A Santiago Alba Rico le sorprendió el estado de alarma en una pequeña localidad de Ávila y allí continúa, alejado de su residencia habitual en Túnez. Desde allí atiende la llamada de este periódico para hablar sobre los escenarios de futuro que abre esta emergencia sanitaria que afecta a todo el mundo y, especialmente, a España. Sin embargo, antes de empezar, advierte: los filósofos o, al menos él, tampoco tienen respuestas concretas ni certezas. «Yo no me fiaría mucho de los filósofos», bromea.
Hay una frase que se repite estos días: el mundo después del coronavirus será diferente, será otro. Hay quien habla de una nueva época de cooperación, otros de una respuesta salvaje del neoliberalismo. ¿Qué mundo ve usted?
No sabemos cómo será el mundo después de esto y yo, obviamente, tampoco. Me interesa mucho, sin embargo, una sensación compartida por muchos. Todos vemos que el mundo no será igual y a la vez hay mucha gente que así lo desea. Que quiere que cuando todo esto acabe el mundo no vuelva a ser el que era antes. Hay un sector de la población que está dejando claro que no quiere volver a esa normalidad en la que hemos vivido en los últimos años y que yo he descrito en uno de mis últimos artículos como una enorme fantasía. Así que no sé cómo será el mundo de mañana, pero creo que ahora estamos en una encrucijada que se refleja incluso en los comportamientos cotidianos de la gente.
¿En qué consiste esa encrucijada?
Por un lado, estamos viendo una explosión de solidaridad y de reconocimiento a los médicos, sanitarios y demás trabajadores que se están exponiendo al virus para que los que estamos confinados podamos seguir alimentándonos. Pero también estamos viendo una especie de desesperación protolinchadora propia prácticamente de un estado policial embrionario. Hay una especie de pugna entre balcones linchadores y balcones solidarios que nos da la medida del mundo del que venimos. Se trata de un mundo insolidario, donde los vínculos colectivos estaban muy erosionados y donde no había un sujeto colectivo configurado que nos permitiera afrontar de manera colectiva lo que nos está pasando ahora.
También me parece relevante destacar que vivimos en un capitalismo que ha descubierto su dependencia de los cuerpos y que eso puede provocar un cambio. Pero no nos engañemos tampoco. El capitalismo tiene más recursos para reformarse que la ciudadanía desde sus balcones para contenerlo. Yo intento no ser pesimista y es cierto que esta sensación o conciencia de la que te hablaba, de que la gente no quiere volver al mundo que teníamos porque no era una normalidad feliz puede llevar a un futuro en el que estemos más preparados para afrontar catástrofes estructurales como esta. Ese es un cambio de paradigma civilizacional importante. Tenemos que ver cómo afrontamos un futuro en el que la catástrofe puede volver a aparecer.
¿Esta epidemia ha mostrado también las costuras del capitalismo? Durante mucho tiempo el foco estuvo en cifras y porcentajes sobre consumo o crecimiento económico y no en la capacidad del Estado para proteger a la ciudadanía.
Exactamente. Esta epidemia nos ha hecho descubrir una enorme vulnerabilidad. Y este descubrimiento tiene dos caras. Una es positiva. Nos permite iniciar una refundación del mundo a través de la idea de interdependencia y cooperación de todos los sujetos y de la percepción de que todos somos frágiles y que tenemos que cuidarnos. Pero al mismo tiempo, hay una cara negativa. La fragilidad puede llevar a mucha gente a exigir más seguridad y que esa exigencia sea aprovechada para que, en su nombre, se acometa un nuevo cierre del sistema que lleve a un nuevo recorte en derechos económicos y sociales y más desigualdad.
El descubrimiento de la vulnerabilidad es a la vez una maldición y una gracia. Hay que ver si podemos aprovechar esa vertiente de gracia antes de que otros lo aprovechen para acometer reformas que vayan en contra de nuestros derechos. Hay que tener en cuenta que venimos de un mundo en el que la democracia no estaba muy consolidada y se estaban dando pasos atrás en diferentes partes del mundo. Eso es un marco de partido muy inquietante. La sensación de vulnerabilidad puede llevar a la gente a pedir una seguridad total y renunciar a determinados derechos. Y eso es peligroso. Este virus ha demostrado que nadie puede darnos seguridad total. Tenemos que asumir este horizonte de contingencia y catástrofe en el que la seguridad total, como siempre ha ocurrido, es imposible
¿Qué nos estamos jugando en la gestión de esta emergencia?
