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El debate sobre unicameralismo o bicameralismo en las Cortes de la II República

Fuentes: Nueva Tribuna [Foto: Diputados de las Cortes Constituyentes 1931 (Ministerio de Cultura)]

Sobre la II República desconocemos muchos aspectos. Las razones son al haber sido considerada durante bastante tiempo por buena parte de la historiografía, como un auténtico desastre, y que por ello tenía que desembocar inexorablemente en la guerra civil. Ya en diferentes artículos en este mismo medio he clarificado este punto. La Constitución de 1931 supuso un avance de progreso que no se había alcanzado hasta entonces en nuestra historia. Es el antecedente inmediato de nuestro texto constitucional ya que, gran parte de lo regulado en ella aparece en la Constitución de 1978.

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La Constitución de 1931 fue la primera de nuestra historia que avanzó en la descentralización del poder, al reconocer la autonomía política de las regiones (Estado regional), superando por primera vez el Estado unitario, que había sido la forma de Estado en todas las Constituciones del siglo XIX. Fue la primera plenamente democrática, al reconocer la soberanía popular, lo que se tradujo en el reconocimiento del sufragio universal pleno, posibilitando así por primera vez el derecho al voto de las mujeres. Además, estableció una amplia tabla de derechos fundamentales, no solo los políticos y civiles clásicos, sino también los económicos y sociales. Y, sobre todo, fue la primera en establecer un sistema de garantías de los derechos fundamentales, hasta entonces inédito: un Tribunal de Garantías Constitucionales, el antecedente de nuestro actual Tribunal Constitucional. La primera que recogió la laicidad del Estado, al proclamar que «el Estado no tiene religión oficial», único antecedente histórico de nuestro actual Estado aconfesional. Otras de sus características -el sistema parlamentario de Gobierno y el acento en la economía social- fueron posteriormente recogidas en la Constitución de 1978. En definitiva, nuestra actual democracia retomó el régimen democrático, descentralizado, laico y de libertades y justicia social que inauguró la Constitución de 1931. Frente a revisionismos históricos infundados, nuestra democracia debe reaccionar y reivindicar una Constitución que fue un ejemplo para su época y la base sobre la que se edificó nuestra Constitución de 1978. La II República fue atacada violentamente por un golpe militar de libro por parte de unos militares que no respetaron su juramento de defensa de la República, que desembocó en una guerra, tras la que se implantó una dictadura que trajo mucha muerte, represión y sufrimiento. Mientras que la II República llegó sin derramamiento de sangre, la dictadura desde el primer momento fue cruelmente sangrienta. Además una democracia nunca es responsable de un golpe militar ni tampoco un Gobierno legítimo, surgido en unas elecciones democráticas, como lo fueron las de febrero de 1936, puede ser calificado como un bando. No viene mal recordar estas reflexiones.

Hoy quiero referirme a un aspecto de la II República, que para mí era totalmente desconocido, como fue el debate entre los diputados electos en junio de 1931 sobre un sistema bicameral o unicameral en la Constitución de 1931. He podido conocerlo a través del artículo del 2016, El dilema unicameralismo-bicameralismo en la Segunda República española de Miguel Ángel Gímenez Martínez, profesor de la Universidad de Castilla –La Mancha. Es doctor en Historia Contemporánea y especialista en historia política y constitucional del siglo XX en España y ha centrado su investigación en las instituciones parlamentarias. Me basaré fundamentalmente en el citado artículo, aunque también recurriré al libro espléndido del exprofesor de la Universidad de Zaragoza Carmelo Romero Salvador Caciques y caciquismo en España (1834-2020).

Metámonos en el tema del debate constitucional de la Constitución de 1931, aunque es pertinente realizar una breve introducción histórica. En las 8 constituciones de nuestra historia ha predominado un sistema bicameral: el Congreso de los Diputados y el Senado. Las excepciones han sido la Constitución de Cádiz de 1812 y la de la II República de 1931. En todas las demás: el Estatuto Real de 1834, y las de 1837 (progresista), 1845 (moderada), 1869 (progresista), 1876 (moderada) y la actual de 1978 (no me atrevo a calificarla en principio, que cada cual lo haga como le parezca oportuno) han existido dos Cámaras. Las razones de una segunda Cámara (Senado) en los estados federales se argumenta que es para representar a cada uno de los estados, mientras que la primera Cámara (el Congreso de los Diputados) representa los intereses generales de los ciudadanos. En los estados centralistas, que ha sido España desde 1834 a 1923- con la excepción de la República federal de 1873- las justificaciones de esa segunda Cámara -el Senado- han sido otras, la de servir de contrapeso al hipotético radicalismo del Congreso y de fortalecer el poder de la Corona. La polémica histórica entre unicameralismo y bicameralismo es, en fin, inseparable de posiciones políticas concretas: de hecho, la mayoría de los bicameralistas fueron siempre conservadores, mientras que las posiciones monocameralistas quedaron normalmente defendidas por la izquierda.

