La gravedad de los problemas ambientales es algo ya evidente para todos en este siglo XXI que comienza. Esta coyuntura histórica de la humanidad ha sido producida por la industria contaminante y las formas de vida consumistas, de modo que uno de los principales objetivos para el desarrollo humano en nuestros días debería ser detener […]
La gravedad de los problemas ambientales es algo ya evidente para todos en este siglo XXI que comienza. Esta coyuntura histórica de la humanidad ha sido producida por la industria contaminante y las formas de vida consumistas, de modo que uno de los principales objetivos para el desarrollo humano en nuestros días debería ser detener la destrucción ambiental, reduciendo la actividad económica que lo produce. Pero parece que el modelo económico predominante, basado en el mercado, no puede prescindir de ese tipo de industrias que producen la contaminación, como el petróleo, el armamento, las químicas, los automóviles, la agricultura y la ganadería industrializadas, etc. Y también parece que las poblaciones de los países desarrollados no quieren renunciar a esa forma de vida que les proporciona tantos placeres y comodidades, por muy injusta que sea ese sistema de producción. Esa impotencia es la que se ha escenificado en Conpenhague al comienzo de este invierno.
Especialmente grave es el calentamiento global de la Tierra provocada por los gases de efecto invernadero, que provienen del uso de los combustibles fósiles en la industria y el transporte. Hay suficientes pruebas documentales y estudios científicos sobre ese hecho, que ha sido ampliamente difundido por los medios de comunicación. Y las consecuencias de ese fenómeno son potencialmente catastróficas para el bienestar de millones de personas en todo el mundo, y en definitiva de toda la humanidad; pues aunque no queramos todos los seres humanos dependemos unos de otros en una civilización mundializada, como es la nuestra. Por eso existe un Protocolo de Kyoto, en el que la mayoría de los países de todo el mundo se comprometieron a reducir las emisiones de dióxido de carbono, el principal gas causante del aumento de temperatura en la Tierra. Aunque algunos países como EE.UU. y China no han firmado ese acuerdo internacional, su importancia es enorme como primer paso para un compromiso serio de todos en pro de la sostenibilidad de la vida humana en la Tierra.
Sin embargo, el acuerdo de Kyoto cumple en el año 2010 su plazo de vigencia, y esa circunstancia exige la renovación de los compromisos internacionales sobre el medio ambiente. Por eso se ha celebrado la cumbre de Conpenhague en diciembre del 2009, para afrontar la imprescindible tarea de resolver los problemas ambientales, si es que de verdad se quiere dejar un mundo habitable a las futuras generaciones. Pero lo que se ha escenificado en Conpenhague es la impotencia para resolver los graves problemas de la humanidad actual. Después de una campaña de propaganda en la que los dirigentes de las principales potencias económicas del mundo se comprometían a una reducción significativa de los gases que provocan el efecto invernadero, el acuerdo alcanzado no compromete a nadie a nada. Como en la fábula, los montes parieron un ratón asustado.
No es casualidad que se eligiera el comienzo del invierno para hablar del efecto invernadero. Pues a en unas semanas una ola de frío -de esas que suelen venir en invierno-, magnificada por los medios de comunicación, recorrió Europa haciéndonos olvidar que la temperatura está subiendo. No es casualidad tampoco que el presidente de los EE.UU., cual emperador mundial, haya sido recientemente galardonado con el premio Nobel de la Paz por sus méritos de guerra en Oriente Medio, gracias a que el conflicto se extiende cada vez más en Irak, Palestina, Yemen y Afganistán,… La comedia política está bien escenificada. El emperador romano Calígula, para demostrar su origen divino, nombró embajador a su caballo, ¡nosotros todavía no hemos llegado a tanto!
Éste Premio Nobel de la Paz, se dignó asistir al encuentro de Conpenhague para recoger los aplausos de los asistentes a la cumbre, sin prometer milagros imposibles que sólo pueden simularse en los programas electorales. Donde dije digo, digo Diego. Es por otra parte sorprendente, sin que a nadie le extrañe o le importe un ápice, que en la catástrofe de Haití los EE.UU. se dediquen a ocupar la isla militarmente, en lugar de llevar personal sanitario y alimentos. Previamente una campaña de propaganda sobre la violencia de los hambrientos y los enfermos, nos ha convencido de la necesidad de esa invasión. Pero la evidencia, para el que quiera pensar más allá de las telarañas de los prejuicios, apunta a que los EE.UU. no disponen de otro recurso económico más que los militares, pues en ello se han gastado el presupuesto durante los últimos 30 años de neoliberalismo. La economía capitalista liberal es capaz de esos milagros, al convertir un factor de destrucción como el ejército en un recurso para socorrer a las víctimas de las catástrofes naturales. En cambio un país que mis alumnos consideran pobre y nada envidiable, como es Cuba, es capaz de enviar más de 600 médicos para aliviar la situación de los sufrientes haitianos. A mi esa capacidad para la solidaridad internacional sí me parece envidiable, y no nuestros gloriosos ejércitos humanitarios.