Nos estamos jugando mucho. Todos. Creo que tenemos que hacer un esfuerzo muy grande para intentar no caer en la tentación de pedir sociedades más cerradas en nombre de la seguridad. Insisto en la idea de que nadie puede garantizarnos que esto no va a volver a ocurrir. Eso es muy importante y tenemos que tenerlo claro para poner las bases sobre las que abordar el mundo postcoronavirus. No podemos hacer concesiones en derechos civiles, políticos o sociales. Después del coronavirus habrá más desigualdad, más pobreza y más tensión social. Y habrá que solucionarlo, pero la solución no puede pasar por sacrificar más derechos en aras de una utopía muy peligrosa como es la de la seguridad total.
En un plano más cercano también quiero decir que yo respiro aliviado cuando pienso que esta crisis la tiene que gestionar un gobierno de coalición de PSOE y Unidas Podemos, dos partidos a los que no he votado y de los que estoy muy distanciado. Me produce alivio. Se pueden hacer muchas críticas a este Gobierno y tenemos derecho a hacerlas. Pero me alivia pensar que no es un Gobierno de derechas el que está gestionando esta crisis. Y, además, me preocupa mucho que la derecha de nuestro país esté utilizando una crisis común, que es compartida por todos, que no tiene un origen atribuible a nadie, para demonizar al Gobierno y procurar su derribo. Esto también está en juego.
Hablaba usted de dos tipos de balcones. Unos solidarios y otros reaccionarios o linchadores. Tengo la sensación de que esas dos corrientes coinciden en muchos balcones, que a las 20 horas aplauden a los sanitarios y apenas unas horas después increpan.
Es verdad lo que dices. Estamos viviendo un momento, y a medida que avanza el confinamiento se hace más evidente, en el que la sociedad se mueve entre dos extremos. Por un lado, la irresponsabilidad de unos cuantos que hacen dejación de su responsabilidad individual, componente básico para superar esta crisis. Hablo de, por ejemplo, los que un día antes de comenzar el estado de alarma se fueron a su segunda residencia. El otro extremo es esa hiperresponsabilidad que acaba estigmatizando a todo el que juzga como sospechoso o irregular. Este último es un asunto que me preocupó mucho desde el inicio. Se trata de una respuesta primitiva que asocia pecado, delito y enfermedad y que cada vez se hace más visible debido al cansancio y al miedo que se deriva de esta situación de confinamiento.
También creo que todo esto responde a la lógica que se ha ido imponiendo en virtud de la cual cada uno de los ciudadanos es responsable de frenar el contagio y, por lo tanto, potencialmente culpable de propagarlo. Necesitamos un culpable. Y hay que tener mucho cuidado con esta tendencia porque es peligrosa.
Algunas de estas actitudes a mí, personalmente, me han recordado al ‘a por ellos’ de los días previos del 1-0. Una sensación de que una parte de la ciudadanía se muestra más reaccionaria que las propias leyes represivas del Estado.
Es que venimos de ese mundo. Venimos del mundo del ‘A por ellos’. Venimos de un mundo en el que Vox no dejaba de ganar votos. Un mundo en el que hay mucha frustración y una necesidad de autoidentificación grupal o tribal que en un momento de miedo, como este, provocan que incluso quieran ir más allá de lo que la propia ley prescribe. Estamos en un momento excepcional en el que parece que el mundo va a cambiar, pero no podemos olvidar que venimos de ahí. No podemos entender nada de lo que está ocurriendo, a nivel de respuesta individual, si no lo vinculamos al mundo del que venimos.
La primera normalidad que vuelve, tras un momento excepcional, es la que ya llevamos dentro. Esa normalidad pugna con la excepcionalidad del momento que estamos viviendo, que es común. Dentro de cada uno de nosotros se da cita la excepcionalidad y la normalidad. Sólo así podemos entender el balcón que aplaude a las 20 horas y que las 22 pide represión. Por eso te decía que estamos en una encrucijada muy interesante, pero también muy peligrosa.
¿Ayuda en algo que el presidente del Gobierno utilice un marco discurso bélico o ver a militares dar ruedas de prensa con tanta frecuencia?
Me preocupa mucho este asunto. Yayo Herrero y yo firmamos un artículo en CTXT sobre esto. Creo que no ayuda en nada y lo considero un error importante. Se puede entender el error porque las metáforas también son virales y el Gobierno de Italia ya lo había hecho antes y el francés también lo hizo. Pero creo que este Gobierno no lo pensó bien. Es peligroso e impropio de un Gobierno como este. A pesar de mis reservas con este Gobierno, se trata de un Ejecutivo en el que muchos confiamos para aminorar los efectos de esta emergencia sanitaria y de la crisis económica de la que veníamos. Creo que este discurso belicista alimenta esa normalidad negativa de la que hemos hablado antes.
