Una historia cotidiana, pero terrorífica precisamente por lo cotidiana que es
Hace unas pocas horas circuló la noticia sobre la muerte de Tugce Albayrak, la joven golpeada en Alemania por haber defendido a unas muchachas que estaban siendo acosadas. Una golpiza con un bate fue la respuesta ante sus intenciones por ayudar a quienes pedían auxilio.
Un asesinato como éste, a pesar de que nos conmueve, pareciera ser una realidad ajena. La cosa es que Tugce se vio envuelta en una de las acciones más cotidianas que atraviesan el mundo entero: el acoso callejero. Lo más terrorífico del caso, es que todas pudimos haber sido Tugce.
Lo más grave no es la crueldad de los hombres, no es el arma que utilizaron, sino el acoso cotidiano donde sea, a la hora que sea, con quién sea. Los acosadores pueden tener cualquier edad, cualquier clase social, cualquier estado mental. Enfermos y sanos, acosadores hay por doquier.
Hace unos días, pasé el fin de semana en la casa de mi pololo. Vimos películas. Ya bajaba la tarde del domingo y mi novio, fanático albo, quería ver el partido del «Colo». Como no comparto su lamentable decisión, me fui a mi casa y preparar las cosas para la jornada laboral. Para trasladarme desde su casa hasta la mía, debía tomar dos micros. Antes de salir, me puse pantys a pesar del calor, ya que el vestido que usaba era un poco corto y todas sabemos lo desagradable que es que los viejos te miren las piernas en la micro. Asimismo, le consulté a mi pololo si mi vestido era muy escotado y me dijo «un poco, pero te queda increíble». Menos mal no tengo una pareja castradora y celotípica.
La cosa es que salí al primer paradero. Llegando, percibí la soledad dominical de las calles y ahí estaba el primer acosador de una larga lista. Mientras esperaba la micro sentía su mirada, su rostro asqueroso expectante a que pasara un poco de viento y alcanzar a ver algo debajo de mi vestido. No le importó que yo me diera cuenta, que me sintiera incómoda. La micro no pasaba y como es costumbre, mi incomodidad me ganó y decidí irme a otro paradero. Mientras me iba, pasé a su lado y me miró fijamente. Lo miré de vuelta con un rostro enojado y le hice un «ki ti pah!». Me devolvió una mirada perturbada mientras se acercaba. Me asusté porque no había nadie más, entonces dieron el verde y crucé la calle. Viejo asqueroso.
Llegué a la otra esquina y pasaron dos jóvenes de mi edad en bicicletas de buena marca y full equipados. Se veían decentes. Mientras esperaba el otro semáforo uno de ellos me miró el escote descaradamente y partió.
Parecía broma. Llegue al nuevo paradero donde me encontré con el tercero. Éste, un poco más entrador, se me acercó. No tenía cara de perturbado o de asesino, era un jote centroamericano que me preguntaba puras tonteras mientras se deleitaba con mis pechitos. «Sí, la micro pasa por Grecia», le dije. Este acosador no era el tímido con cara de gil, era más bien corporal, pero acosador asqueroso al fin y al cabo.
Después de esa experiencia, mi cuerpo se empezó a sentir mal. Quería llegar a la casa y ponerme un polerón enorme, un buzo. Quería taparme y sentirme segura en mi cama. Me senté en la micro al lado de una mujer y me tapé con la mochila. Mi cara de odio alejaba a las personas de mí. Me bajé en Grecia con Pedro de Valdivia a esperar la siguiente micro y pensé ¿Por qué chucha no tengo plata para un maldito taxi?
Mi ansiedad por llegar a casa se incrementaba, sin embargo no podía gastar cuatro lucas en un taxi. En el nuevo paradero había una chica joven, un joven de alrededor de 18 años y un hombre de unos 50. El joven no paraba de moverse a causa de la espera eterna. «Maldita micro por qué no pasas, te odio Ricardo Lagos y tu Transantiago asqueroso», pensé. Lo que no imaginaba es que de nuevo tendría que pasar por lo mismo.
Esta vez, el hombre tenía cara y actitud de loco. No sacaba su sonrisa y sus ojos que más que ojos parecen manos cochinas que te desvisten. Me moví varias veces, imitando el andar del cabro joven. Su mirada no se detenía, se paraba y me perseguía sólo para mirarme mejor. A estas altura quería pegarle, pero me sensibilicé porque evidentemente parecía un hombre con discapacidad mental. Quería pegarle igual. Afortunadamente llegó la micro y logré esconderme entre la multitud, no quería ser sujeto visible, quería ser un monstruo, tapado, seguro. Me dio pena. Rabia. Ganas de gritar. Ganas de dejarlos en ridículo. Ganas de taparme con una manta.
En un solo día se acumuló una situación que vivo a diario, cuando salgo del diario, cuando me subo a la bici, cuando el tipo de la oficina que me cae mal me mira las tetas cuando me subo al ascensor, cuando llego a mi casa y el conserje me ve pasar y me saluda como si fuera amoroso, pero sé que es un jote que me mira cuando voy a la piscina. Siempre me tapo en la piscina y me escondo de las cámaras. Lo peor de todo es que me da vergüenza admitirlo. Supuestamente la mujer empoderada es choriza y no se deja pasar a llevar.
Pero en mí se esconde un profundo miedo. No es miedo a los temblores, ni a un incendio, ni a los ratones ni a los pacos: le tengo terror a la violación, le tengo miedo a los hombres. A esos que miran en menos mi opinión política porque soy mujer a pesar de que se llaman revolucionarios y ahora defienden el feminismo porque está de moda. Esos son igual de machistas y te andan «tasando» igual que los viejos de los paraderos, o incluso peor, me llamaban «es-COTÉ-ta» (me dicen Coté).
Mi editor me pidió que escribiera esta historia que publiqué en mi facebook, no porque mi experiencia fuera más dramática que otras, sino porque llegó la hora de hablar de esto sin tapujos. Muchos amigos y conocidos (hombres y mujeres) que incluso le dieron un «like» a mi estado en facebook, más de alguna vez han tenido comentarios machistas, una discriminación por género. El miedo a veces nos paraliza y no hay fórmulas secretas, pero estoy segura que podemos partir por la empatía. Por sacarnos las trabas. Muchas veces por ser comprometida con «causas rebeldes» y ser una mujer «moderna empoderada» me trago temas que muchos consideran menores, o no centrales para cambiar el mundo. Es el miedo histórico al hombre, ese miedo que me inculcó mi padre cuando golpeaba a mi madre, ese miedo que sintió Tugce Albayrak cuando vio que dos muchachas desconocidas, estaban siendo acosadas en el baño de una restaurante de comida rápida. Ese miedo, de a poco, lo vamos a ir venciendo. No necesitamos ser grandes estrategas, simplemente, un poco de empatía.
Fuente: http://eldesconcierto.cl/el-escote-es-mio-lo-quieren-quitar/