La Ley de Memoria de 2007 ha venido obligando a los ciudadanos a estrellar sus legítimas demandas de verdad, justicia y reparación contra el muro de un ejercicio de la justicia insensible
El pasado mes de mayo un juez ha sentenciado que no se retire del callejero de Madrid una calle dedicada al militar José Millán Astray. Es de temer que otros litigios abiertos en otras comunidades por el mismo motivo terminen de la misma manera.
Nos hemos ido acostumbrando a que la intervención de los jueces sustituya a la deliberación política en asuntos de la vida comunitaria ciudadana. Este caso en concreto es singular por sus implicaciones sobre un espacio importante de la cultura ciudadana: es el punto de llegada de todo un orden de cosas que, arrancando de la transición, ha ido situando al historiador en un lugar estratégico decisivo para la realización de algunos de los consensos básicos de la democracia.
Lo que ha hecho el juez al justificar su decisión ha sido desautorizar las evidencias presentadas por el Comisionado de la Memoria Histórica del Ayuntamiento de Madrid en su “Informe propuesta” de 2017. El argumento ha sido que del contenido del expediente administrativo no se desprende “de manera inequívoca” que Millán Astray “participase en la sublevación militar, ni tuviera participación alguna en las acciones bélicas durante la Guerra Civil, ni en la represión de la Dictadura”.
El apartado sobre Millán Astray en el informe contenía esta información:
Militar fundador de la Legión Española. Se sumó a la sublevación militar de 1936 y fue nombrado por Franco Jefe de Prensa y Propaganda del bando sublevado primero y del régimen de dictadura militar implantado tras el final de la guerra civil. Uno de sus cometidos, en el ejercicio de tal responsabilidad, fue la creación de Radio Nacional de España. La responsabilidad del general Millán Astray no se relacionó, pues, tanto con su participación directa en las acciones bélicas como en el importante frente de la propaganda. Protagonista de un conocido incidente con el Rector de la Universidad de Salamanca, Miguel de Unamuno, a quien espetó “Viva la muerte, muera la inteligencia”.
Esta síntesis biográfica tiene dos claras debilidades. La primera es que, de cara al establecimiento de responsabilidades, centra la argumentación en un contraste entre la implicación en acciones bélicas y la propaganda. El informe subraya que esta segunda es “importante”, pero no dice en qué sentido lo es en relación con las acciones bélicas de una guerra civil: no es lo mismo señalar a alguien por dirigir la propaganda durante una guerra que subrayar que se trataba de una propaganda diseñada para deshumanizar al enemigo y facilitar su aniquilamiento. A esos efectos, hubiera sido mejor emplear un adjetivo calificativo como “imprescindible” o al menos “altamente motivador”, y a continuación añadir “a la hora de masacrar civiles”. Un mayor rigor permitiría incluso argumentar que en crímenes contra civiles la responsabilidad de los servicios de propaganda es de hecho mayor que la participación en acciones bélicas.
La segunda debilidad está en ofrecer como información relevante para señalar las responsabilidades de Millán Astray la creación de Radio Nacional de España. Esta es una institución que hemos heredado del franquismo con ese mismo nombre y de la cual no consta en la memoria colectiva una implicación especialmente marcada en la represión ni durante ni después de la guerra; tampoco es que abunden las investigaciones históricas sobre la cuestión, lo cual no deja de ser significativo. Lo que en este caso se echa en falta en el informe es una contextualización del perfil ideológico de la emisora durante el franquismo que resaltase la discontinuidad entre las dos etapas de la trayectoria histórica de la institución, bajo el franquismo y después.
Hay que concluir que el apartado sobre Millán Astray del informe de la Comisión está redactado con un exceso de apelación al sentido común, como si no necesitase demasiada justificación. Después volveré sobre esto. Ahora bien, en su favor hay que decir que el informe no tenía por finalidad motivar a ningún juez sino justificar unas políticas públicas en materia de memoria histórica. No hay que olvidar que la comisión elaboró su informe tomando en consideración solo las calles cuyos nombres eran cuestionados por asociaciones civiles de diverso tipo, y que no se creó para efectuar un estudio exhaustivo de responsabilidades.
Por su parte, en detrimento del juez hay que empezar diciendo que no ha tenido en cuenta el criterio escogido por la comisión para retirar las calles y símbolos. Esta se centró en aquellas que pudieran constituir una “exaltación” del franquismo. En su lugar lo que ha hecho el juez es aprovechar las ambigüedades del informe para argumentar que, al no estar clara la participación del sujeto en acciones bélicas, el mantenimiento de una calle en su nombre no supone ninguna exaltación de la guerra civil y su violencia. Esta deducción es de por sí cuestionable. Pero sobre todo la sentencia permite interpretar que el juez parece haber tratado el informe de la comisión como si hubiera sido elaborado por un fiscal. Solo así se entiende que esperase que dicho informe determinase “de manera inequívoca” si Millán Astray estuvo implicado o no en la violencia de la guerra, sus orígenes y sus secuelas.