Coincidiendo con la crisis de la Restauración diseñada por Cánovas del Castillo, se observa un incremento de la atención sobre este punto. Así, desde finales del siglo XIX aparecen voces entre la izquierda socialista y los sectores liberales más progresistas que abogan por la democratización del Senado, y en los primeros decenios del siglo XX comienza a negarse la propia existencia de una segunda cámara. Por un lado, algunos liberales defensores del mantenimiento de la Constitución de 1876 apuntan la necesidad de reformar la composición del Senado dotándolo de un perfil organicista. Otras figuras progresistas, sin embargo, creerán que un simple cambio en el método de reclutamiento de los senadores no es suficiente para solventar los daños estructurales del sistema y piden reformas más profundas en el edificio constitucional.

Los partidarios de suprimir la segunda cámara engrosan considerablemente sus filas a finales de los años veinte, con motivo de la discusión de los proyectos constitucionales de la dictadura de Miguel Primo de Rivera. Muy pocos son los defensores de un Senado en línea con lo establecido por la Constitución de 1876. Solo algunos políticos restauracionistas como Gabino Bugallal, Antonio García Alix o Juan Muñoz Casillas se mostrarían partidarios de una segunda cámara elitista. Sin embargo, un Senado de estas características se encontraba ya muy desprestigiado debido a la preponderancia de la componente aristocrática en el sistema de reclutamiento de los senadores, en constante crecimiento en los últimos años de la Monarquía alfonsina por el incremento de los títulos concedidos por la Corona, irregular forma de pagar servicios y granjearse apoyos. El viraje conservador de la Restauración canovista conllevó a que en la Constitución de 1876 se recuperaron los modos antiguos de reclutamiento de los senadores. Por un lado, volvían los que eran por derecho propio-miembros de la familia real, gran nobleza y altos cargos del ejército, de la iglesia y de la judicatura; por otro, los nombrados vitaliciamente por la Corona, a propuesta del gobierno; y, por último, 180 electos por distintas instituciones. Se exigía tener 35 años y una renta de 20.000 pesetas o 7.500 de sueldo. Por todo lo expuesto, es evidente que el Senado fue una Cámara dependiente en grado sumo de la Corona, y que le sirvió para premiar a jerarcas eclesiásticos, militares, políticos, académicos…y, sobre todo, a nobles. Durante los 50 años de la Restauración canovista, más del 40% de los senadores vitalicios, nombrados por el la Corona eran nobles. La mayor parte de la nobleza tuvo asiento en el Senado. Lo que no significa que fuera asidua su presencia. Tal como nos cuenta Carmelo Romero según determinadas y amenas fuentes documentales: la votación al discurso de la Corona, en la que el Gobierno presentaba su programa, la media presencial durante el reinado de Alfonso XIII no superaba el 60%. Era un cargo para lucimiento, no para trabajar por el bien de España. J.M. Díaz en 1851 en Los españoles pintados por sí mismos, escribía irónicamente “las tres circunstancias más indispensables para ser senador eran tener 40 años, tener gota y no pensar”. Por ello, pasado el tiempo, no es de extrañar que el Senado fuera llamado como “cementerio de los elefantes”, donde iban además de los citados, los políticos apartados de la primera línea de la política. ¿Esta última afirmación se puede aplicar al Senado de 2024?