Disculpen Vds. que me haya apartado un poco del tema del artículo, pero aunque no lo parezca está relacionado con lo que ha pasado en Copenhague. En la cumbre casi todo resultó rocambolesco, como la política imperial, como la vida misma en este comienzo de un siglo que se anuncia terrible. Por ejemplo, para remachar el clavo de la incuria con el martillo de los herejes -ahora diestramente blandido por los demócratas de toda la vida-, la represión se ha cebado con los manifestantes pacíficos, que intentaban llamar la atención de la opinión pública mundial sobre la importancia de tomar acuerdos fundamentales para la humanidad en la cumbre climática. Esa represión había sido planificada previamente y se promulgaron las leyes adecuadas para que se hiciera eficazmente. Y esto es la demostración más palpable de que ya se había previsto el fracaso de la Cumbre; y de que ese resultado ha sido fruto del boicot a los acuerdos internacionales por parte de los gobernantes de los países desarrollados. Incluso representantes de primera fila del ecologismo mundial han tenido que pasar unas semanas en la cárcel. No digamos nada de las noticias sobre las detenciones masivas de ciudadanos, ni sobre las penosas condiciones de retención en naves industriales -los lectores pueden encontrar esa información en los medios alternativos-. Pues al fin y al cabo, todo esto es ‘pecata minuta’, comparado con lo que están sufriendo las gentes del mundo ‘subdesarrollado’, invasiones, ataques preventivos, asesinatos selectivos, torturas en campos de concentración, hambrunas, pestes, etc…
Sin embargo, en medio de la ceremonia de la confusión, hubo quien puso un ápice de razón. Pero mis querido lectores no respirarán aliviados, al saber que la razón la pusieron los políticos más denostados del mundo. Con la intervención de los presidentes sudamericanos Hugo Chávez y Evo Morales, se puso un poco de cordura en la cumbre. Su disidencia frente a los cambalaches y enjuagues de la cumbre ha dado un toque de honestidad a la reunión. Gracias a ellos no todo está perdido, para quien de verdad cree en la humanidad y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Gracias a Morales y Chávez se ha podido mostrar a las claras la división de la humanidad actual entre los países pobres y los países ricos; los primeros sufrirán los efectos devastadores del cambio climático, como sequías, inundaciones, huracanes, etc.; los segundos son los causantes del problema.
La negativa de los ricos a rebajar un poco su cotas de consumo en bien de la humanidad, proviene del egoísmo más ciego e ignorante. La insolidaridad de los ricos no es sorprendente, incluso cuando, como ahora, se acerca a una actitud criminal; lo que sorprende es que hoy en día haya tanta gente cuyo único objetivo en la vida es ser rico a costa de lo que sea -incluidos sus propios descendientes-, gente que sólo se preocupa de cuidar de su propio bienestercaiga quien caiga. Ese egoísmo sin disfraces en lo que se nos presenta como la libertad, nuestra libertad. Eso no tiene nada que ver con la verdadera sabiduría, con una tradición de dos mil quinientos años de filosofía: la cultura europea ha perdido el norte; ya los perdió en el siglo XX con sus dos guerras mundiales y sus regímenes fascistas y no ha sabido recuperarlo. Pues ahora llevamos treinta años de neoliberalismo y nos hemos acostumbrado a la mentira institucionalizada, sin que eso nos preocupe demasiado, porque estamos ocupados en mirarnos el ombligo, sin reconocer nuestras responsabilidades ni nuestros deberes. Nuestro mundo está derivando rápidamente hacia una situación histórica muy crítica. Quizás se repitan situaciones históricas que parecían superadas y que no debían volverse a repetir. Veremos si el insigne Premio Nobel de la Paz 2009 no está preparando otra guerra contra aquellos países que atreviéndose a contruir su propio camino histórico son verdadera la esperanza de la humanidad.
Rebelión ha publicado este artículo con permiso del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.