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Cine de verdad contra cine de mentira

El documental de no-ficción contemporáneo ante la construcción colectiva de la falsa identidad

Fuentes: Rebelión

Junto a la grandeza de la independencia afectiva de la obra de unos pocos realizadores que sólo encuentran calor en pequeños festivales como el Punto de Vista de Navarra, celebrado hace unos meses, y que imponen la ética de un cine sin ficciones superestructurales en el relato documental de nuestra contemporaneidad, se alojan los que, […]

Junto a la grandeza de la independencia afectiva de la obra de unos pocos realizadores que sólo encuentran calor en pequeños festivales como el Punto de Vista de Navarra, celebrado hace unos meses, y que imponen la ética de un cine sin ficciones superestructurales en el relato documental de nuestra contemporaneidad, se alojan los que, vislumbrando que en ese discurso prevalece la autoridad de la autenticidad y la originalidad, las utilizan para hacer meramente un juicio estético sobre la norma y agotar los resortes de esa narratividad entre gestos de una demasiado reconocible vanguardia, vanguardia de las cosas pasadas y de un mundo permutado, y concesiones espectaculares a un público desorientado que acepta que cualquier pose contiene un valor de resistencia y sublimación al orden de un orbe plagado de simulacros.

Tomando como referencia lo mostrado en este festival, que asoma desde la producción más arriesgada y vanguardista del cine actual hasta la que puede encontrar su ventana en el escenario de los mass media de la guerra global contra la conciencia individual, percute un cine, que desaprendido por los realizadores ficcionales, late sin embargo en cualquier obra cultural (un hit informativo de tendencias ecologistas, un spot de tv contra el maltrato animal, un videoclip de un partido político de la nueva izquierda) que pretenda asemejarse con el siglo en que vivimos y que desee que el espectador se identifique por la vía de la veracidad y no por la vía de las proyecciones épicas de su personalidad, que es la carta a la que juega el derrotado escaparate de la feria de las vanidades y vacuidades de la producción audiovisual heredera del siglo XX.

Esos juicios tienen la grandeza, pero también la flaqueza, de repartir sus premios con la misma polaridad que su público, desestructurando la propuesta entre lo que sólo es mostrado al beneficio taxonómico del «esto es lo que hay» y «esto es lo que somos» y las películas verdaderamente arriesgadas que justifican por si solas la fe no sólo en un cine radicalmente independiente que permite vislumbrar la democracia creativa total apuntada por los teóricos de la sociedad-red, donde cualquiera puede dar el paso de consumidor a productor de creación audiovisual y, lo que es más importante, hacerlo con una intención verazmente artística, sino anclar esa propuesta en los puntos fuertes de una historia de la cinematografía que durante mucho tiempo discurrió al lado de la historia de los hombres, la de sus expresiones de humanidad y su anhelo de un futuro substancialmente superador de la esclavitud del pasado.

Desde «El hombre de la cámara» de Dziga-Vertov (Chelovek s kino-apparatom, 1929) hasta el acceso universal en occidente al vídeo y su apriorístico a-ficcional, el cine desarrolló un paréntesis que poco a poco viene siendo roto por la erosión continua de la iniciativa singular de una comunidad que cuando se encuentra ante la disyuntiva de o bien demostrar su grado de identificación con la industria del espectáculo, o bien la de reproducir y reactivar sus realidades en el espejo de la pantalla, elige esto último y posibilita la reconstrucción de los grandes relatos de los que se había apropiado el cartel de las multinacionales de la imagen y la representación globales.

Pero dicho esto, la fuerza y el rigor de estas obras singulares, se alojan en estos espacios del cine más arriesgado las tentaciones, elevadas a la categoría de tendencias, de unos productos, que instruidos como una empresa cuya política fuera la de no pagar sus impuestos, reelaboran los rasgos álgidos de las obras donde se miran, las que han captado su atención sin ser metabolizadas, y las devuelven repletas de una inconsistencia que convierte en caricatura su intención genuina y que aparentemente podría devenir en razón y argumento de los que proclaman que esto no es cine, que es mero experimento y que lo mostrado se disuelve en la falta de trascendencia de unos festivales determinados, para un público muy determinado al que le atan unos intereses profesionales y afectivos muy lejos de los intereses del común de la gente a la que se debe.

