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India, un pueblo milenario

El despertar de una potencia

Fuentes: Clarín: Revista de Cultura

En búsqueda del milagro económico, India atraviesa múltiples conflictos de orden étnico, imperialista o nacionalista. Batallas sangrientas, magnicidios, millones de refugiados dentro y fuera de sus fronteras, genocidios y clima de franca hostilidad con algunos vecinos no han logrado desdibujar la certeza de que la India es una pieza clave para poder imaginar el mundo que vendrá.


Peregrinos en el Ganges:
Un monje toca el cuerno para convocar a la oración en Gangasagar. Un país tan religioso como lleno de conflictos.

 

Cinco en punto de la tarde. En casi cualquier parte del mundo se activa uno de los más poderosos rituales de la globalización moderna: la hora del té. Sin embargo este acto superlativo de «lo british», símbolo de lo occidental y lo civilizado, gira en torno a esas hebras perfumadas y exóticas, pero sin duda alguna asiáticas, y muy probablemente indias. «Podemos perder todos nuestros dominios y sobrevivir, pero si perdemos la India, nuestro sol se ocultará tras el horizonte», dijo lord George Curzon, virrey entre 1899 y 1905 de esa zona del planeta considerada la Joya de la Corona del imperio victoriano, que ya condensaba a inicios de la Primera Guerra Mundial casi una quinta parte del capital de ultramar invertido por Londres. En cierta medida, Inglaterra llegó a ser una potencia gracias su experiencia, pero también a una particular interdependencia mutua, adquirida en su conquista y dominio de ese subcontinente que hoy se reparte entre la India, Pakistán, Bangla Desh y Sri Lanka.

Ya desde antes, esta zona condensaba tantas ambiciones y fantasías para los europeos que el descubrimiento de América y de sus «indios» no fue otra cosa que un decepcionante error por alcanzar sus costas y riquezas. Si bien la Europa del siglo XVII tenía muy poco que ofrecer a los desarrollados y variados mercados de los principados y reinos indios, a mediados del siglo XVIII las telas indias estaban vistiendo a la mayor parte del mundo conocido. El gran invento que permitió esto fue la creación de la Compañía de las Indias Orientales: una de las iniciativas empresariales privada e independiente más exitosas del naciente capitalismo, y que logró ser casi un Estado indio más en el dinámico y complejo comercio triangular de sedas, algodones, especias y opio entre la vieja Londres, la nueva Calcuta y el otro gran polo mundial que es China. Este exitoso «join venture» llegó a contar en 1800 con casi un tercio de su financiamiento proveniente de capitales locales aportados por los variados gobiernos, príncipes y aliados indios asociados.

Este sistema duró casi cien años, hasta que el abaratamiento textil por las industrias de Lancashire, en Gran Bretaña, así como las bajas entre civiles blancos, en 1857, durante la revuelta del ejército indígena de la Compañía conocido como los «cipayos» (ampliamente cubierto por la prensa británica y comentado por el entonces columnista del New York Daily Tribune, Karl Marx), convencieron al Estado británico de avanzar en un control más directo, administrativamente más definido, y comercialmente más penetrante.

Este nuevo sistema de soberanía disparó un complejo e inusual tinglado «científico» de censos, clasificaciones y mediciones poblacionales, destinado a implantar un eficiente sistema de fronteras y límites en una sociedad sumamente heterogénea y de múltiples entrecruzamientos. El historiador Gordon Johnson, editor de la New Cambridge History of India, explica: «La visión de finales del siglo XIX (…) dividía la sociedad india en grupos coherentes que podían ser utilizados como bloques de construcción en juegos políticos y culturales: ‘campesinos’, ‘terratenientes’, ‘musulmanes’, ‘tribus criminales’, ‘intocables’, y una miríada de otras descripciones sociales, fuera cual fuese la base sobre la que se creaban, adquirieron vida propia».

Las bases para un sistema de dominación indirecto y segregacionista serían perfeccionadas y elevadas a una etapa superior del imperialismo en la conquista africana, y quizás sigan presentes hasta hoy, por medio de renovadas políticas imperiales. Paradójicamente, este eficiente colonialismo del Raj logró que fueran los mismos indios los que financiaban y contribuían a mantener los intereses de la corona. De Palestina a Sudáfrica, de Aden a Singapur, miles de administradores y soldados indios formaron parte del sistema imperial: durante la Segunda Guerra, lucharon más de un millón de indios, y más de 60 mil murieron en los frentes extranjeros.

«Hasta cierto punto, el gobierno británico unió a los pueblos del subcontinente como nunca antes lo habían estado, pero también los dividió como nunca antes en grupos antagónicos que competían por la supervivencia», aclara Johnson. Esta novedosa maquinaria, centralizada y muy redituable, exacerbó las diferencias, evitó cambios radicales e incluso retuvo, en ciertas ocasiones, el desarrollo, generando desequilibrios y problemas. También dejó una impronta mucho más ambivalente y difusa, al sentar una plataforma de representación casi continental sobre la que se verían reflejadas las demandas, y también los conflictos, posteriores.

