Álvaro García Ortiz trastabilló el día en que se inauguraba el curso judicial. Fue un tropezón ligero, subiendo las escaleras principales de la sede del Tribunal Supremo, en la plaza de París en Madrid. Fue, quizá, un síntoma de nerviosismo antes de un discurso, el tradicional de presentación de la memoria de la Fiscalía, que apareció teñido por los nubarrones que se ciernen sobre él. En julio, García Ortiz, fiscal general del Estado, se convirtió en el primer titular de ese cargo para el que se solicita una imputación. El 16 de octubre, unas semanas después de aquel tropezón, la Sala Segunda del Supremo abría la causa y el 30 de octubre, la Guardia Civil entraba en el despacho del Fiscal General del Estado por primera vez en la historia de la democracia.
La imputación parte del Tribunal Superior de Madrid y también la Fundación Foro Libertad y Alternativa, uno de los chiringuitos de la derecha nacionalista española. Se le acusa de revelación de secretos en el caso de la denuncia contra Alberto González Amador, actual pareja de Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid. El origen de la reclamación tiene que ver con un movimiento de García Ortiz para frenar una noticia falsa difundida por el entorno de la presidenta de la Comunidad de Madrid. Es un caso más, pero uno de los más importantes, de la guerra jurídica que marca el día a día de la política española.
No tropezó la otra gran protagonista de la apertura del curso judicial celebrada el pasado 5 de septiembre. Isabel Perelló, la nueva presidenta del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), ha llegado por sorpresa al puesto más importante de la carrera jurídica en España. No solo será la jefa del órgano de control político de jueces y juezas sino el nombramiento aparejado de presidenta del Tribunal Supremo. Perelló, que no entraba en las quinielas para el puesto, dedicó su discurso a subrayar un hecho: nunca una mujer había logrado poner su nombre en lo más alto del Gotha judicial. En una carrera en cuya base trabajan muchas más mujeres que hombres, los puestos de alta representatividad están desequilibrados a favor de los señores jueces. Cuando nació, se encargó de recalcar la nueva presidenta del Consejo, las mujeres no podían acceder a la carrera judicial y hasta el siglo XX ninguna había llegado al Supremo. Si García Ortiz era objeto de miradas de odio o conmiserativas, Perelló era la promesa de que todo tiene arreglo dentro de los marcos establecidos por el sistema.
Quizá por esas expectativas, al margen de esa reivindicación sobre la ruptura del techo de cristal y la denuncia implícita de la estructura patriarcal de la Justicia, la nueva presidenta del Supremo evitó entrar en el barro que impregna hoy al tercer poder del Estado. No se trata, exclusivamente, de los problemas de recursos y falta de medios que se denuncian desde la base, sino de la toma de posiciones de un sector de la cúpula judicial, que nació en democracia protegida por una supuesta crisálida de apoliticidad y neutralidad, y que en los últimos años se ha empoderado e indignado, “sobrecalentado”, como define una de las fuentes consultadas para este artículo. La renovación del CGPJ no ha conseguido estabilizar un poder del Estado que entró en crisis con el conjunto del sistema a partir de 2010, y que, en 2024, es en el que se desatan las luchas ideológicas más a cara de perro.
Casos con aroma a cruzadas políticas y alta resonancia en
telediarios y editoriales, como la operación judicial decidida a
destapar la “alta traición” de Carles Puigdemont en 2017, o la
instrucción anómala de la investigación que afecta a Begoña Gómez,
esposa del presidente, destacan por encima de otros episodios con menos
horas de televisión, pero el mismo impacto político.
Entre estos últimos están procesos como el de La Suiza, que puede terminar, si no median indultos, con seis sindicalistas de CNT entrando en prisión por participar en un piquete, o el fallo pactado que estableció una pena liviana, que no implica entrada en la cárcel, para siete empresarios condenados por abusos sexuales a menores en Cartagena (Murcia). La palabra lawfare, que se ha vuelto moneda corriente entre apocalípticos e integrados, no explica lo que ocurre con la justicia, sino más bien tapa o convierte en episódico una serie de problemas que tienen que ver con la tradición española como son el centralismo, el elitismo, el corporativismo o el sesgo patriarcal.