Ese es el error de los funcionarios de la cultura. Su falta de confianza en la capacidad de riesgo de los individuos. El entretenimiento del público no es el objetivo del cine documental contemporáneo, a éste se le reclama la atención que puede poner al cruzar una autopista de lado a lado o la inteligencia con la que contesta a su amante la tarde de un lunes. El público, ante este cine, desarrolla una tarea, añade valor a lo filmado a través de su experiencia personal, completa el camino que dista de la realidad de lo sucedido a lo que le sucede como espectador. Es la obra total, porque es la más cercana a la mirada del individuo, donde más cerca está del realizador y de lo realizado. Películas de las que hablaremos a continuación como «Oxhide II», de Liu Jia Yin, «The Anchorage» de C.W. Winter y Anders Edstrom, «Amanar Tamasheq» de Lluís Escartín o «Let each one go where he may» de Ben Russell son asimilables por el público en general, podrían ser exhibidas si el público se educara en una cultura del esfuerzo y no del entretenimiento, tendrían espacio en una industria de la cultura si esta no se hubiera convertido en una suerte de maña de la evasión cultural.

Contrastan con estas obras otras de incomprensible divulgación en festivales de estas características porque, como decíamos anteriormente, adolecen de las simulaciones en las que parte de la crítica se escuda para considerar este cine uno de obras inferiores y meros artificios que apenas pueden dejar algún residuo en la memoria del cinéfilo. Quizás el mayor ejemplo de esto que encontramos en la sección oficial del Festival Punto de Vista de Navarra fue la ganadora (un empeño personal y muy cuestionado de la videorealizadora norteamericana Lynne Sachs y de la española María Pallier, directora del veterano programa Metrópolis de RTVE) del premio Jean Vigo a la mejor dirección a «Los materiales» del colectivo español «Los Hijos».

«Los materiales» es una película que puede relatarse conceptualmente y despertar un cierto interés. Se toma, desgraciadamente es una ficción, el material con el que se hacen las primeras pruebas en las localizaciones. Y se subtitula con los pensamientos de los realizadores. Pero una y otra cosa tienden, aparentemente, hacia la trascendencia. La película, de la que uno de sus directores parecía muy satisfecho que comenzara con un chascarrillo cinematográfico («Este es el plano más Angelopoulos que he rodado en mi vida») se dota de un pequeño puzzle del que ni siquiera sus realizadores son conscientes. A una sucesión de planos en su mayoría deliberadamente descontextualizados del discurso que obra en los subtítulos y que es transcripción, aparente, de los pensamientos que esas imágenes suscitan en sus realizadores, se van adosando una serie de giros narrativos que componen una estructura de la que en nada se responsabilizan sus propios creadores.

Concretamente hay tres declinaciones del guión. El primero en la posibilidad de cometer un asesinato y esconder el cadáver en un coche. El segundo la construcción de la presa de Riaño y la petición a ETA, por parte de los vecinos de la localidad leonesa, de que pusiera una bomba y destruyera la presa. La tercera, la muerte hace décadas de un bandido que acechaba el pueblo. Estos tres elementos, en ese orden, componían una historia sobre la violencia de la que sus autores, unos muy jóvenes realizadores recién salidos de la facultad, y con poca preparación política y discursiva, rechazaban ya que «sólo se habían limitado a filmar los fines de semana» y nada les unía a la comarca de Riaño, y a sus gentes, excepto que habían recalado allí por casualidad buscando localizaciones, y no entendían, a pregunta de este cronista, las implicaciones sociales de su obra. Lo cual demostraba que no estamos ante una estrategia sino ante la asombrosa falta de preparación crítica de algunos elementos que juegan con la estética de la contemporaneidad para devolver unos artefactos de los que ni siquiera comprenden su significación y no pueden atreverse a defender y a hacer entender por el público.