La conveniencia de que el sistema parlamentario se desarrollara en el marco de una o dos cámaras daría lugar a intensas polémicas durante el período e elaboración de la Constitución de 1931, las cuales se prolongarían a lo largo de todo el período republicano. Ya desde el primer momento el problema se planteó como una decisión que traería serias consecuencias para el funcionamiento del régimen. La primera huella del conflicto se encuentra en el Anteproyecto de Constitución de la República Española (ACRE) elaborado por una Comisión Jurídica Asesora nombrada a instancias del Gobierno provisional. En dicho anteproyecto se optó, mediante una débil mayoría en su seno, por una solución bicameral, con un Senado de base corporativa-sindical que completara la representación política del Congreso de los Diputados con una cierta representación de intereses. La segunda cámara tendría 250 miembros: 50 elegidos por las provincias o por las regiones; 50 por las representaciones obreras de la agricultura, la industria y el comercio; 50 por las representaciones patronales; 50 por las asociaciones de las profesiones liberales; y 50 por las Universidades, centros de enseñanza y confesiones religiosas. Sin embargo, la Comisión de las Cortes encargada de elaborar el Proyecto de Constitución de la República Española (PCRE) se inclinaría, aunque también por muy escasa mayoría, por la Cámara única. La Comisión constitucional desechó, en este punto, el ACRE y trabajó, por el contrario, sobre la base del voto particular encabezado por Matilde Huici. Así, el PCRE estableció el unicameralismo con los votos particulares y enmiendas favorables al Senado de José María Gil-Robles (agrario) y Jesús María de Leizaola (nacionalista vasco), Ricardo Samper y Justo Villanueva (ambos radicales), Juan Castrillo (progresista), Manuel Ayuso (federal), Antonio Royo-Villanova (agrario), José Terrero (radical) y Bernardino Valle (federal). El 27 de octubre de 1931, al discutirse el artículo 49 del PCRE, se acordó la supresión del Senado por 150 votos contra 100. El carácter monopolista y exclusivo del Congreso de los Diputados quedó así reforzado por completo. Y ello se debió, sobre todo, a las preocupaciones por fortalecer y democratizar las instituciones parlamentarias. Mientras que los defensores del Senado utilizaron argumentos de índole técnica y funcional, los partidarios de la cámara única se apoyaron fundamentalmente en razones democráticas que impregnaban buena parte de la ideología republicana. El artículo 51 de la Constitución de 1931, siguiendo el modelo de la Constitución de Cádiz, afirmaba de forma taxativa que «la potestad legislativa reside en el pueblo, que la ejerce por medio de las Cortes o Congreso de los Diputados».  El criterio adoptado por los constituyentes de 1931 era idéntico al que impulsó la generalización del unicameralismo en el nuevo constitucionalismo europeo posterior a la Gran Guerra. Por entonces ya era indudable la decadencia de los Senados, que habían pasado de ser segundas cámaras a «Cámaras secundarias», y predominaban las modernas tesis de Carl Schmitt, para quien la democracia era incompatible con la dualidad de cámaras. Sin embargo, lo particular del caso español es que un simple recuento de las opiniones manifestadas por los diputados en las Cortes Constituyentes indica que los partidarios del Senado no estaban en minoría. El ambiente, en un principio, parecía favorable a las dos Cámaras, pero, como apreciaba el cronista parlamentario Arturo Mori, «ya se ha visto otras tardes que, en un momento dado, cuando menos se espera, surge el incentivo izquierdista y ocurren las cosas de modo muy distinto a como se iniciaran». Pueden identificarse tres circunstancias que impidieron el éxito final de esas opiniones favorables. En primer lugar, la inhibición de algunos grupos de derecha que, tras la aprobación del polémico artículo 26 de la Constitución, sobre la cuestión religiosa, decidieron abandonar las sesiones. Con esa actitud, al llegar los debates sobre la organización del Estado, las propuestas para el establecimiento del Senado se vieron privadas de unos votos que hubieran podido ser decisivos. En segundo término, las diferencias surgidas en torno a la configuración de la segunda cámara entre sus partidarios debilitaron considerablemente sus energías. Así, mientras una mayoría de Grupos Parlamentarios estaba decidida a introducir alguna forma de bicameralismo, no fueron, sin embargo, capaces de llegar a coincidir sobre la composición y facultades del Senado. Al iniciarse los debates sobre la totalidad del dictamen constitucional, se mostraron partidarios de introducir dos Cámaras las siguientes fuerzas políticas: Federación Republicana Gallega (FRG), Partido Republicano Progresista (PRP), Partido Republicano Democrático Federal (PRDF), Esquerra Republicana de Catalunya, Partido Republicano Radical (PRR), Partido Republicano Liberal Demócrata (PRLD), Partido Republicano Radical Socialista (PRRS), los agrarios y la minoría vasco-navarra. En contra se mostraron desde el principio el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), Acción Republicana (AR) y la Agrupación al Servicio de la República (ASR). Estas posiciones se mantendrían prácticamente inalterables en todo momento a excepción de la manifestada por los radical-socialistas, que, por boca de Félix Gordón Ordás, comenzaron proponiendo un «Consejo Económico Federal» y acabaron engrosando, en los momentos decisivos, la lista de votantes favorables al unicameralismo. En tercer y último lugar, la rígida disciplina interna del Grupo Parlamentario Socialista impediría a un sector importante de éste engrosar las filas de los bicameralistas. En efecto, la opinión del PSOE sobre el tema no era, ni mucho menos, unánime, pues destacadas figuras del partido abrigaban el deseo de completar la representación política e ideológica con la de los intereses económicos y sociales.