Este tipo de exigencia tendría sentido de haberle sido abierto a Millán Astray un juicio penal por sus responsabilidades en los crímenes del franquismo: en ese caso, correspondería a un fiscal presentar la querella con pruebas sólidas de su implicación criminal. Esto es lo que se hace en los procesos judiciales abiertos en democracias por la verdad, la justicia y la reparación cuando se trata de delitos contra civiles, máxime si se sospecha que puedan entrar en la categoría de crímenes de lesa humanidad. En cambio lo que tenemos aquí es una sentencia sustentada en argumentos propios del derecho penal… pero para un asunto administrativo, como es negar el cambio de una calle en una ciudad.
Esta confusión de roles y esferas de la justicia no es casual, pero tampoco necesaria o solamente intencional: refleja el peso de convenciones (otra manera más coloquial de denominarlas es prejuicios) que condicionan las inclinaciones personales y van más allá del universo jurídico. Lo que revela son los contornos de una cultura histórica profundamente enraizada en las instituciones y la sociedad civil de la democracia, en la cual las cuestiones de conocimiento acerca del pasado están marcadas por una concepción estrecha, excluyente y de tintes religiosos de la verdad. No habría mayor problema si ello no tuviera implicaciones institucionales y, como ahora ha ocurrido, judiciales, que afectan a la calidad de la vida ciudadana. En este caso, lo que hace la sentencia del juez es mantener en la democracia del siglo XXI calles dedicadas a personajes coetáneos a la guerra y la posguerra que el régimen de Franco consideró merecedores de figurar en el callejero. Es una solución que nos deja suspensos en el pasado predemocrático, algo que como ciudadanos no debemos aceptar.
Esa cultura histórica se apoya en una confusión entre la función del juez y la del historiador. El protagonismo del historiador en este caso es claro: aunque solo dos de los seis miembros de la comisión municipal eran historiadores, el texto sobre Millán Astray tiene el sello de un especialista en historia. De manera más general, las comisiones municipales para temas de políticas de memoria suelen estar formadas, a menudo de modo exclusivo, por historiadores.
Lo que el caso Millán Astray ha puesto de manifiesto es que las evidencias presentadas por los historiadores pueden ser desestimadas como pruebas por los tribunales de la justicia. Después volveré sobre el mensaje que esta sentencia envía a todas las víctimas de la represión franquista que siguen esperando verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. Primero me gustaría sintetizar algunos rasgos de esa cultura histórica y situarla en su contexto de formación y evolución para dar cuenta de cómo es que hemos llegado hasta aquí. Porque estamos en un punto de llegada y el final de un tiempo que arranca de la transición a la democracia.
El juez, el historiador y el historiador-juez en la democracia del 78
La figura del juez y la del historiador tienen ciertas analogías que han sido en ocasiones señaladas, pero hay una enorme diferencia entre ellas: eso que en ocasiones es invocado como “el juicio de la Historia” no tiene efectos penales. Los historiadores elaboran a partir de trazos documentales interpretaciones de acontecimientos del pasado en las que suelen incluir valoraciones acerca de personajes históricos que pueden ser altamente condenatorias. Entre las motivaciones que animan sus investigaciones se presupone que está la búsqueda de la verdad, pero lo que se valora de su trabajo es el rigor y coherencia de sus resultados, que son objeto de polémicas académicas entre pares; en última instancia el tribunal donde se dirimen sus relatos es la esfera pública. Esto no vuelve inocuas sus condenas: las sentencias que emiten tienen consecuencias, que se expresan en la hegemonía de interpretaciones en la esfera pública; estas pueden pasar a la enseñanza reglada y/o a la memoria colectiva, y en última instancia afectar a la calidad de la cultura ciudadana de un país.
Por su parte, los jueces elaboran sentencias en procedimientos promovidos por denuncias. Para sustanciar los casos suelen apoyarse en pruebas presentadas por abogados o fiscales, que pueden ser documentales o apoyadas en testimonios. A los jueces se les presupone la búsqueda de la justicia, y valoran los casos interpretando las pruebas con arreglo a la legislación vigente. También interpretan la ley, y sobre esa doble actividad interpretativa basan su legitimidad para sentenciar, en juicios que tienen efectos directos sobre las vidas de personas concretas y de modo indirecto sobre el bienestar de los ciudadanos.
En la España democrática, los contornos de estas dos figuras se confunden, no a escala institucional pero sí en cuanto a la legitimidad excluyente de su actuación; bajo este solapamiento subyace una cultura de la verdad que proviene de la transición a la democracia.
Como sabemos, entonces no se abrió un proceso de lo que se conoce como “justicia transicional” que buscase realizar la tríada de verdad, justicia y reparación (hoy día enriquecida con una cuarta, garantías de no repetición). En la mayoría de las transiciones a la democracia la justicia transicional ha sido cuando menos planteada en la esfera pública, y lo habitual es que se hayan producido iniciativas en su estela, como la constitución de Comisiones de la verdad en las que se da voz a testigos de crímenes contra civiles cometidos bajo el régimen privador de libertades que cae. La justicia transicional no busca solo ni en primer lugar identificar a los perpetradores de crímenes concretos: las comisiones y otras iniciativas de denuncia pueden derivar en la apertura de juicios contra victimarios, en los que se concede a los testigos de crímenes contra ciudadanos legitimidad, incluso autoridad, en la dilucidación de la verdad judicial; pero también tiene por efecto la apertura de un debate comunitario sobre el alcance de la justicia y la reparación que corresponde hacerse a las víctimas, así como el establecimiento de garantías de no repetición. Estos debates afectan también al campo de significado de la verdad y sus voces autorizadas.