La película, tediosa, intencionalmente áspera, pero sin que ello nos ofreciera como fruto ninguna revelación ni en sus imágenes ni en sus palabras, «apolítica» y, a la manera de un videojuego, simplemente violenta, y conceptualmente limitada a los aspectos que hemos relatado, ponía en jaque la proposición de modernidad de a la que aspira una nueva creación, transaccionándola por una agotada estética que vivió sus últimos momentos de gloria en las décadas de los 70′ y 80′ con más nobles intenciones y más dotados, y conscientes, francotiradores y guerrilleros como Micheangelo Antonioni en «Zabriskie Point» (1970).

Otra de esas banalidades de base que lleva a algunos realizadores a contagiarse de las apariencias de las obras originales, pero no de su valor intrínseco, la podemos encontrar en «The death of the gazelle» de Jeremie Reichenbach, «El Conserje», de Pablo Baur (incomprensible su programación en una sección oficial de un festival) o «The Darkness of day» de Jay Rosenblatt, mención especial del jurado.

«The death of the gazelle» presenta la vida diaria de una guerrilla del norte de Níger, en el límite con el desierto del Sahara. Sin embargo el único acontecimiento de la película es la muerte de una gacela a manos de este grupo, lo que parecía suscitar una crítica de la actividad militar de esta organización nigeriana. Nada más lejos de la intención del realizador, que a a preguntas de Diagonal, declaraba que su intención era divulgar la lucha de este grupo guerrillero para que fuese conocido y apoyado en occidente. Lo que nos lleva a la conclusión de que hay directores que no saben lo que filman, ni reflexionan el material que muestran al público, en este caso se ofrece la muerte de una gacela como toda hazaña de un colectivo que pretende que el gobierno de Níger acepte «al menos el 50% de sus reivindicaciones». Ni siquiera alcanza la categoría de flaco favor; peor aún, la película parece escrita por los enemigos del grupo guerrillero a base de flaquezas de teoría y praxis.

En esa línea, de colocar en algún sitio una cámara, asumir las premisas visuales de la modernidad y no saber qué sentido tiene lo que se rueda esperando que otros impostores lo alaben o le den un sentido, «El conserje», de Pablo Baur, fue el colmo del desprecio que le tienen algunos personajes salidos de las facultades de audiovisual a los trabajadores, muy en el orden del discurso de las imposturas modernas que, conscientes de que al público le resta una preparación teórica sobre sus desarreglos con la cámara, la misma televisión es la que abona y cultiva ese terreno, son capaces de hacer pasar por obra de creación su falta de reflexión y de sentido autocrítico. Pablo Baur rueda a un conserje de su edificio haciendo las tareas diarias de su trabajo y se aprovecha de él para escribirle una carta a su padre en una voz en off. Eso es todo, convierte al conserje en parte de su mobiliario sentimental, en un tipo que limpia la suciedad mientras él escribe cartas a su familia. El patetismo conceptual de este film tuvo que conformarse con no ser aplaudido, lo que muestra hasta qué punto este tipo de torpezas conceptuales con ínfulas de creación pueden intentar hacerse pasar por obras de autor en un contexto en el que unos no sepan lo que ruedan y otros no sepan lo que ven.

La premiada en Pamplona «The Darkness of day» adoleció de otro de los defectos de las propuestas ancladas en la identificación entre modernidad y «adolescencia del arte». En este caso se trataba de la endogamia de un discurso, pretendidamente moderno, que descansa en las referencias sentimentales de la adolescencia en los países desarrollados (en otros sitios no pueden permitirse el ‘horror vacui’ y tienen que luchar cada día). El tema era la fortuna de la inmolación de los familiares de los directores de cine en pro de la obra de arte, su suicidio y posterior rodaje de una película que lo explicara. La reiteración de personajes famosos que habían corrido esa suerte, su evocación, como si ello formara parte de la condición del artista, lo convertía en un hecho espectacular, mitificador, a imitar por los creyentes en la iglesia del arte.