Unión y desintegración

Hace 50 millones de años, la placa tectónica de la India chocó con el resto del continente asiático, generando el Himalaya, el Tíbet y el Karakorum. En esas zonas, la India sigue «colisionando» hoy políticamente con sus vecinos. Luego de la Segunda Guerra Mundial, el nacionalismo iniciado ya desde 1885 por el Congreso Nacional indio, hizo eclosión definitiva. Si bien esta región, de un tamaño y una diversidad abrumadoras, siempre estuvo sujeta a múltiples fuerzas culturales, religiosas y políticas centrífugas, hasta entonces la «indignidad» planteada por el Congreso podía aunar estas diferencias, gracias al liderazgo organizativo y espiritual del abogado Mohandas mahatma («gran alma») Gandhi. Pero el desarrollo de instituciones representativas y democráticas durante la administración colonial llevó a que la población musulmana india, una quinta parte del total, comenzara a albergar la posibilidad de cierta autonomía, a través de la Liga Musulmana, liderada por Muhammad Jinnah.

En 1939, la Liga ya había rechazado cualquier forma de sistema federal futuro, y al año siguiente solicitó la creación de «estados independientes» para hindúes y musulmanes. En agosto de 1947, ante los conflictos entre las dos comunidades, Londres transfirió el gobierno, creando los estados de la India y Pakistán. Pero la solución perpetuaría el conflicto: el nuevo estado musulmán no tendrá continuidad territorial, un Pakistán Occidental permanecía separado por 1.500 kilómetros de territorio indio del otro, el Pakistán Oriental (algo similar a lo que ocurriría poco después con el mandato británico en Palestina). Así también, el río Indo dejaba de estar dentro de la India.

Dos de las regiones más pujantes del subcontinente, Bengala y el Punjab, iban a ser seccionados por estas nuevas fronteras, generando una de las mayores migraciones masivas de la historia: 15 millones de personas, entre musulmanes e indios, y un saldo de entre 500.000 y un millón de muertos y más de 7 millones de refugiados. El primer y mayor movimiento de descolonización del siglo XX comenzaba de manera desastrosa. Algunos principados tuvieron que elegir los bandos. Como el de Hyderabad, que se unió a la India en 1949. En Cachemira, aunque casi el 90% de su población era musulmana, el gobernador hindú aceptó fusionarse con la India, lo que generó la rebelión de los musulmanes del noroeste, pro pakistaníes.

Una «línea control» establecida en ese momento separó la región en dos zonas de influencia, pero esto no pudo evitar una segunda guerra indo-paquistaní en 1965, que costó más de tres mil bajas en cada bando. La tercera guerra indo-pakistaní se desató cuando Nueva Delhi intervino en la guerra civil entre los dos Pakistanes en 1971, y finalizó con la transformación de Pakistán Oriental en el independiente Bangla Desh.

Un camino ascendente

Tras el asesinato de Gandhi, angustiado por estos hechos («Mientras viva -dijo- no aceptaré jamás la partición de la India»), fue su seguidor Pandit Nehru el gran arquitecto de la India moderna. Pese a colocarla a la vanguardia de los «Países no Alineados» en el tenso marco regional de la Guerra Fría, Nehru mantuvo una política próxima a la URSS. Su economía planificada y el reacomodamiento de las fronteras internas dentro de una lógica lingüística y cultural más acorde con la realidad, marcaron el ritmo del país como una incuestionable potencia emergente. A mediados de los 70 la India mostró que poseía la bomba atómica y disparó así un nuevo equilibrio político y una peligrosa carrera armamentista. Pero fue ya finalizada la Guerra Fría cuando el tema se puso realmente caliente: China, que ya había mantenido una pequeña guerra con la India en 1962 por problemas limítrofes, ayudó a Pakistán a desarrollar su programa nuclear militar.

En 1998 suena por primera vez la detonación de la primera «bomba atómica musulmana». Así, el comienzo del milenio hará que la disputa en Cachemira -región sobre la cual los tres países mantienen reclamos territoriales- adquiera una dimensión inusitada. El tema no sólo es el punto de contacto de tres potencias atómicas, sino también de los dos países que, juntos, reúnen casi el 30 por ciento de la población total del planeta; y asimismo constituye la línea de fractura de tres mundos «culturales» bien diversos: hindúes, musulmanes y budistas.

«Hay un dilema en la nuclearización de la India y Pakistán, y es que en un conflicto territorial como el que mantienen, el uso disuasivo y táctico de la bomba pierde sentido; la bomba es inutilizable. Tenerla responde más a hacer efectivo un nuevo equilibrio de poder en la región, a alcanzar finalmente un estatus de potencia local», explica el especialista en relaciones internacionales Khatchik Derghougassian.

La invasión de Irak, la amenaza iraní, el desafío chino, el resurgir del talibán afgano y la insistencia rusa por resucitar su influencia «soviética» han generado un nuevo movimiento de piezas de este Gran Juego asiático. Estados Unidos, consciente de su fin como «llanero solitario» de la unipolaridad, necesita nuevamente de aliados ante la crisis financiera mundial. Indiscutiblemente India, la «mayor democracia del mundo», es hoy la elegida. Lo que no le impide a Washington seguir apoyando a la vez a la poderosa e influyente elite militar pakistaní que controla el país.

La invocación del caos y la desestabilización nunca dejaron de estar al día en la región, como lo han demostrado los últimos atentados pro pakistaníes en Bombay en 2008. Las sombras de los «políticos de Dios», entre otras, planean sobre los gobiernos seculares de ambos países (el integrismo islámico suní o talibán en Islamabad; la radicalización hinduista del partido Bharatiya Janata o el resurgir de los sijs y los tamiles, conflictos que ya costaron la vida de dos primeros ministros indios). Las cosas aún están por definirse entre el Himalaya y el Indico. Cuando llegue el momento, el gigante indio se despertará con un grito que será imposible no escuchar.

Fuente: http://www.revistaenie.clarin.com/notas/2009/09/12/_-01996069.htm