Aun cuando no culminen siempre en sentencias judiciales condenatorias, la “verdad” que emerge de estas iniciativas tiene amplios efectos comunitarios: no se queda en la publicidad de unos actos de violencia, el reconocimiento social de sus víctimas y el señalamiento social de los verdugos, sino que alcanza a las instituciones. Normalmente los nuevos regímenes democráticos se apoyan en los resultados de las iniciativas civiles y penales de la justicia transicional para efectuar declaraciones de condena expresivas; en ellas va inserta de forma más o menos explícita una definición del régimen derrocado que, al pasar a ser oficial, se promueve desde las instituciones, diseminándose por la esfera pública y alcanzando el sistema educativo.
Nada de esto se produjo en España tras la muerte de Franco. Como es sabido, no tuvo lugar la apertura de un ciclo de debate público con participación ciudadana sobre justicia transicional, sino un rápido cierre institucional de la cuestión desde el parlamento salido de las primeras elecciones generales de junio de 1977. De este proceso se han señalado sobre todo los efectos jurídicos producidos por la segunda ley de amnistía de octubre de ese año: esta exoneró a las autoridades franquistas de responsabilidad por posibles actos criminales contra civiles, que además quedaron sin identificar, detallar ni estudiar. Pero casi no se ha reflexionado sobre hasta qué punto esa solución afectó al contenido y el estatus social del concepto de verdad y sus implicaciones sobre la cultura histórica promovida por la democracia de después de Franco.
A menudo se aduce que la transición española es singular en el terreno de la justicia porque estuvo mediatizada por un acontecimiento fundacional del régimen anterior: la guerra, entonces ya convencionalmente designada como civil, que acabó con la democracia de los años 30. Es de sobra sabido que el discurso entero de la transición estuvo marcado por la aspiración a la reconciliación entre españoles de ambos bandos. La reconciliación es también el objetivo final de la justicia transicional, pero se hace depender del éxito de las variadas y prolongadas iniciativas puestas en marcha en su nombre. En España en cambio, los primeros representantes parlamentarios consideraron que con la ley de amnistía se había alcanzado ya la reconciliación; se cortó así en seco todo el recorrido ulterior que una comunidad marcada por un profundo enfrentamiento interno necesariamente debe hacer para alcanzar la reconciliación.
Esta decisión marcó la función social del conocimiento del pasado en la democracia de después de Franco. Para empezar, se desautorizaron voces relevantes para hablar del pasado traumático. Al no plantearse comisiones de verdad ni otras iniciativas institucionales de recuperación de la memoria, los testigos se vieron privados de un escenario clave para hacer aportes al conocimiento acerca del pasado traumático; ello a pesar de su necesaria participación en la puesta en marcha de iniciativas ciudadanas durante esos años, como la apertura de fosas –un fenómeno que apenas ha comenzado a ser tenido en consideración, lo cual es expresión de su escaso impacto mediático antes de su decaimiento a comienzos de la década de 1980–. En conjunto, los supervivientes de la destrucción de la democracia –represaliados, exiliados retornados y víctimas en general– perdieron legitimidad como narradores: pasaron a toda velocidad a figurar como sujetos entre incómodos y sospechosos, a quienes, tras el silencio de su experiencia impuesto por el franquismo, se desautorizaba en nombre de una reconciliación establecida institucionalmente como premisa de la democracia.
En la práctica, desde la transición se concedió el monopolio acerca de la producción de la verdad sobre el pasado a los historiadores. Este estatus a su vez predefinió las atribuciones de estos, acotando su campo de actuación y promoviendo la autocontención de su capacidad crítica. Al quedar como única voz autorizada, el historiador especialista en la guerra debía hacer suyo un código deontológico: toda narrativa pública y académica tenía que partir de un supuesto, el de que la guerra fue un error colectivo que no debe repetirse. “Nunca más la guerra civil” es la máxima con que se abren y cierran los libros de historia sobre la guerra (y la II República) publicados entonces y aún durante mucho tiempo después. De esta manera, al historiador se le habilitó como juez, pero siempre que distribuyera de forma más o menos equitativa las responsabilidades individuales y colectivas, justificadas todas ellas por su contribución a la violencia desatada en el seno de la comunidad.
