Si ya es absurdo tener que soportar que los militares impongan inútiles desfiles (¿saben esos marciales servidores de la patria, por ejemplo, lo que está ocurriendo con los astilleros?) que no sirven más que para cargar el presupuesto del país, los festejos castrenses de este año en España han culminado otro ridículo, y han hecho […]
Si ya es absurdo tener que soportar que los militares impongan inútiles desfiles (¿saben esos marciales servidores de la patria, por ejemplo, lo que está ocurriendo con los astilleros?) que no sirven más que para cargar el presupuesto del país, los festejos castrenses de este año en España han culminado otro ridículo, y han hecho más urgente, si cabe, la necesidad de prohibir esos desmanes. Porque, atónito, el país entero presenciaba cómo, con lo que ha llovido, sin avergonzarse, participaban en esa extravagante bufonada en Madrid tres mil quinientos militares a pie, 92 aeronaves, y más de 300 vehículos de todo tipo. Un gasto imprescindible, según el ministro Bono, que todavía no sabe que los ejércitos contaminan.
Si los preparativos habituales de la marcha son un disparate, el estreno de José Bono en su cargo de ministro de Defensa no podía ser más que un esperpento. El ministril, que parece empeñado en no olvidar su pasado en el Frente de Juventudes, ha traído, así, a un veterano de la División Azul (ya saben, esa benemérita agrupación militar que fue a echar una mano a Hitler y a la Wehrmacht, cuando atacaron a la Unión Soviética) para hacer «que reine la concordia». Eso dijo el ministro. Bono, que, al parecer, es dueño de la inteligencia de un lamelibranquio, ha tenido la desfachatez, para justificar su despropósito, de decir que, en España, después de todo, «si se excluye a quienes alguna vez vitorearon a Franco, se quedan cuatro». Bono mentía a conciencia, y lo sabía, pero debió balbucear esas palabras mientras miraba a Juan Carlos de Borbón, que algo sabe de aclamaciones y reverencias al caudillo.
No contento con ello, y a la vista del cisco que ha montado en el país, Bono (ducho en apagar incendios con gasolina, y revelándose como un aventajado alumno del inolvidable ministro Trillo) ha tenido otras ocurrencias. Para contestar a Gaspar Llamazares, que le había recordado al ministro de Defensa el disparate de poner al mismo nivel a víctimas y verdugos, y al antiguo secretario general del Partido Comunista de España, Santiago Carrillo, que, vista la lógica del pasacalle militar, preguntó públicamente si también hubiera invitado a Hitler al desfile, si éste estuviera vivo, a Bono no se le ocurrió nada más que decir, según los periódicos, que: «Ni a Hitler, ni a Stalin, ni a ninguno de los asesinos y genocidas que en el mundo han sido».
Mientras tanto, ya metidos hasta el cuello en la charanga, y por si faltaba algo, Juan Carlos de Borbón llegaba a presidir el desfile de esos inútiles ejércitos directamente desde Rumanía, donde había estado cazando osos, al módico precio de tres millones y medio de las antiguas pesetas por ejemplar. Por lo visto, Juan Carlos de Borbón mató cinco osos y dos jabalíes, lo que unido al gasto de los juerguistas habituales que le acompañan, más las dietas por desplazamiento, nos ha puesto la excursión en un pico. Y después hablarán de las dificultades de la Hacienda pública. Claro que no hay que olvidar que era un viaje de Estado. De manera que, algo cansado, Juan Carlos de Borbón, con fajín y guante blanco, y el heredero, ese Felipe, con banda, rodeados de la familia, miraban el desfile. Vaya cuadro, entre el veterano y el soberano. Y después dirán que los jóvenes hablan de los parásitos sociales.
Así que, culminada la burla a los ciudadanos españoles, sólo nos queda la esperanza de que hagan callar a Bono, y, a ser posible, que el Estado Mayor de los ejércitos le ofrezca un empleo en un cuartel: es probable que cualquier sargento gritón le haga aprender algo, ahora que, al menos, esos chusqueros saben también leer. Y, puestos a pedir, de paso, que el monarca organize los desfiles en la Zarzuela, ataviado con las pieles de oso que ha cazado, y que le ayude Bono, sin que diga una palabra más, porque es urgente hacerle saber, antes de que sea demasiado tarde, que más vale permanecer callado y parecer estúpido, que abrir la boca y disipar toda duda.