Benjamin Constant (1767-1830), un francés de origen suizo, y que retoman muchos teóricos modernos, entre ellos Alain Touraine.

Constant comparaba la libertad de los «antiguos» con la de los modernos» en una conferencia pronunciada en el Ateneo de París en febrero de 1819. Ahí señaló que «La finalidad de los antiguos era compartir el poder social entre todos los ciudadanos de una misma patria. Estaba ahí lo que ellos llamaban libertad. La finalidad de los modernos es la seguridad de los goces privados; y ellos llamaban libertad a las garantías acordadas a esos goces por las instituciones».

Contemporáneo de Tocqueville, Constant escribía en una época de profundas transformaciones y reivindicaba el derecho de una burguesía naciente que exigía sus derechos ante la nobleza y el clero del Ancien Regime. La libertad individual, reivindicaba Constant, «he ahí la verdadera libertad moderna».

Touraine retoma el tema, entre otras, en su obra ¿Qué es la democracia?. Obcecado por lo que considera la mayor desgracia del continente europeo en el siglo pasado, el totalitarismo, Touraine avanza una propuesta que reivindica el derecho del individuo frente a esa amenaza totalitaria. Volviendo a la idea de los «antiguos» y los «modernos», estima que la segunda conserva de la primera la idea de soberanía popular, «pero hace estallar las ideas de pueblo, nación y sociedad, de donde puede nacer nuevas formas de poder absoluto para descubrir que sólo el reconocimiento del sujeto humano individual puede fundar la libertad colectiva, la democracia»4.

En mi opinión, las formulaciones de Touraine sobre la materia se van haciendo cada vez más oscuras, difíciles de seguir, en la medida en que desaparece del análisis la naturaleza del Estado moderno, en la que la lucha contra la nobleza y el clero, que alimentaba el texto de Constant, es sustituida hoy por una burguesía cuya preocupación es ahora mantener el statu quo, en particular su derecho de propiedad. Esa diferencia desaparece en Touraine y, para mí, está en la base de una formulación confusa, que le impide ver que, en la sociedad moderna, los derechos ciudadanos están, con frecuencia, mucho más amenazados no por la omnipotencia del Estado, sino por su ausencia.

En algunos pasos de su ensayo habla usted del crecimiento vigoroso del socialismo en China. ¿Es así en su opinión? Hay gentes que hablan de capitalismo salvaje dirigido por una fuerza férrea que ha extraviado sus aspiraciones socialistas. ¿Qué le parece esta consideración?

Es un debate muy actual y que me parece todavía muy difícil de «resolver». Sugiero apenas una forma de abordarlo. Una vez más, me parece fundamental la historia: el origen, la forma de desarrollo de esa revolución, las forma de propiedad que ha desarrollado. En esa historia están muchas de las claves del socialismo chino.

El que pretenda analizar el caso apenas con el bagaje teórico decimonónico (o, peor aún, con la idea de que el socialismo es el camino a la felicidad, al Paraíso), en mi opinión va avanzar poco. Lo que sugiero es que hagamos el camino inverso.

Tenemos un bagaje teórico sobre el socialismo para abordar el tema. Los textos más clásicos fueron escritos cuando esa realidad era apenas una visión teórica, pero no una realidad histórica. Se podía vislumbrar, pero no se había vivido aún. Pero eso cambió, ese tránsito empezó a ser una realidad hace ya tres o cuatro generaciones y no se puede avanzar en el debate sin analizar lo que está ocurriendo ante nuestros ojos. Esa es la forma real, concreta, histórica, como se está dando ese tránsito. ¿No es como preveían algunos textos? No, no lo es. Pero siempre ocurre así. Podemos prever, teorizar, definir las grandes líneas. Pero, después, la realidad se encarga de enriquecer esa teoría, de darle concreción.

En mi opinión, el proceso de transición del capitalismo al socialismo se está desarrollando ante nuestros ojos y China es, en este momento, la parte más importante de ese proceso, por razones obvias, por el peso de su territorio, de su población, de su cultura y de su economía.

Pero puedo entender -y me parece lógico que surjan dudas ante fenómenos tan novedosos- las dificultades de la teoría para captar esos procesos.

¿Cuba es, en su opinión, una sociedad democrática? ¿Son aceptables las críticas abonadas con tenacidad contra este intento de construcción socialista con tantos éxitos en su haber?

Lo primero es lo primero: Cuba es, para mí, una realidad entrañable. Como lo dije anteriormente, todavía no cumplía once cuando triunfó la revolución. De modo que crecí viviendo de cerca el desarrollo de ese proceso. ¿Y qué era eso, para nosotros? Primero, la lucha contra la dictadura infame de Batista. Después, un intento por dignificar un país que había sido transformado en base de operaciones de la mafia norteamericana.

Pero el que se acercara a la historia de esa revolución se iba a encontrar con un hilo conductor, con la historia de un país que desde sus luchas por la independencia se enfrentó al desafío de evitar ser absorbido por los Estados Unidos, cuyos gobernantes no ocultaban la idea de incorporar la isla a la nación.