Eso sí, sus conclusiones carecían de efectos institucionales, por no hablar de otros penales. La actuación que se esperaba de ese historiador-juez equidistante debía ser genérica: se aplicaba sobre todo a los grandes personajes y colectivos protagonistas del conflicto. No se forjó en la transición una generación de investigadores dispuesta a elaborar nóminas detalladas de todas y cada una de las víctimas civiles de la guerra y la posguerra, por no hablar de sus victimarios. Antes al contrario, el esquema favorecía relatos que, tras sustanciar de forma genérica la premisa del error colectivo, animaban al olvido preconizado por el discurso de la reconciliación. Era además una literatura académica en general poco apta para el gran público, y en cualquier caso para consumo particular, privado, pues las instituciones no asumían ninguna de las interpretaciones consensuadas por los historiadores.
El origen y las secuelas
Hubo ya durante la transición un caso que ejemplificó este orden de cosas y en buena medida lo asentó durante décadas. En la primavera de 1977, justo cuando se acababa de legalizar el Partido Comunista y estaba a punto de iniciarse la campaña de las elecciones al parlamento constituyente, tuvo lugar el aniversario del bombardeo de Gernika del 26 de abril de 1937, del que se iban a cumplir cuarenta años. Esta efeméride lo significaba todo: si “los cuarenta años” era la metáfora con la que la gente hablaba del régimen franquista (bien por pudor o por sentir que manchaba la boca usar el nombre de Franco), la destrucción de la villa bizkaina encarnaba los crímenes cometidos contra ciudadanos inermes, el sinsentido de la guerra incluso para los más equidistantes.
Hasta entonces el estado franquista había mantenido de forma machacona desde su propaganda oficial que la villa había sido arrasada por los gudaris vascos en retirada. Existía no obstante otro relato transmitido desde la memoria, que comenzaba a salir a la esfera pública, y de hecho se acababa de publicar un libro –El día en que murió Gernica, de Gordon Thomas y Max Morgan-Witts– que reconstruía con gran detalle la experiencia del bombardeo a partir de la memoria de los testigos y víctimas.
En ese contexto tuvo lugar una iniciativa ciudadana conjunta de historiadores y vecinos de la localidad que habían sido testigos presenciales de la matanza. La prensa se hizo eco de la actividad programada, un encuentro con vistas a conmemorar los hechos y abrir a la opinión pública las cuestiones que suscitaba. Sin embargo, el gobernador civil de Bizkaia, de nombramiento ministerial, se negó a que en el acto participasen testigos de la masacre de civiles. El acto se realizó por tanto solo con historiadores: estos al menos lograron abrir a debate público la necesidad de apertura de los archivos que contenían información documental sobre el bombardeo, que estaban en Alemania y España. El acceso a los archivos permitió más adelante ofrecer relatos mucho más detallados de cómo se orquestó la operación militar; pero en términos de esclarecimiento de responsabilidades no hizo sino confirmar lo que los testigos habían venido relatando durante décadas: que la destrucción de la villa y la masacre de sus ciudadanos no había sido obra del bando republicano, y que las cruces de hierro dibujadas en las alas de los bombarderos los identificaba como parte de la fuerza aérea alemana aliada de Franco.
De hecho, había ya entre los propagandistas franquistas voces que asumían que la villa había sido bombardeada por los nazis, pero estos se esmeraban por librar a las autoridades españolas de cualquier implicación. En torno de la efeméride y el acto desnaturalizado de Gernika algunos reputados historiadores publicaron artículos de opinión en los que adjudicaban claramente a Franco responsabilidad en el bombardeo. El contexto de quiebra en la hegemonía del discurso oficial favoreció el recurso a la condena, pero ese lenguaje penal pasó a formar parte de la construcción del historiador como autoridad excluyente en cuestiones del pasado. Esas condenas públicas de entonces y otras posteriores se produjeron sin necesidad de esperar a que se publicasen resultados de nuevas investigaciones, señalando que el esclarecimiento de responsabilidades no necesitaba de mayor erudición historiográfica y podía ser sobradamente deducido de las evidencias ya disponibles.
En cualquier caso, las condenas de los historiadores a Franco por haber urdido la destrucción de la villa fueron inocuas e irrelevantes a otros efectos: no suscitaron iniciativas judiciales de particulares o colectivos. Pero lo más significativo es que tampoco fueron suficientes para que el nuevo orden posfranquista promoviera una condena expresa del suceso. El recién creado ministerio de cultura no aceptó acoger oficialmente una interpretación sobre ese u otros sucesos con masacres de civiles ocurridas tras el golpe de Franco: en una postura justificada como “neutral” y “equidistante” que marcaría la postura de los gobiernos posteriores de la democracia, decidió de forma expresa no asumir ninguna de las interpretaciones, ni la oficial franquista ya profundamente desacreditada ni la que avalaban las primeras investigaciones documentales y sostenida durante décadas por las víctimas. En su lugar, planteó que fuese la esfera pública la que fijase los consensos derivados de las investigaciones de los historiadores. Se produjo así una doble traslación de responsabilidad: a la opinión pública se le asignó un cometido que corresponde más bien a los estados surgidos de transiciones desde regímenes sin libertades, y al historiador se le encargó el cometido de ofrecer la “Verdad” con mayúsculas sobre la guerra, al considerarse objetiva y libre de la subjetividad propia de los testigos. El resultado es que pasados otros cuarenta años la polémica se mantiene hasta hoy en la esfera pública, de manera que todavía se pueden encontrar en la red discursos negacionistas, e historiadores empeñados en combatirlos repitiendo una y otra vez las evidencias documentales disponibles (véanse los posts de 2017 en www.angelvinas.es).