Afortunadamente la mediocridad a veces viene acompañada de una serie de obras medianas y mayores que justifican de sobra la asistencia a la sección oficial de un festival. Entre las medianas, que mantienen el interés en las sesiones más tempranas, «American alley» de Dong-Ryung Kim, presentaba, en un marco de documental convencional pero de profundo calado, la vida de las prostitutas provenientes de la antigua URSS en los arrabales de una base de EEUU en Corea. La propia directora escapaba a la significación de este cuadro en relación a la victoria y a la derrota en la guerra fría, pero esa lectura se impone tomando con perspectiva la depauperización de unas mujeres a las que el nuevo orden mundial ha empujado a prostituirse, y a buscar marido en esa actividad, entre los que, en su niñez, fueron educadas en considerar el enemigo. Para los soldados de EEUU sin embargo se trata de la ebriedad de su triunfo. Destinados a una base militar, en un país todavía en guerra con su vecino del norte, pasan su tiempo emborrachando a prostitutas, y dejándolas embarazadas, en la celebración de la aparente victoria de sus valores sobre los valores contrarios.

Asimismo «The lucky ones», de Tomasz Wolski jugaba las bazas de un escenario diferente en el mundo post-guerra fría. En una Polonia convertida en un estado confesional católico los empleados del registro civil compatibilizaban los ritos heredados del estado socialista con el nuevo orden religioso y con los casos que emergen de la propia realidad social por encima de estos dos regímenes consecutivos. Así asistíamos a una entrega de medallas a los matrimonios que cumplían 50 años de casados, a bodas de jóvenes que representaban la continuidad de esa línea hasta nuestros días, o a la inscripción de un recién nacido cuya madre no quería identificar al padre. La virtud de este film es que conseguía contagiar la humanidad de los funcionarios con todos estos casos, su comprensión de una realidad más compleja que la que las declaraciones de los dirigentes políticos-religiosos en Polonia podría dar cuenta leyendo las noticias. De ese modo la burocracia se convertía en un ejercicio empático de batirse con la propia vida y no en la fría apisonadora que el público espera de la administración de un estado post-comunista.

«RIP in pieces America», de Dominic Gaignon, era una propuesta más arriesgada que abría muchas puertas en la mente de los realizadores. Edificada con material tomado alegalmente de internet, como hace por ejemplo el Porco Archivo de Animalario.tv, en esta ocasión vídeos subidos a youtube por ciudadanos anónimos partidarios de las tesis de la conspiración en la gobernanza global, extraía ese material que era censurado sistemáticamente por los funcionarios del portal para devolverlo en forma de un film, divertido, entrañablemente escandaloso y bien montado, que sólo se se ve con la limitación de observarse prácticamente en un plano fijo, por la colocación de las webcam de estos personajes, y la dificultad de la mala calidad de la imagen en muchas de las piezas subidas a internet.

«Sweetgrass», de L. Castaign-Taylor e Illisa Barbash, Premio del Público en el Festival de Iruñea, es un largometraje que muestra el ocaso de una de las actividades ligadas históricamente a la especie humana, la trashumancia del último rebaño de ovejas en EEUU. Con ese recorrido se finiquita toda una época que quizás la humanidad añore pronto, la de su relación con la naturaleza, su convivencia con el ecosistema y la contemplación de los horizontes como caminos que han de recorrerse despacio. En la civilización del automóvil este western muestra el tránsito de un mundo que en occidente equivocadamente se abandona por una cultura ligada a la destrucción de estas actividades y a la cautividad del espíritu humano.

Por último, en lo que respecta a estas obras de nivel medio, la controvertida «The Marina Experiment», de Marina Lutz. Aunque la película presume de estar construida con material de un archivo que su padre escondía consistente en «cajas de cintas de sonido, películas en super 8 y más de diez mil fotografías» no queda claro si se trata de una estrategia de publicidad vírica, la creación de un hoax que despertara el interés de los espectadores, o de un error de falta de veracidad en el montaje, en la voz en off que acompaña las imágenes, en el escaso tiempo de desarrollo, ventiséis minutos para tal cantidad de teórico material, o en su falta de experiencia como realizadora. Aunque se ve con interés, con un interés mayúsculo si se toma desde esta perspectiva donde el espectador duda que el material sea real y escudriña cada imagen en busca de los signos que la definan como auténtica, el film concluye con un mensaje peligroso, estigmatizante y afortunadamente a contracorriente de los tiempos que vivimos. La identificación entre pederastia y homosexualidad, la conclusión de que detrás de los abusos sexuales a su hija se escondía una prolongada relación sexual con otro hombre. Ese colofón, el de mostrar unidas al público monstruosidad y homosexualidad, es históricamente demasiado simbólico, y está demasiado arraigado en los sectores más involutivos de la sociedad, como para arrojarla así y aprovechar para dar por terminado el film dejando ese poso en el público.