Contra eso ya advertía Martí, cuyo ideario reivindicó Fidel Castro desde el inicio de su revolución. Esa lucha por la independencia nacional siempre me mereció el mayor respeto y me parece que, sin entender eso, no se entiende nada. No se trata de un nacionalismo xenófobo, como el que se extiende hoy por Europa, sino de ese reconocimiento de los valores nacionales que conforman en carácter de un pueblo, que es la base de la convivencia con los demás pueblos de la Tierra.

Esa reivindicación nacional, en plena Guerra Fría, no podía escapar a la división del mundo en bloques y Cuba pagó un alto precio por eso.

Del mismo modo que veía con simpatía la lucha nacional de los pueblos de Europa del este, veo con simpatía la lucha de Cuba por su independencia. En un caso, eso llevaba implícita la lucha contra el socialismo (aunque eso no me parece justificar las tendencias fascistas que afloraron en los estados del antiguo bloque soviético). En el caso de Cuba, por el contrario, llevaba a la reafirmación del socialismo, contra los intereses de Washington.

Ahora bien, una respuesta más concreta nos obligaría -de nuevo- a empezar por la definición de democracia. Prefiero avanzar de otro modo. Me parece que Cuba tiene todo el derecho de elegir su modelo de desarrollo, y que no se le puede pedir que abra las puertas a los capitales de Miami para transformar sus procesos electorales en una competencia regida por el dinero; ni hacer algo similar con sus medios de prensa.

Lo que le queda es el desafío de avanzar, dentro de su modelo de desarrollo socialista, en la satisfacción de las necesidades de su población y garantizar el derecho de todos a expresarse, dentro de ese modelo, porque, de otro modo, la falta de libertad ahogaría cualquier proceso.

Para eso es indispensable eliminar un bloqueo ilegal al que está sometida desde hace medio siglo, rechazado prácticamente por la unanimidad de la Asamblea de las Naciones Unidas, y que tiene un costo multimillonario para un país en desarrollo como Cuba.

¿Cree usted que algunos de los autores que usted ha trabajado en su libro han inspirado e inspiran a los movimientos de crítica y renovación democrática y social que han irrumpido desde hace más de una década en varios países latinoamericanos?

Son muchos autores. Desde luego, los latinoamericanos. No se trata de citarlos, ni en orden de importancia, ni en orden alfabético. Cada quien podrá buscar, en una inmensa variedad de textos, aquello que lo inspire y haga pensar. Un esfuerzo que muestra la importancia del tema -para citar solo un caso- está recogido en La democracia en América Latina, publicado en 1995, en México, por Ediciones La Jornada y el Centro de investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, de la UNAM. Coordinado por Pablo González Casanova y Marcos Roitman, recoge la enorme riqueza de pensamiento que el tema despierta en la región. Ahí nos advierten que «no cabe cerrar la historia de América Latina, pensando que la democracia ya casi está instalada y que sólo falta garantizar su funcionamiento legal». Esa forma de pensar, contra la que nos advierten los autores, ha dado pie a una serie de trabajos sobre la «calidad de la democracia», como si ese fuera nuestro problema…

Pero tu me preguntas por autores y el libro que dio origen a esta entrevista me puso nuevamente en contacto con dos, cuyas lecturas me fueron particularmente estimulantes. Uno es el del dirigente laborista británico de la post guerra, de mediados de los años 40, Harold Laski, sobre El liberalismo europeo5. Me parece un libro agudo, brillante, que ilumina el camino. ¡Cuánta falta le hace Lasky a un laborismo en manos de Anthony Giddens! ¡Cómo algo así ha podido terminar en manos de personajes como ese!

El otro, que me produjo un renovado encanto, fue el texto de Arthur Rosenberg, Democracia y Socialismo6.

El Viejo Topo, si no ando errado, ha anunciado su reedición en España o incluso es posible que ya esté editado.

Este es un libro que nos enlaza con los clásicos, que nos remite a un viejo estilo de erudición y claridad, que renueva el placer de leer. Creo que después de un período de cierto ostracismo, la obra de Rosenberg ha venido siendo rescatada por una ciencia social necesitada de reencontrarse con ciertas raíces; tanto cuanto de renovación.

Me complace mucho, de verdad, que el gran Rosenberg cierre nuestra conversación. Gracias. ¿Quiere añadir algo más?

¿Algo más? ¡Por supuesto! Si no hemos parado de hablar, si llevamos 200 años hablando, pese a que en los últimos cinco o seis lustros nos han tratado de quitar hasta la palabra, han tratado de convencernos de que al mundo le bastaba una sola voz.

Ahora mismo, llevamos ya tiempo en este diálogo, que se ha ido alargando. Y seguirá alargándose, porque se le ha agotado el tiempo a quienes están llevando la humanidad a este callejón sin salida. Hay que hablar, hay que pensar, y hay que actuar para encontrar otra salida.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Notas

1 Pág. 11. Las citas se refieren a la edición: La Democracia en América. Alianza Editorial, Madrid, 1980.

2 Pág. 30

3 Pág. 10

4 Touraine, Alain. ¿Qué es la democracia? Ediciones Temas de Hoy. Madrid, 1994. Pág. 255.

5 Laski, H. J, El liberalismo europeo. Breviarios, Fondo de Cultura Económica (FCE). 1992. La edición original en inglés es de 1936.

6 Rosenberg, Arthur. Democracia y Socialismo. Editorial Claridad, Buenos Aires, 1966.

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