Aparte de esto, lo que el ministerio hizo a continuación fue tramitar el retorno a España del cuadro de Picasso, una iniciativa que fue presentada como la manera de contribuir a la reparación de todas las víctimas civiles de la guerra. En esto consistió la política de memoria en los albores de la democracia: a la justicia “amnistiada” –en la práctica exoneradora– se le añadió la reparación “simbólica” –y más bien estrechamente cultural–, ambas inseparables de una noción de verdad “equidistante”, que se traducía en excluyente. Las garantías de no repetición se suponían suficientemente avaladas por el marco constitucional que entraba en vigor.
Como ha analizado Paloma Aguilar, el caso Gernika epitomiza la concepción de la memoria que acompañó el consenso del 78; a esto hay que añadir que a la vez inaugura la figura del historiador-juez con la que hemos venido conviviendo desde hace cuarenta años, a quien ha correspondido la función de apuntalar un discurso acerca de la reconciliación que, al carecer de enraizamiento comunitario y mínimo seguimiento institucional, solo se puede calificar de ideológico e impuesto. Ahora un juez ha roto ese jarrón chino.
Durante las primeras dos décadas de la democracia esta confusión de papeles y desdibujamiento de esferas del saber y el poder no causaron apenas roces entre la producción académica y el marco institucional. En una esfera pública que priorizaba proyecciones de futuro promisorio y en ausencia de políticas públicas acerca del pasado ciudadano, ese tribunal público tenía poco que hacer más allá de acoger interpretaciones algo más empáticas hacia los derrotados en la guerra, aunque ello dependía sobre todo de la sensibilidad subjetiva de los investigadores. Mientras el interés ciudadano por estudios sobre la República y la guerra descendió ostensiblemente, la memoria carecía de espacio público significativo: emblemáticamente, hasta 1997 no se produjo una conmemoración del aniversario del bombardeo de Gernika que tuviera por protagonistas a las víctimas y testigos, y todavía en 2017 el Senado español votó en contra de una moción del PNV para que el Estado asumiera responsabilidad en el bombardeo, algo que el alemán había hecho a raíz de la iniciativa ciudadana de 1997.
El asunto comenzó a adquirir otro cariz en el cambio de milenio cuando el segundo gobierno del PP fomentó en medios públicos iniciativas de revisionismo historiográfico que acababan con la equidistancia y directamente acusaban a los líderes de la izquierda de haber socavado la república democrática y ser los causantes de la guerra de 1936. Este viraje de postura desde las instituciones puso por primera vez de manifiesto que era perfectamente posible hacer políticas públicas sobre memoria después de Franco; pero sobre todo anticipó que el contenido de estas podía no remitir a valores ciudadanos ni a consensos originados en la esfera pública. Por el camino se acababa de abrir un espacio cultural y social por la memoria que, en torno de las exhumaciones de los muertos en cunetas, ha recuperado el valor del testigo como narrador legítimo de los crímenes contra civiles en la guerra y la posguerra; eventualmente, el movimiento memorialista ha ido planteando también la necesidad de políticas públicas de memoria dignas de una comunidad basada en valores ciudadanos y de derechos humanos.
Durante tiempo la reacción del grueso de los historiadores –sobre todo los especialistas en la guerra, entre los cuales destacaban algunos de sus más mediáticos columnistas– fue visceral ante lo que consideraban una forma de intrusismo que amenazaba su monopolio discursivo; fue además empobrecedora, pues se centró en negar a la memoria toda contribución al conocimiento del pasado. Esta delirante postura corporativa generó una discontinuidad entre los estudios académicos que desde los años noventa habían comenzado a enumerar víctimas y los que han surgido de las exhumaciones de civiles no documentadas. Aunque ya puede darse por terminada, esa cruzada cultural a cargo de los historiadores de la transición y sus continuadores seguidores a pie juntillas el decálogo del nunca más ha tenido efectos duraderos.
En ese contexto se promulgó la Ley de la Memoria de 2007, entre suyas secuelas hay que inscribir el del caso Millán Astray. Esta legislación, lejos de asumir la quiebra del viejo estado de cosas, se inspiró de nuevo en el llamado “espíritu de la transición”, abocando a situaciones como la que acaba de producirse: si ha tardado tanto en manifestarse su obsolescencia es porque durante años la ley no contó apenas con presupuestos, de manera que no pudieron hacerse políticas públicas en su nombre. En cuanto han empezado a hacerse, las contradicciones se han hecho manifiestas.