Pero pasemos a las obras mayores, que sí muestran claramente por dónde discurren los caminos del nuevo arte cinematográfico y expresan bien la inteligencia y el riesgo de los nuevos realizadores. Cuatro obras importantes, difíciles de ver, difíciles de encontrar, que logran que los espectadores pasen de la fábrica de los sueños a la fábrica de los pensamientos.

La primera de ellas, avalada por el interés de la crítica y los festivales, es «Oxhide II», de la china Liu Jia Yin. Rodada en nueve planos, con un giro de 45 grados en cada uno de ellos, alrededor de una mesa donde se trabaja, se cocina y tres formas de entender China hablan. Si lo que hace a una obra capital es la técnica más todo aquello que es intangible en una obra, el viento cálido que entra por el lateral en un plano y que reverbera en la sala, la lentitud con la que se demora la llegada de la luz a un rostro, la entonación de un texto escrito en la pantalla de una película muda, entonces «Oxhide II» es una obra maestra, porque ese plano que va girando unos grados cada tantos minutos es la falta de aire en la casa de unos trabajadores de la nueva China, es la rapidez con la que les abandona la luz, es el diálogo constante de las manos sin rostro.

Todo transcurre alrededor de una mesa, pero la técnica, el asombro ante la puesta en escena, su extremado rigor, oculta para algunos el secreto de sus diálogos. Tan maravillado puede quedar el espectador por cómo sucede lo que sucede en la pantalla que olvide prestar atención al desarrollo de la trama, perfectamente atada a la estructura de la película, perfectamente coherente con ella. Si la composición es la de esa tabla donde se disponen los utensilios, primero de trabajo, luego de cocina junto a unos alimentos, los diálogos son perfectamente paralelos a la cartografía de la imagen. No vemos apenas las caras de los tres personajes excepto muy al final, vemos sus palabras, cómo las dicen mientras las mueven, las cortan, las amasan. Y ahí se desprende el radical valor de la película porque lo que está en juego sobre esa tabla no es simplemente el sustento y el alimento de tres personas, sino la manera en que lo obtienen, el fin que tiene en ellos la manera de entender el tiempo, la costumbre, la tradición. Tres Chinas, la que no se sumó a la Revolución Cultural, la que lo hizo y se transformó con ella, la que ha vivido una nueva China que fabrica los detalles de occidente y hace del presente un útil más caduco, más perecedero. Al final es una historia de una familia, accesible incluso para públicos más mayoritarios que los de los festivales, que traza su historia y la de su país con una introspección, con unos matices que, por desgracia, no conocemos en occidente sino por medio de su cine.

«The Anchorage» de C.W. Winter y Anders Edström es una revelación de una naturaleza melliza a las que a veces llegan de China. Melliza, pero no gemela, porque no es lo mismo construir los objetos perecederos que consumirlos, algo que occidente lleva realizando desde hace décadas haciendo mucho más difícil el diálogo entre generaciones. Rodada en Suecia, en una isla del mar Báltico en el archipiélago de Estocolmo, presenta los instantes de tres días consecutivos de una mujer que está a las puertas de la vejez, que aún se baña cada mañana desnuda en el mar durante unos breves segundos, que recibe la visita de su hija, y de un amigo de ella, con los se comunica más con sus acciones que con sus sentidos, que, aparentemente integrada en la naturaleza, es incapaz de encontrar reciprocidad ni en esta ni en lo que llamamos civilización. Como en «Oxhide II» los personas se dibujan por sus acciones, por su movimiento, y si en una apenas contemplábamos sus rostros y sólo observábamos su quehacer, en la otra los planos son lejanos, distantes, separados de la rutina. En las dos no hay tiempo para abstraerse del entorno, hay una labor que realizar, y mientras que en China la revelación es la de una convivencia precaria con la civilización industrial, en Suecia es la imposibilidad de convivir a medias con esta y con la naturaleza.