El bicameralismo fue defendido con argumentos clásicos, que se habían esgrimido en todos los procesos constituyentes españoles y con argumentos nuevos que empezaban a utilizarse en ciertos ámbitos académicos y en otros países. Sin embargo, se impuso el criterio unicameral, apoyado en consideraciones de muy diverso signo que sintetizó Jiménez de Asúa en su discurso de presentación del proyecto de Constitución ante las Cortes. En concreto, adujo estas cinco razones: 1ª, consideraba a las Cámaras Altas como un «recuerdo de antaño que el tiempo barrerá», ya que «van cayendo y quedando como huellas y residuos»; 2ª, estimaba que el sistema bicameral es «sobremanera nocivo», porque «obstaculiza las leyes progresivas», retrasando el profundo cambio que necesitaba la sociedad española; 3ª, también era perjudicial porque los previsibles enfrentamientos entre ambas cámaras se convertirían en un estorbo para la buena marcha de la actividad legislativa, debilitando al Parlamento, que podía de esta manera ser «pasto de un poder ejecutivo acometedor»; 4ª, en otro orden de ideas, argumentaba que la dualidad de Cámaras era contraria al ideal democrático, ya que «éste descansa en el supuesto de la igualdad del pueblo como unidad y una Cámara Alta pondría en peligro esta unidad»; 5ª, por último, citando expresamente a Sièyes, afirmaba que el Senado en un sistema democrático no tenía sentido, ya que «si las dos Cámaras van unidas y representan la voluntad popular, una sobra; si la otra se opone, entonces no representa la volonté générale, que es lo que debe representar el poder legislativo». El discurso de Jiménez de Asúa concluía poniendo de manifiesto el motivo central que había materializado el rechazo al Senado: «No es, pues, posible mantener el viejo Senado, porque si hoy quisiéramos resucitar con el Senado el lugar en donde las excelencias de edad, de cultura o de riqueza estuviesen representadas, estableceríamos un concepto diverso, antiigualitario, incompatible con el sistema democrático; y si lo que se quiere hacer con el Senado es establecer una cámara en donde se resuelvan los conflictos entre el capital y el trabajo, lejos de hallar una solución, se ahondarían más profunda, más fuerte, más insondablemente los antagonismos entre los dos elementos». Todos los argumentos empleados por los bicameralistas fueron desmontados sistemáticamente por los partidarios del unicameralismo, a la postre triunfante.

Tras la descripción resumida del debate parlamentario sobre unicamealismo o bicameralismo, podemos plantearnos la siguiente pregunta: ¿Cuál hubiera sido el devenir de la II República con un sistema bicameral en la Constitución de 1931? Esto supondría realizar un ejercicio de historia contrafactual, que consiste en imaginar escenarios alternativos que respondan a la pregunta, ¿qué hubiera pasado si-? Numerosos historiadores critican duramente la historia contrafactual, considerándola como un mero ejercicio de salón, una patraña ahistórica, juegos inconsecuentes, pura literatura, basura imposible de respetar académicamente, como también que «la historia no conoce el si». Según el historiador británico E.H. Carr «La historia es el registro de lo que la gente hizo, no de lo que dejó de hacer». Estos calificativos tan negativos pueden deberse a que los historiadores tratan de explicar el pasado de una manera total y definitiva. La historia contrafactual es interesante metodológicamente, al obligarnos a pensar en las distintas posibilidades que han existido en un momento determinado. De esa forma, captamos mejor la incertidumbre y la fluidez del pasado, y así lo entendemos mejor como proceso impredecible, incierto y, hasta un punto, abierto. Como señala Santos Juliá «La metáfora de las dos Españas, vieja y joven, oficial y real, muerta y vital, se convirtió durante la guerra en la base de una nueva versión del gran relato de la historia de España como una tragedia, como destino inexorable de un enfrentamiento a muerte entre dos principios eternos y excluyentes». Mas, los acontecimientos humanos son mucho más complejos, ya que no se pueden predecir de una manera determinista, tal como señala el marxismo y la Escuela de los Anales.