El fin de un mundo y los albores de otro
Con la crisis de ese marco normativo se hacen visibles las limitaciones de un modelo social de historiador. Se daba por supuesto que al ser la única voz autorizada, correspondía al profesional la última palabra en cuestiones relativas a la verdad del pasado, especialmente en la destrucción de la república democrática de 1931. Como ahora se ha podido comprobar, esto era solo así cuando sus “sentencias” no tenían derivaciones institucionales y menos aún si eran con efecto penal. El caso Millán Astray expone con crudeza que bajo la ley vigente la voz de quienes representan a los ciudadanos ante los tribunales es la de los historiadores. Y esta, atrapada en los ecos del 78, sale derrotada ante el representante de la justicia, haciendo que perdamos la causa como ciudadanos.
La sentencia del caso Millán Astray ha roto definitivamente el hechizo que ha mantenido a los historiadores en una doble y contradictoria función, inadecuada para un orden de ciudadanos. Es el fin de un modelo de historiador y de definición de la verdad acerca del pasado. Desde ella se puede entender el conjunto más amplio de lo que ha quedado deslegitimado y atisbar el futuro que se abre.
La afirmación de que en España el consenso de la democracia no se hizo reivindicando la memoria de la lucha antifascista merece ser llevada hasta el final: hay que incluir sus consecuencias para el marco desde el que se cuenta el pasado comunitario. El espíritu de la transición tuvo efectos sobre la manera de investigar y escribir sobre el pasado; sobre todo él en general y especialmente sobre el reciente, dramático y traumático. Promovió el positivismo, en nombre del cual se justificaba una historia en la que la equidistancia, convertida en sinónimo de neutralidad, venía a reforzar la supuesta objetividad a la que debía aspirar el historiador a partir del empleo de evidencias documentales como única fuente de verdad. Lo que había que incluir en los estudios eran datos, documentos, sin mayor preocupación acerca del marco de valores desde el cual interpretarlos, más allá del “nunca más” la guerra civil y el señalamiento genérico de responsabilidades compartidas.
Esa dimensión positivista no es irrelevante dentro de la tarea de un historiador ante sus colegas y el público; menos aún ante las instituciones. De hecho es clave para contribuir a la verdad y eventualmente a la justicia en el terreno judicial. Más que otros expertos profesionales, la intervención del historiador es altamente útil cuando hay en marcha procesos judiciales contra victimarios de matanzas de civiles. En muchos escenarios de justicia transicional, los fiscales y los jueces reclaman la presencia de historiadores o efectúan ellos averiguaciones siguiendo sus métodos. La paradoja española es que la verdad que las víctimas del franquismo necesitan ver esclarecida no ha sido ofrecida hasta la fecha por los historiadores: no ha estado entre sus prioridades contribuir a identificar quiénes fueron los perpetradores de los crímenes del franquismo, que se cuentan por decenas de miles. Este es el precio de casi dos décadas en que los voceros del gremio, en torno de la “polémica” entre historia y memoria, se han esmerado en cortar los puentes entre la oferta académica de conocimiento del pasado y la demanda ciudadana de verdad acerca de los crímenes del franquismo desde 1936.
Entre las cosas que cambian con las políticas de memoria del siglo XXI, una es que la historia deja de ser ese saber inútil que decía Nietzsche: en España seguimos esperando contar cuando menos con un censo de perpetradores de crímenes del pasado reciente, que pueden eventualmente ser considerados contra la humanidad. Y no solo para posibles fines judiciales futuros: reconocer a las víctimas y conocer a los victimarios son dos caras de la misma moneda; es hacer historia para los ciudadanos, los de ayer, los de hoy, y los de mañana –si aspiramos a que siga habiéndolos dignos de tal nombre–. La cooperación entre historiadores y estudiosos de la memoria es indispensable para esto: esperemos que se avance definitivamente hacia ella antes de que los últimos testigos presenciales de las masacres del franquismo se hallan ya desvanecido del todo, estableciendo un puente sólido que aún no existe entre la investigación documental y la que proviene de las exhumaciones y otras experiencias de represión.
Fuera de esa tarea de contribuir a dar a conocer la historia de las víctimas y de asesorar en causas judiciales, al historiador no le corresponde contribuir a la reparación, ni a la justicia. La principal tarea del historiador en un mundo de ciudadanos no es ofrecer evidencias hiladas en un relato para condenar o exonerar a nadie. Y así ha quedado ahora claro: al reclamar pruebas “inequívocas” para decidir si retirar o no la placa a una calle que lleva el nombre de Millán Astray, en realidad el juez ha exonerado al historiador de esa pesada carga, que solo se muestra legítima si es para contribuir a los tribunales de derechos humanos.
Pero es que al historiador tampoco le corresponde establecer la verdad entendida de modo excluyente y en clave positivista; ni menos necesita para estudiar el pasado partir de la premisa del nunca más. Visto en el tiempo, este es uno de los principales talones de Aquiles de los consensos del 78: una democracia dispuesta a perdurar no podía perpetuar un marco de los relatos acerca del pasado fundado en el nunca más y la equidistancia; entre otras cuestiones porque antes de ese 1936 había habido una democracia que tarde o temprano sería reivindicada como parte de una tradición, si no de democracia, desde luego sí de ciudadanía. Para sustanciar esto se necesita de otro marco narrativo.