La respuesta a esta emergencia solo tiene dos caras: cooperación institucional y responsabilidad individual. Eso no encaja de ninguna manera en el marco discursivo de una guerra. Y, ojo, con esto no quiero decir que no sea necesario utilizar el Ejército, su experiencia y sus recursos. El problema es discursivo. No es adecuado utilizar un marco que es incompatible con el hecho de que la única causa superior en juego es la salvación de todos y cada uno de las potenciales víctimas del virus. El marco discursivo bélico alimenta esa actitud de los balcones represores o linchadores. Esas personas se consideran a sí mismas soldados, que es lo ha llegado a decir el JEMAD.
Yo no creo que todos seamos soldados. Creo que tenemos que ser ciudadanos responsables. Y a los ciudadanos irresponsables no hay que declararles la guerra. Solo hay que cumplir la ley y ya. No son enemigos. Aquí no hay ningún enemigo. Ni siquiera el virus. El virus solo puede ser tratado como enemigo dentro de una metáfora. Pero fuera de ella es un asunto peligroso.
El discurso bélico para hablar del coronavirus, además, hace el juego a los que quieren aprovechar esta crisis para militarizar la vida pública o reducir los derechos civiles y democráticos. Y eso es algo que sabemos perfectamente que no quiere este gobierno de coalición. Un estado de guerra es un estado de excepción en el que hay un enemigo y una identidad de grupo. Aquí no hay nada identitario. No protegemos a los nuestros frente a otros y menos a través de las armas. Hay un montón de médicos, de sanitarios, que están tratando de protegernos a todos y no son soldados.
La victoria en una guerra pasa por derrotar o aniquilar al adversario. Pero en esta situación lo que se nos está pidiendo es completamente lo contrario: que nos cuidemos a nosotros mismos, pero también a todos los demás.
Exacto. Esa es la base de lo que estamos viviendo. No se trata de combatir al otro sino de protegerlo. Tenemos que hacer mucho hincapié en esto. Tenemos que invertir la fórmula. No se trata de protegerse a uno mismo para protegerse a los demás. Yo creo que es al revés. Tenemos que proteger a los otros para protegernos a nosotros mismos. Entiendo que es más fácil de aceptar que uno tiene que protegerse a sí mismo para, de paso, cuidar al resto. Pero sería bueno recordar que en estos momentos nuestra protección global pasa por la inversión de esa fórmula: protegiendo a los otros nos estamos protegiendo a nosotros mismos. Por tanto, lo prioritario es proteger al otro. Y eso es incompatible con cualquier metáfota bélica.
Sería muy bonito, desde luego, estar en una trinchera y poder decir que la mejor manera de protegerse es no disparar al otro. En ese mismo instante dejaría de haber guerra. Estamos en la antítesis de una guerra.
Ha hablado de que se atisban dos tendencias para el mundo que viene. Una más cooperativa e interdependiente y otra más autoritaria. Los que apuestan por la primera, ¿para dónde tendrían que remar? ¿Cómo actuar ante esta situación?
Estoy tan desorientado como el resto. Deseo no volver a la realidad fantasiosa en la que vivíamos, pero no sé qué recomendar. Sí creo que debemos evitar la militarización del discurso y la tentación de depositar demasiada responsabilidad sobre aquellos que a nivel individual nos están protegiendo: los sanitarios.
También creo que hay un mensaje que tenemos que hacer llegar a la sociedad: la única manera de agradecer el esfuerzo que están haciendo nuestros sanitarios, los trabajadores de supermercados, los que siguen trabajando para limpiar y desinfectar tiene que ser a través de las instituciones y eso significa reforzar el sistema sanitario público y dotarlo de más recursos. Se trata de sacar adelante unos Presupuestos que en términos sanitarios y sociales garanticen más sanidad pública y menos desigualdad social. Yo creo que esto es muy importante. Está muy bien lo de los aplausos. A mí me emociona y participo pero el verdadero reconocimiento no pasa por ahí sino por políticas públicas.
A partir de ahí, creo que entre todos tenemos que pensar cómo constituir un sujeto político, muy transversal, que sea capaz de garantizar institucionalmente ese reparto de recursos frente a la tentación de sectores económicamente dirigentes que pueden aprovechar esta crisis para ir más allá en esa evolución neoliberal que veníamos padeciendo. Ese sujeto colectivo o constelación de sujetos tiene que incluir a todos aquellos que ahora nos han parecido vitales para nuestra propia supervivencia como los transportistas, las cajeros, las limpiadoras e incluso los balcones solidarios y tiene que servir para hacer frente a aquellos que en nombre de la recuperación económica pedirán más recortes y más privatizaciones.
El virus nos ha hecho consciente de nuestra vulnerabilidad. Y esa vulnerabilidad tiene que ser aprovechada para apoyar instituciones y políticas públicas que refuercen lo común.