Traducción al español de la ponencia leída originalmente en francés en el Coloquio «Crisis ética, ética de crisis», organizado por la revista Entropía en la Universidad París Descartes, París, el pasado 4 de abril de 2009.
Junto con mis disculpas por mi mal francés, quiero ante todo agradecerles a Jean Claude Besson-Girard, a Yannick de la Fuente, a Claude Llena y al Comité Editorial de la revista Entropía por haber tenido la gentileza de publicar mi artículo y por su amable invitación para que participe en esta Mesa Redonda.
Yo formo parte de un pequeño grupo de académicos venezolanos interesados en resaltar la importancia de las estrategias alternativas generadas por las comunidades populares para enfrentar la crisis económica y ecológica contemporánea, en el contexto de la transición política por la que atraviesan actualmente mi país y, en general, América Latina.
Desde esta perspectiva, quisiera compartir con ustedes algunas apreciaciones acerca del «viraje a la izquierda» de la política latinoamericana que ha tenido lugar durante la última década, precedido por fuertes movimientos sociales de protesta contra la agudización de la desigualdad y la pobreza provocada por las políticas neoliberales de la década de los noventa.
Desde el primer triunfo electoral del presidente Chávez en Venezuela en 1999 hasta la más reciente elección del presidente Mauricio Funes en El Salvador el pasado quince de marzo, las organizaciones políticas de izquierda han llegado al poder en muchos países, aunque con orientaciones filosóficas, programas de gobierno y contextos de acción muy diferentes.
Pero más allá de las divergencias, es posible identificar algunos rasgos comunes en todos los gobiernos de la nueva izquierda latinoamericana. La primera característica es el énfasis en el rol del estado para frenar los desequilibrios sociales generados por el mercado. En la práctica, esto ha implicado una mayor preocupación por la justicia social, el fortalecimiento de los servicios estatales de educación, salud y bienestar social destinados a atender a los más pobres, el énfasis en la soberanía económica, una mayor cooperación e integración entre los países de la región y el intento de zafarnos de nuestra subordinación a los Estados Unidos.
Pero aun reconociendo los enormes méritos éticos y políticos de este esfuerzo, observamos con preocupación que el problema de la sustentabilidad ecológica de nuestras estrategias de desarrollo aún no está siendo considerado en serio por la mayor parte de los líderes y cuadros dirigentes de la nueva izquierda latinoamericana. Todavía palabras como desarrollo, progreso y crecimiento económico continúan orientando los objetivos de las políticas gubernamentales.
Es justo señalar que ha habido avances conceptuales importantes en materia de sustentabilidad ecológica. Un ejemplo lo tenemos en la nueva Constitución de la República del Ecuador, que reconoce a la naturaleza o Pacha Mama como sujeto de derecho, y otro en la declaración de los diez mandamientos para salvar al planeta, la humanidad y la vida del presidente de Bolivia Evo Morales. Pero en la práctica, la acción política sigue condicionada por la urgencia de hacer crecer nuestras economías para distribuir la riqueza de una manera más equitativa y atender los problemas de la pobreza y la miseria que aquejan a la inmensa mayoría de nuestra población.
La actual crisis del sistema capitalista mundial, que ha hecho perder sus empleos y sus viviendas a miles de estadounidenses y que ha desencadenado las recientes movilizaciones de protesta de los trabajadores de Francia, también está teniendo un fuerte impacto en las economías latinoamericanas a raíz de la caída de los precios y los volúmenes de nuestras exportaciones. No sabemos cuánto tiempo pueda prolongarse esta depresión global ni la magnitud de los daños que causará en el mundo entero. Lo que sí es cierto es que representa tanto una oportunidad como una amenaza para los esfuerzos destinados a la construcción de una economía no solo justa sino también ecológicamente sustentable.
La recesión global es una amenaza porque el propósito de reactivar el crecimiento económico puede imponerse como un reto urgente para tratar de contener el creciente malestar social y porque puede servir también de excusa para justificar estrategias de desarrollo ambientalmente insostenibles bajo la promesa de crear más empleos.
Por otra parte, la crisis económica puede también convertirse en una oportunidad si su coincidencia con los signos del avanzado deterioro ambiental de nuestro planeta contribuye a poner en evidencia que la lógica capitalista nos está conduciendo no sólo a una debacle económica que agravará la pobreza y el sufrimiento de la mayor parte de la humanidad, sino a un desastre ecológico que está poniendo en riesgo la sobrevivencia misma de nuestra especie.
En consecuencia, el actual proceso de agudización de las contradicciones sociales, económicas y ecológicas del sistema capitalista mundial, podría desencadenar una metamorfosis civilizatoria si logramos traducir en acciones colectivas lo que Serge Latouche ha denominado la «pedagogía de la catástrofe».