Los consensos de la transición dejaron de lado la crucial cuestión de cómo se vinculan críticamente los valores del pasado ciudadano con los del presente. Liberados al fin del imperio del “nunca más”, estamos ahora en condiciones de replantear el valor social que corresponde a la actividad de pensar históricamente en un orden de ciudadanos. Para ello hay que comenzar por la constatación elemental de que la función extrañamente justiciera que tras cuarenta años de régimen sin libertades se asignó al historiador ha quedado al desnudo: se trata de una componenda acordada en su día por los franquistas reformistas que controlaban el proceso transicional, con el beneplácito de la mayoría de los representantes parlamentarios.
Un marco narrativo sobre el pasado basado en algo tan poco ciudadano como la equidistancia entre quienes defendieron la ciudadanía y quienes la erradicaron es profundamente distorsionador en términos de valores, pero además es empobrecedor en términos de conocimiento: no alcanza siquiera la categoría de ejemplo de historia como magistra vitae, pues no es el resultado, sino la premisa de las averiguaciones del especialista. La lección moral que puedan contener esas obras no se deriva de su aportación al conocimiento.
Lo que necesita la democracia española del siglo XXI son especialistas dispuestos a dejar atrás el marco de la equidistancia y avanzar en otro que se apoye sobre valores de ciudadanía global. Esto es solo un consenso de mínimos: se puede ser algo más exigente y reclamar a los especialistas un conocimiento del pasado que contribuya a señalar críticamente los problemas y deficiencias de nuestro marco de convivencia a partir de reflexiones surgidas de la investigación histórica. No solo para la herencia del pasado dramático y el franquismo.
Memoria ciudadana, mejor que memoria democrática
El asunto no es gremial ni de conocimiento solo; nos afecta a todos en nuestra convivencia. La decisión de las autoridades durante la transición de no adoptar una política fundada en el reconocimiento de la experiencia ciudadana iniciada en 1931, acosada desde 1936 y suprimida del todo desde 1939, es una herencia que no necesitamos cargar más tiempo como ciudadanos.
Visto el caso Millán Astray de esta manera, arremeter contra el juez que ha deliberado es seguir mirando el árbol para dejar de ver el bosque. El juez dicta sentencia con arreglo a la ley. El problema está en el marco legal que ampara esas decisiones: en este caso, la Ley de Memoria de 2007. Esa pieza legislativa ha venido obligando a los ciudadanos a estrellar sus legítimas demandas de verdad, justicia y reparación contra el muro de un ejercicio de la justicia insensible. Sin embargo, finalmente ha acabado con la confusión heredada de esferas entre el juez y el historiador. Es desde ahí de donde hay que partir para cambiar el enfoque entero de la cuestión.
Para formarse una opinión sobre Millán Astray no se necesita el dictamen de un experto que demuestre su implicación en matanzas de ciudadanos, menos de forma “inequívoca”; ni siquiera es necesario que los profesionales consensuen que se trata de un personaje, no ya desprovisto de valores ciudadanos, sino contrario a la civilidad más elemental. Hay sobrados productos culturales disponibles para ello, que proceden del rigor y la creatividad de la sociedad civil en torno del pasado: el documental “Palabras para un fin del mundo” de Manuel Menchón es un ejemplo reciente sobradamente valioso, en el que se inspira el título de este texto, que es también acerca de palabras para el fin de un mundo, en este caso en relación con la manera de narrar el pasado y sus voces legítimas; la película de Amenábar sobre Unamuno funciona de un modo análogo a estos efectos. Hay también estudios de historiadores elaborados desde esa sensibilidad, aunque haya otros que pretendan transmitir que están por encima de ella en nombre del nunca más o de una objetividad mal entendida.
Obras como la de Menchón apelan a un sentido común que, en una cultura ciudadana, no necesita mayores justificaciones, evidencias ni pruebas: es el sentido común de individuos que se entienden como sujetos con capacidad moral, reflexiva y política suficiente como para tomar decisiones colectivas que afectan a la convivencia comunitaria, y de dotarse de las instituciones que las asuman. Y en dicho ejercicio identifican en vidas anteriores ancestros relevantes de esa condición ciudadana.
Sobre esta base, lo que se necesita es sin duda un marco legal que ampare esos valores ciudadanos. Pero a su vez la elaboración de dicho marco normativo requiere que las instituciones por su parte tomen de una vez cartas en el asunto y asuman definiciones de la República de 1931 y el franquismo desde un marco interpretativo inscrito en el lenguaje de los derechos humanos y la condición ciudadana. Necesitamos unas instituciones que no confundan ni equiparen por más tiempo a quienes en su día atentaron contra la ciudadanía respecto de quienes padecieron las atrocidades de estos, sino que los distingan sin equidistancias ni repartos de responsabilidad a uno y otro lado. Los primeros no pueden contar con una calle en el espacio público. Y el patrón de distinción no puede ser el recurso a la violencia, como si esta fuese ilegítima por igual en todos los casos. De lo que se trata no es de posiciones ideológicas en pugna, pero tampoco del recurso o no a la violencia, sino de cursos de acción movidos por valores ciudadanos frente a otros fundados en la aspiración a suprimirlos, con o sin recurso a la violencia.
