En una tertulia política que presenta Gemma Nierga en la cadena SER intervienen todos los lunes por la tarde, o casi todos los lunes, Pere Portabella, Miguel Herrero del Miñón y Santiago Carrillo. Generalmente, la conservación muestra dos cosas. La primera, acaso la menos importante políticamente. Santiago Carrillo, a sus noventa y largos años, se […]
En una tertulia política que presenta Gemma Nierga en la cadena SER intervienen todos los lunes por la tarde, o casi todos los lunes, Pere Portabella, Miguel Herrero del Miñón y Santiago Carrillo.
Generalmente, la conservación muestra dos cosas. La primera, acaso la menos importante políticamente. Santiago Carrillo, a sus noventa y largos años, se mantiene con una cabeza envidiable. Sigue siendo un político con una agudeza extraordinaria. No pierde detalle. Sabe donde está el asunto central y donde están las ramas que no merecen ser transitadas y, curiosamente, es capaz de incorporar en su discurso en ocasiones temas nuevos, alejados de los asuntos usuales de la tradición política de la que formó parte durante tantos años. Desde luego, lo anterior no implica de ninguna de las maneras coincidir siempre o frecuentemente con sus posiciones.
La segunda, la más significativa. Los tres suelen estar bastante de acuerdo, demasiado de acuerdo. Actúan como señores educados de la política, es cierto. Están en un programa de radio, es cierto también. Herrero y Carrillo tienen sus años. Sin duda. Pero sus puntos de vista, cercanos como decía en muchas ocasiones, no sólo demuestran la evolución de las gentes sino apuntan también a los extraños pactos de la transición política española.
Decían: suelen estar de acuerdo. Pero no siempre. Esta vez, este lunes 11 de junio discreparon, con cuidado, con mucho cuidado en las formas, sobre el siguiente asunto.
Empezaron a hablar acerca de las elecciones legislativas del 15 de junio, las primeras del postfranquismo. Herrero del Miñón señaló que más allá del resultado estas elecciones habían sido importantes, eran muy importantes, por su limpieza democrática. Nadie discutía la bondad del resultado, todo el mundo aceptaba los datos electorales, cosa netamente singular en la historia del país donde hasta entonces, dijo Herrero sin excluir la época republicana, los resultados eran fruto de presiones, falsedades y caciquismo.
No está claro que eso haya sido así forzosamente. En revistas de la época, como El Cárabo, por ejemplo, una publicación de extrema izquierda que entonces dirigía el compañero Joaquín Estefanía, se publicaron artículos, documentados artículos, donde los datos electorales y su evolución parecían señalar un pacto entre las grandes fuerzas políticas que evitara a toda costa que UCD, el partido del presidente Adolfo Suárez y, entonces, del señor Herrero del Miñón, perdiese las elecciones, admitiendo eso sí que el PSOE pudiera conseguir un excelente resultado.
Olvidémoslo. Supongamos aunque no admitamos la total limpieza del resultado. Importa más bien que Herrero de Miñón comentó a continuación que él se sentía muy feliz no sólo por el resultado sino por la evolución política electoral que entonces se había iniciado y que había conducido poco a poco al mapa actual: dos grandes fuerzas políticas que reunían más del 80% del total del electorado español. Él, comentó orgulloso, fue el responsable, en un 90% matizó modestamente, de la ley electoral todavía vigente que, añadió, y tal vez fuera un desliz, tenía una finalidad básica: evitar a toda costa un buen resultado del PCE. La ley se había diseñado, Herrero la había pensado, precisamente para evitar que el PCE pudiera tener un grupo parlamentario que se correspondiera con la fuerza política que se pensaba podía alcanzar.
Carrillo preguntó sobre ello. También Portabella explicó alguna anécdota. Más allá de la descripción de lo sucedido, inquirió Carrillo, distinguiendo perfectamente entre lo fáctico y lo normativo, se sentía Herrero feliz por ello. «Miguel, ¿y tú te sientes bien por esta planificación electoral, por este diseño que no aspiraba a un mapa representativo, sino sobre todo a marginar u orillar al Partido Comunista de España?».
Miguel Herrero del Miñón, vacilante ante la pregunta, ante el obvio desacuerdo de Carrillo, comentó que sí, que se sentía feliz, que visto lo visto, visto el resultado alcanzado en la fecha actual no había nada que objetar. No tenía nada que objetarse. El país era perfectamente normal, moderno, europeo, con dos grandes fuerzas que se alternaban, y lo dijo así, precisamente así, en el gobierno.
Nada nuevo dirán. Nada nuevo pero algo sí. Lo que hasta entonces era una mera conjetura de politólogos, de políticos de izquierda, de miembros del PCE y de la izquierda comunista de la época, ha quedado corroborada directamente por el testimonio de uno de los máximos responsables del desaguisado. La ley electoral de junio de 1977 tenía como objetivo situar al PCE, de golpe o poco a poco, en el archivo de los trastos inútiles. No es ya una conjetura izquierdista, no es una ensoñación de iluminados de izquierda, es una hipótesis verificada por un testimonio directo, responsable máximo del tema.
Puede pensarse que las palabras de Herrero del Miñón constituyen un testimonio sesgado que pretende dar ahora la razón al PCE y a quienes defendieron en el desierto, y en la incomprensión general, esa tesis sobre el 15-J y la transición. Estarán conmigo que es muy poco razonable pensar una cosa así.
Un poeta y filósofo, José Mª Valverde, que se hizo comunista con el tiempo, de mayor, entre otras razones por el ejemplo mostrado, que no manifestado, de Manuel Sacristán, dio una vez un chiste para una revista de filosofía de estudiantes. Claraboya era el nombre de la publicación. Cuatro viñetas en total. En la primera se veía un hombre meditando. En la segunda, a la Aristóteles, decía pensando las palabras: el ser se dice de muchas maneras. En la tercera continuaba su reflexión: como sustancia, como accidente… En la cuarta, concluía: y además se dice como una cadena radiofónica.
Pues eso, como el ser de la cadena SER. Encadenados a una ley democrática cuyo máximo diseñador confiesa abiertamente que no pretendía la representación democrática de la ciudadanía sino la marginación paulatina de una fuerza que había sido esencial en la lucha democrática contra el fascismo, en el desigual combate contra el nacional-catolicismo hispánico.
Digamos, pues, que la transición, como ha demostrado entre otros Joan Garcés, no fue tan modélica, o que lo fue por otros motivos muy diversos que no suelen citarse, y que en su planificación intervinieron Departamentos de Estado, potencias europeas y dirigentes e intelectuales orgánicos de las clases que han mandado y siguen mandando en el país.
Nada nuevo. Pero sin trampas ni engaños.