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El Guggenheim Urdaibai y el gato de Schrödinger

Fuentes: Rebelión

Urdaibai tiene el honor de albergar el proyecto arquitectónico más ambicioso de nuestra era: un museo —el dichoso Guggenheim— sin planos, sin ubicación definitiva y, lo más innovador, sin existencia. Se anunció hace ya cuatro años con determinación —se va a hacer «Sí o Sí»— como quien lanza una profecía incontestable a los confines del Universo, pero seguimos en la fase más avanzada del arte contemporáneo: la especulación infinita.

De hecho, podríamos decir que con este proyecto se ha perfeccionado la técnica de la “construcción imaginaria”, esa donde los debates públicos giran en torno a un edificio que nunca ha salido del mundo de las ideas. Mientras tanto, los ciudadanos han discutido su necesidad o no, su impacto ambiental, su coste y su futuro, olvidando el pequeño detalle de que aún nadie ha visto ni un simple borrador de nada.

Es el Guggenheim de Schrödinger: existe y no existe a la vez. Un museo tan sofisticado que ni sus creadores han tenido que presentar un proyecto. Tan importante que ya merece, incluso, procesos de “escucha activa”, y todo ello sin el riesgo de verse limitado por una estructura real.

La referencia al Guggenheim de Schrödinger es una ironía inspirada en el famoso experimento mental del físico austriaco, naturalizado irlandés, Erwin Schrödinger, quien planteó una paradoja para ilustrar principios de la mecánica cuántica.

En su experimento imaginario, un gato es encerrado en una caja con un mecanismo que puede matarlo o no, dependiendo de un evento cuántico. Según la teoría, hasta que alguien abra la caja y observe el estado del gato, este se encuentra en una superposición de estados: está vivo y muerto al mismo tiempo.

Ahora, apliquemos esta idea a nuestro caso: El Guggenheim de Urdaibai es como el gato de Schrödinger, pero en versión arquitectónica. Oficialmente, se ha hablado de su existencia, de su impacto, de su importancia… pero, como nunca se ha presentado un proyecto concreto, al mismo tiempo no existe. Está en una especie de limbo cuántico: es y no es, existe y no existe, depende de quién lo observe y cómo lo interprete.

Es el museo más avanzado del mundo: su construcción es teórica, su debate es real, su presencia es metafísica. Y hasta que alguien “abra la caja” y presente un proyecto tangible, seguirá siendo una obra maestra del arte conceptual político.

Estamos ante el arte definitivo: una institución cultural que solo habita en el discurso, sin necesidad de ladrillos, permisos ni presupuestos cerrados. Lo realmente audaz es que el debate sigue vivo, aunque el museo no lo esté. Un gran logro de la  intelligentsia jeltzale.

Pero, ¿qué necesidad hay de un proyecto tangible cuando se puede gobernar a golpe de narrativa vaporosa, tal y como hacen en este caso las instituciones vascas? ¿Para qué molestarse en poner un solo ladrillo cuando se puede construir un castillo de palabras bien ensambladas? Si algo nos han demostrado estas instituciones es que su relación con la realidad opera bajo reglas cuánticas: pueden estar conectadas a ella o completamente desligadas, dependiendo de quién las observe. Y el Guggenheim invisible es la prueba definitiva

Las consultas ciudadanas, el paripé de la Escucha activa”, no buscan escuchar, sino simular que se escucha. Son un acto de prestidigitación donde la magia radica en hacer creer a la gente que participa mientras la decisión ya está tomada… aunque en este caso, tampoco hay decisión. Hay ruido. Declaraciones sueltas. Promesas nebulosas. Un proceso cuyo objetivo no es concluir nada, sino extender indefinidamente la ilusión de que algo se está haciendo.

Porque, más allá de los ladrillos, ¿qué es un proyecto sin plazos, sin presupuestos concretos, sin documentos oficiales? Es una forma de perfeccionar el arte del gestionar sin gestionar. Un ejercicio de política conceptual donde lo importante no es construir el museo, sino construir el relato del museo. No un edificio, sino una atmósfera de inevitabilidad.

Mientras tanto, la ciudadanía sigue en el mismo punto: preguntándose qué está discutiendo, cuándo se presentará algo, si es siquiera legítimo este debate sin materia prima. Pero el secreto está precisamente ahí: mantener la conversación en la esfera de lo intangible, donde no hay exigencias concretas ni compromisos verificables. Es la política del humo. Y cuando el humo es lo único que queda, ¿quién necesita cimientos?

Las instituciones han perfeccionado el arte de gobernar sin tocar el suelo: construir relatos en el aire, convocar consultas sin respuestas y diseñar proyectos donde la única materia prima es la confusión.

La verdadera innovación no está en el museo, sino en la estrategia: mantener la ilusión de movimiento mientras todo sigue en el mismo punto. No hay planos, no hay fechas, pero hay declaraciones periódicas para que nadie note que la caja sigue cerrada.

Y así seguimos, atrapados en la paradoja del Guggenheim de Schrödinger: demasiado presente en el discurso para decir que no existe, demasiado ausente en los hechos para decir que existe. Un museo que solo necesita palabras para mantenerse en pie.

Si las instituciones han hecho del humo su única materia prima, la ciudadanía tiene dos opciones: respirar pasivamente la niebla o encender un ventilador para disiparla y exigir algo concreto, tangible, real, para comenzar un debate sin trampas.

Frente a la política de la indefinición, la mejor respuesta es la más simple: cuando no hay proyecto, no hay debate, y cuando no hay compromiso, no hay legitimidad. La caja debe abrirse o cerrarse, pero dejarla flotando en la ambigüedad solo beneficia a quienes quieren evitar rendir cuentas.

La única manera de romper este círculo absurdo es devolver la discusión al terreno de lo tangible: sin documentos, sin fechas y sin planes reales, cualquier afirmación debe ser tratada como lo que es: ruido sin sustancia.

Txema García, periodista y escritor

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.