Como conclusión final, merece la pena fijarnos en nuestra Constitución. Se impuso un sistema bicameral. Senado y Congreso de Diputados. Y tal como hemos analizado esa polémica histórica entre unicameralismo y bicameralismo es, en fin, inseparable de posiciones políticas concretas: de hecho, la mayoría de los bicameralistas fueron siempre conservadores, mientras que las posiciones monocameralistas quedaron normalmente defendidas por la izquierda.

Llegamos a nuestra democracia. La Ley para la Reforma Política de 1976 restableció el bicameralismo, y, por tanto, el Senado, que no estaba en la Constitución de la II República de 1931. Los argumentos justificativos del restablecimiento del Senado variaron respecto al pasado, incidiendo, a pesar de seguir siendo un estado centralista, que serviría para representar los territorios. Por ende, todas las provincias tendrían los mismos senadores, independientemente de su población. No era la motivación territorial, el único ni quizás el motivo principal. Ante las incertidumbres de los resultados de las primeras elecciones en la práctica constituyentes, tras 40 años de dictadura, se asignó a todas las provincias los mismos senadores, lo que favorecía las opciones conservadoras, dado que las posibilidades de la izquierda eran muy superiores en las de mayor población que en las de menor. En las 10 provincias de mayor población la UCD solo ganó en Murcia y La Coruña -en Madrid y Barcelona no tuvo representación-, mientras que en las 10 con menos población ganó en todas salvo en Soria. En definitiva, se trataba de darle al Senado un carácter conservador para que, según los resultados del Congreso, pudiera, como en el pasado, servir de dique de contención ante cualquier atisbo de radicalismo político y más en un proceso constituyente. En el primer Senado constituyente cabe recordar que se le concedió al Rey designar a 41 senadores. Entre ellos  hubo políticos, que habían sido procuradores en las Cortes franquistas, de ellos seis miembros del gobierno de Suárez -Abril Martorell, García López, Lavilla, Martín Villa, Oreja y Osorio-, el expresidente de las Cortes, Torcuato Fernández Miranda, los alcaldes de Madrid y Barcelona. Representantes del gran capital, como Alfonso Escámez; de las empresas periodísticas, Luca de Tena de ABC; Zelada de Editorial Católica; generales y almirantes, juristas y del mundo de la cultura, como Camilo José Cela, el cual no debía tener mucho interés por los debates constitucionales.

Una vez aprobada la Constitución de 1978 y con el Estado de las autonomías, las provincias sin cambio siguen siendo el marco territorial de elección de los senadores. Obviamente ya no hay designación real, aunque ese papel lo han asumido los parlamentos autonómicos, a razón de un senador por comunidad autónoma y uno más por cada millón de censados en la comunidad, tal como lo establece la Constitución en su artículo 69.5. El número de senadores es variable, aunque en grado menor, siendo hoy 261, de los que 57 nombrados por los parlamentos autonómicos. Este procedimiento de designación por parte de los parlamentos autonómicos ha sido desde el principio un instrumento de los partidos políticos para premiar trayectorias políticas, o para darles un puesto bien remunerado a quienes no lo alcanzaron en otras instituciones.

Por ello habría que determinar para qué sirve un Senado. Cuando el entonces senador Manuel Fraga tenía que explicar por qué debe existir un Senado, tiraba de una anécdota de los padres de la Constitución de Estados Unidos. Durante la Convención de Filadelfia de 1787, George Washington, al igual que Thomas Jefferson, defendía que hubiera una sola Cámara: “Si hay dos, o dicen lo mismo o dicen lo contrario, las dos cosas son contradictorias con el buen funcionamiento del Estado”. Irrefutable. Si las dos cámaras opinan igual, la segunda es innecesaria. Y si opinan distinto, el sistema se paraliza. Lo estamos constatando en estos momentos con la tramitación de la Ley de Amnistía.

Fuente: https://www.nuevatribuna.es/articulo/cultura—ocio/debate-unicameralismo-bicameralismo-cortes-segunda-republica/20240121114504222349.html