La distinción entre ciudadanía y democracia es importante a estos efectos. La democracia es hoy en día algo más que un sistema político: se ha erigido como un orden de cosas que acompaña la globalización, y en su nombre se producen abundantes tropelías que afectan a derechos elementales y humanos. La palabra democracia ha adquirido una elevada carga ideológica que empieza a ser aprovechada por los enemigos de la autodeterminación ciudadana y la soberanía popular para aplastar demandas comunitarias y construir regímenes basados en el miedo y la represión aprovechando el enquistamiento de poderes en el seno de las instituciones. Entre ellos el poder judicial.
No basta con la apelación a la democracia para una política de memoria. Ciudadanía y democracia nunca han sido co-términos, y la postura de la sociedad civil debe ser siempre vincularse con los valores de ciudadanía, no con las exigencias de la democracia, cada vez más expuestas a manipulación y tentadas de usarse para imponer dinámicas incívicas. Ser ciudadano no consiste solo ni siempre en respetar las leyes promulgadas bajo un marco constitucional; hay situaciones en las que es obligado desafiar el marco legislativo para defender la integridad de la condición cívica, especialmente frente a la amenaza de tiranía y el imperio de la corrupción. En esas situaciones defender la ciudadanía puede implicar incluso ejercer la violencia. Esta es, si acaso, la “lección” que deberíamos haber extraído del horror al que los compañeros de armas y aliados de Millán Astray sometieron a los ciudadanos desde los años treinta del siglo pasado y durante décadas.
Estamos en plena elaboración de una nueva ley de memoria, a lo que seguirá un debate parlamentario, y esperemos que público. No está claro que el nuevo marco legislativo sobre políticas de memoria tenga en cuenta esta distinción entre democracia y ciudadanía; si no lo hace, la nueva legislación puede acabar pronto en papel mojado, a riesgo incluso de enquistar aún más derivas en los tribunales y otros espacios institucionales como las que venimos viendo.
En cambio una toma de postura institucional que sirva de marco a la elaboración de la ley impedirá esas derivas. Solamente un marco normativo apoyado en los valores de ciudadanía estará en condiciones de predeterminar la capacidad de interpretación del juez y el político en relación con personajes históricos concretos o colectivos –en cambio no lo estará si se atiene a otras consideraciones, como las que remiten a la equidistancia, el nunca más y la reconciliación, u otros valores más propios de la construcción del estado–. Permitirá así que figuras como la de Largo Caballero tengan un lugar en la memoria cultural, ya solo por el hecho de haber sido un superviviente de un campo de concentración nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Las políticas de memoria del futuro están en deuda con el menosprecio y el ultraje que ha recibido este y otros muchos represaliados.
La batalla por desarticular el franquismo resiliente bajo democracia se juega en este terreno más que en ningún otro; de ahí que haya tanta confusión interesada al respecto. Quienes se oponen a los cambios en el callejero o la estatuaria diciendo que “el pasado no se puede cambiar”, no se percatan de que el asunto en juego no tiene que ver con los hechos sino con su recuerdo instituido de forma oficial, en forma de estatuas o nombres de calles. Es precisamente porque el pasado no puede cambiarse por lo que la memoria cumple una importante función social de actualización: cuando los valores de la ciudadanía se han extendido y profundizado como cultura global, hay maneras de rememorar que quedan al desnudo porque fueron instituidas al margen o en contra de los valores ciudadanos.
Dicho esto, los ciudadanos no tenemos obligación de conservar ninguna memoria, sea esta o no calificada de “democrática”; pero en cambio tenemos la libertad de hacernos con una representación del pasado. Para ayudarnos en eso están los historiadores, a quienes cuando menos hay que pedirles que no traten de presentar su conocimiento del pasado como si estuviera movido por motivaciones situadas por encima de su condición de ciudadanos, menos aún en nombre de un espíritu de reconciliación que es pura ideología si no viene precedido de las máximas de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. Si además de no sentenciar como si fuesen jueces nos ayudan con su conocimiento del pasado a cuestionar las convenciones del presente, tanto mejor.
Por su parte, a las instituciones les corresponde garantizar que las políticas de memoria se fundamenten en los valores de la ciudadanía. Estos valores tienen que ver con nuestra concepción como sujetos con capacidad de autodeterminación política colectiva en nombre de las libertades. Y es la memoria de quienes nos precedieron en esa condición o aspiración la que nos debe importar instituir, sin olvidar todas las diferencias que nos separen de ellos en relación con otros valores y cursos de acción –incluido el recurso a la violencia bajo condiciones–, todos ellos propios de ciudadanos por mucho que no sean iguales a los nuestros.
Pablo Sánchez León es investigador en el Centro de Humanidades CHAM de la Universidade Nova de Lisboa y director de Postmetropolis Editorial.
Fuente: https://ctxt.es/es/20210701/Firmas/36716/general-millan-astray-calle-madrid-ley-de-memoria.htm