Más lejos de lo que la mala inversión en comodidad llama «problemas existenciales», pero imbricada en ellos, es la película de Lluís Escartín «Amanar Tamasheq», premio al mejor cortometraje del Festival Punto de Vista. Esta, situada en el universo de los tuareg, víctimas en la actualidad de una persecución silenciada por los intereses occidentales, permitía, ante todo, por la información que nos daba, aspirar a vislumbrar un mundo en que los informativos fueran hechos por artistas, aspiración nada prosaica si tomamos en cuenta que en la actualidad muchos son realizados por canallas y mercenarios.

«Amanar Tamasheq» es una película que sin un creador de la altura del catalán Lluís Escartín se hubiera convertido en una sobre el atavismo cultural de la violencia, sobre la represión de los estados sobre los pueblos, sobre el signo de Caín de los poderosos de este mundo, y se convierte, por la extraordinaria inteligencia de su director, en una reflexión poética sobre esta raza en peligro de extinción que es la humana, sobre la sencillez con la que se puede entender el universo cuando lo que está a nuestro alrededor lo hemos construido con nuestras propias manos y sobre la magnitud de la tarea que nos hemos impuesto cuando nuestro pueblo es sólo un grano de arena en un inmenso desierto. Radicalmente inteligente, conscientemente política, tomando partido por la poesía de los habitantes de las cosas, y no por los ardides de los mezquinos, enseñó la patita a los artificios de esos gestores culturales del desparrame hueco e inconsciente que pretenden dominar el arte a través de dominar a sus receptores.

Por último otro alegato antropológico que se llevó igualmente el reconocimiento de parte de público y crítica. «Let each one go where he may», del estadounidense Ben Russell, premio al mejor film del festival «Punto de Vista». Vehiculada magistralmente a través de la épica del acontecimiento cotidiano que es existir en una nación quebrada por el colonialismo, en este caso Surinam, y resuelta en el objetivo de demostrar como trascendente esa destrucción cotidiana, y sin aparente importancia, que es el saqueo de los recursos naturales del tercer mundo a manos de la gente que se beneficia de la desgracia ajena, muestra el camino, en un día, de dos hermanos que va del pueblo a la ciudad, de la ciudad a la aldea, de la aldea al río y de ahí a la libertad, para salir de ese círculo vicioso que destruye la tierra, y prolonga los tiempos de la esclavitud, donde el hombre blanco proclamó ser el único que tenía alma y donde la vendió irremisiblemente al hombre rico.

Rodada en trece largos planos «Let each one go where he may» asombra por la coherencia y la efectividad de su propuesta, a la que sólo se puede objetar que sea realizada por un artista de los EEUU y no por las personas que directamente han vivido esa discriminación. Comparada por la crítica especializada con algunas obras de Lisandro Alonso, a las que no se parece en nada, el film reclama paciencia y atención a un espectador predispuesto a esta clase de ejercicios, y trasciende, del retorno de sus protagonistas a la naturaleza, al regreso al corpus común de la humanidad donde el ser humano era libre por ser libre ante el aire, el agua y el fuego y no ante otros hombres. Sin embargo su director, Ben Russell, sostiene, quizás por precipitación, que en la película «no hay metáforas, que es una alegoría», cuando una alegoría se trata precisamente de una sucesión de metáforas. En esta cadena de metáforas los mecanismos de representación funcionan perfectamente y consciente, o no, del poder de sus imágenes, construye, mejor dicho, dispone, una fábula moderna sobre la historia, donde seguir caminando hacia delante puede ser precisamente volver al origen.

Hasta aquí este recorrido por las señas de identidad del cine documental contemporáneo del que el Festival Punto de Vista de Navarra es un escaparate, parcialmente anónimo, pero honesto con sus defectos y virtudes. Si hay un cine cuya comunión con el público completa su experiencia como obra de creación, que en todos sus segmentos, hasta en los menos afortunados, al menos tiene la valentía de reivindicarse como independiente, es en este concepto de la no-ficción que es necesariamente inagotable mientras los seres humanos sepan mirar.

José Ramón Otero Roko.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.