En Venezuela, como en muchos otros países del mundo, la conciencia acerca de la gravedad de la crisis ecológica es todavía incipiente. Y si bien es cierto que, desde hace una década, el gobierno revolucionario que dirige el presidente Chávez ha hecho avances importantes en materia de disminución de la pobreza y redistribución de la renta nacional con criterios de equidad, el ideario del socialismo del siglo XXI defendido por nuestro gobierno todavía responde, en sus rasgos fundamentales, al paradigma desarrollista compartido tanto por las derechas como por las izquierdas del siglo XX.
Para hacerse una idea del alcance de las políticas sociales de nuestro gobierno, vale la pena examinar el más reciente informe publicado por la CEPAL o Comisión Económica para América latina y el Caribe. De acuerdo con este organismo dependiente de la ONU encargado de sistematizar las estadísticas sobre la situación económica en América latina, la pobreza en Venezuela disminuyó de un 49,4 % en 1999 a un 30,2 % en 2006, mientras que la indigencia o pobreza extrema pasó del 21,7% al 9,9% en el mismo período. Del mismo modo, la mortalidad infantil descendió en casi cinco puntos porcentuales entre el 2003 y el 2007. El desempleo disminuyó desde el 14% en 1999 hasta el 7,1%.
Gracias a nuevas formas de organización comunitaria como las «mesas de agua», se ha ampliado el suministro de agua potable hasta alcanzar el 92% de la población. Se ha creado un servicio estatal de distribución de alimentos subsidiados que alcanza a 14 millones de personas. Se ha extendido considerablemente la atención médica gratuita a los más necesitados, mediante la puesta en funcionamiento de 4500 consultorios y clínicas populares. El país fue declarado territorio libre de analfabetismo por la UNESCO en 2005 y se ha ampliado notablemente la cobertura del sistema educativo nacional, con carácter gratuito hasta el nivel universitario.
Sin embargo, la gran pregunta que hoy se formula la mayoría de los venezolanos es por cuánto tiempo serán sostenibles estas políticas de inclusión social en medio de una recesión mundial que ha hecho descender enormemente los precios de nuestra principal fuente de ingresos: el petróleo.
Se trata de una preocupación grave sobre todo para los sectores populares que temen perder estos beneficios sociales a los que nunca antes tuvieron acceso y para la nueva burocracia instalada en el poder. Lamentablemente, lo que muy poca gente se pregunta hoy en Venezuela es por cuánto tiempo será viable una economía fundada principalmente en la explotación de los combustibles fósiles, responsables del recalentamiento de la tierra.
Un ejemplo significativo de los límites ecológicos del modelo de desarrollo imperante en mi país, lo tenemos en nuestro sistema de generación de electricidad. Cerca del 70% de la energía eléctrica que consumimos 26 millones de venezolanos proviene de fuentes hidroeléctricas. Y particularmente de las represas construidas sobre el río Caroní, cuya cuenca está ubicada en el borde norte de la amenazada selva amazónica. El otro treinta por ciento proviene de centrales termoeléctricas a base de fueloil y gas.
El crecimiento económico de los últimos años y la extensión del acceso a los servicios públicos a sectores de la población anteriormente excluidos, ha hecho que rápidamente estas fuentes de energía se hayan hecho insuficientes. Para resolver este problema, se ha comenzado a trabajar en el desarrollo de energías renovables como la solar, la eólica y la geotérmica. Pero hasta ahora se consideran insuficientes para cubrir el crecimiento de la demanda eléctrica, lo que ha llevado a nuestro gobierno a proyectar la construcción de centrales nucleares, con el apoyo técnico de Rusia y de Francia.
Los ecosocialistas venezolanos, acompañados por algunos decrecentistas de Francia, hemos expresado públicamente nuestro desacuerdo con los convenios de cooperación en materia de energía electro-nuclear suscritos recientemente por ambos países. Pero nuestro impacto ha sido mínimo en la opinión pública y los planes gubernamentales en esta materia siguen en marcha.
Hay muchos otros aspectos relacionados con las transformaciones socio-políticas que están teniendo lugar en Venezuela y América Latina sobre los que pudiéramos seguir conversando, pero el tiempo previsto para nuestras intervenciones en este foro me obliga a ser breve. En todo caso, me parece conveniente señalar que a pesar de la enorme influencia de los mitos modernos del crecimiento y el desarrollo, el debate sobre los rasgos distintivos del socialismo del siglo XXI todavía permanece abierto en Venezuela. Y, en mi opinión y la de varios intelectuales latinoamericanos, la filosofía del decrecimiento tiene mucho que aportar en esta discusión.
De ahí mi complacencia por la posibilidad de estar hoy y aquí entre ustedes dialogando sobre un asunto tan trascendental para el porvenir no sólo de mi país y del vuestro, sino de la humanidad entera.
Muchas gracias.
Original disponible en: http://www.entropia-la-revue.