A menudo, como consumidores, vamos buscando la mejor relación calidad/precio de los alimentos, no nos gusta pagar más por algo que pensamos que no lo vale. Tendemos a pensar que el vendedor quiere sacar más margen del que le corresponde por el producto y que una sana competencia acaba poniendo a cada uno en su […]
A menudo, como consumidores, vamos buscando la mejor relación calidad/precio de los alimentos, no nos gusta pagar más por algo que pensamos que no lo vale. Tendemos a pensar que el vendedor quiere sacar más margen del que le corresponde por el producto y que una sana competencia acaba poniendo a cada uno en su sitio. A veces uno está dispuesto a pagar más por el servicio o por la calidad percibida del producto, pero otras buscamos el más barato, como si fuera el más social y el más justo sólo porque si se vende con ese precio es porque da para vivir a todos sin que nadie se aproveche del resto de los eslabones de la cadena de valor: productor, elaborador o envasador, distribuidor o transportista, comercio y consumidor.
Son los alimentos ecológicos menos sociales porque son más caros que los convencionales? ¿Son más sociales los alimentos más baratos? Lo cierto es que se acumulan cada vez más datos que demuestran que los sistemas convencionales de producción de alimentos, causan efectos graves en la salud tanto de los ecosistemas como de los seres humanos, resultando insostenibles (ambiental, social y económicamente hablando) a corto y medio plazo para las sociedades que los soportan. Desde la agricultura ecológica o la agroecología se han desarrollado soluciones reconocidas como más eficaces a medio y largo plazo para la seguridad alimentaria de la población mundial.
Como dice Jules N. Pretty, de la Universidad de Essex, Reino Unido, los ciudadanos pagamos tres veces por los alimentos: una al comprarlos, otra al pagar las ayudas que reciben los agricultores de nuestros impuestos, y aún otra tercera, cuando intentamos arreglar los efectos nocivos ambientales (incluida la salud personal) que provocan estos sistemas convencionales de producción. Son los denominados costes ocultos o externalidades, que los agricultores y ganaderos convencionales no tienen que asumir en sus costes y por lo tanto repercutirlos al precio del producto ante el consumidor. Los que producen con prácticas ecológicas no los externalizan, no los reparten al resto de la sociedad o al planeta, simplemente porque no los generan o lo hacen de manera significativamente menor. El coste de la menor producción por superficie o los mayores costes de mano de obra, no permiten competir en precio en el punto de venta con los producidos con técnicas no ecológicas. Pero el precio que paga el consumidor por el producto más barato no es real para el propio consumidor, porque tendrá que pagarlo aparte mediante otras facturas: para la descontaminación de los recursos naturales (aire, agua y suelo, paisajes, biodiversidad), en sanidad para paliar la baja calidad de la alimentación y la contaminación de producir ese alimento más barato que ha elegido.
¿Podemos hacernos una idea de lo que le cuestan al ciudadano de un país europeo esos costes ocultos? Es difícil medirlo, pero ya hay algunas estimaciones que nos permiten hacernos una idea. En su informe «Hacia una agroética», Jorge Riechmann cita el ejemplo del Reino Unido, donde Jules N. Pretty, con estimaciones conservadoras, obtuvo una cifra de más de 2.300 millones de libras anuales de costes ocultos de la agricultura industrial en ese país. Los datos incluían los costes de descontaminar el agua de agrotóxicos y fertilizantes, los daños causados por la erosión del suelo y los gastos médicos por intoxicaciones alimentarias y por el mal de las «vacas locas». No incluía los 4.000 millones de euros que los agricultores ingresaron en forma de subsidios; ni tampoco los 3.000 millones de euros de costes sanitarios a consecuencia de una alimentación inadecuada.
Los autores llegaron a la conclusión de que las «externalidades» negativas producidas por la agricultura ecológica ascenderían a lo sumo a una tercera parte de las de la agricultura convencional y se verían compensadas por externalidades positivas más elevadas, sociales y espirituales, tales como la conservación de la biodiversidad cultural y natural, o los efectos terapéuticos e inspirativos de un paisaje bello y sano, mayor empleo y lugares de encuentro y conocimiento para compartir entre ciudadanos de entornos rurales y urbanos, lo cual fortalece a las comunidades implicadas.
Los escándalos y las crisis sanitarias demuestran que ya no se puede aceptar comprar los productos alimentarios por debajo de su coste de producción y pagar los daños a través de impuestos, gastos sanitarios o la obligación de consumir agua mineral, tal y como cita Riechmann en su informe.
¿Quién debe asumir las externalidades negativas de la agricultura convencional? ¿Qué parte del coste verdadero de los alimentos estamos pagando al comprarlos? ¿Qué coste social, laboral, ambiental y sobre la salud incorpora el precio que pagamos y cuál no, según el recorrido que haya hecho desde el campo donde se produjo hasta llegar a nuestras manos? La fuente de reflexiones en torno al precio de los alimentos es inagotable y debe abordarse desde diversos ámbitos, empezando por el propio consumo, a la hora de elegir dónde y qué compramos, y siguiendo por la educación, a través de experiencias innovadoras como los huertos educativos. Solo así, observando, conociendo y reflexionando, seremos capaces de atribuir a los alimentos su valor – y precio- verdaderos.
Ricardo Colmenares. Director de la Fundación Triodos y promotor de Huertoseducativos.org
Ecoportal.net
Fuente original: http://www.efeverde.com/