Contra Catalunya empezó todo
El siempre incómodo ojo escrutador de la prensa internacional ha posado sus ojos sobre el Poder Judicial español. El 5 de agosto, el semanario Newsweek publicaba un artículo en el que, entre críticas a otros sistemas como el de los propios Estados Unidos y el de Brasil, colocaba una apostilla sobre la “extralimitación judicial” del Tribunal Supremo. El artículo aludía al auto del Supremo del 1 de julio con el que la sala segunda del alto tribunal se ha negado a amnistiar a los acusados de malversación que no fueron condenados e indultados en su día. El “Supremo español está cuestionando directamente la soberanía legislativa”, apuntaba Newsweek un mes después del auto, aprobado con el único voto particular de la magistrada Ana Ferrer. “Cuando el poder judicial se excede en su papel y empieza a interferir en las decisiones legislativas, supone una amenaza importante para el tejido democrático de la nación, y España no es precisamente conocida por respetar los deseos de su población, en particular cuando se trata de catalanes o vascos”, disparaba la pieza del semanario.
El conflicto con el independentismo catalán ha dado lugar a algunos de los momentos más estrambóticos en el devenir polémico de la justicia. El origen se remonta a la sentencia 31/2010 publicada ese año por el Tribunal Constitucional, bajo la dirección de un magistrado del sector progresista, Manuel Aragón Reyes, nombrado por el Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero. La cuestión catalana, como señalaba Newsweek, ha servido desde entonces para plasmar el conflicto de la apariencia de imparcialidad y la fiebre por el cumplimiento de la “razón de Estado” que afecta a algunos miembros de la alta magistratura española. Son “jueces-soldado” de una causa que quedó definitivamente refrendada tras el discurso que, el 3 de octubre de 2017, lanzó Felipe VI contra los organizadores políticos —y sociales— del referéndum prohibido del 1 de octubre en Catalunya.
Ya antes de la promulgación de la amnistía se dio uno de los hitos de ese sobrecalentamiento. Victoria Rosell, magistrada de la Audiencia Provincial de Las Palmas, recuerda las manifestaciones contra la amnistía convocadas en noviembre de 2023 por el juez decano de la Audiencia de Sevilla. Protestas en las que destacó el hecho de que jueces y juristas iban vestidos con togas y puñetas: “Ha habido momentos en los que la derecha extraparlamentaria ha tenido más poder mediático y en la opinión pública que la derecha parlamentaria”, señala Rosell, que apunta a que esa manifestación de togas está desaconsejada expresamente por la Comisión de Ética Judicial.
Andrés Boix Palop es profesor titular de Derecho Administrativo de la Universitat de València y comentarista en el podcast La Paella Rusa, que trata con mordacidad la actualidad política desde una lógica no centralista. Algo que, cuando se trata de la alta judicatura, no es tan fácil de hallar. Para Boix, el conflicto con Catalunya ha sido un disparador de tendencias arraigadas en buena parte de la alta judicatura puesto que “tocó un tema muy sensible y esto provocó que las restricciones de estos jueces, que más bien son autorrestricciones de tipo cultural e institucional, saltaran por los aires”.
El discurso del jefe del Estado contra el independentismo emitido el 3 de octubre de 2017 es, desde ese punto de vista, más un síntoma que una causa en esa tendencia a romper las apariencias de neutralidad a favor de la “razón de Estado”. Los magistrados ya habían sido animados con anterioridad a saltarse toda autocontención, pero el mensaje del rey Felipe de Borbón fue recibido con claridad: “De repente tienes al rey diciendo: ‘de autocontención nada: me parece muy bien que vayáis por esa línea’ y eso tiene un efecto”, apunta Boix.
La reacción de las togas ha coincidido en el tiempo con la movilización de la “España de los balcones” contra el independentismo y, más tarde, con la eclosión de la “protesta cayetana”, el fenómeno de movilización de sectores conservadores que hace ahora un año desataron una revuelta contra el proyecto de Ley de Amnistía. Todo ha funcionado bajo el son de la frase del expresidente del Gobierno José María Aznar: “El que pueda hablar, que hable, el que pueda hacer, que haga, el que pueda aportar, que aporte, el que se pueda mover, que se mueva”.
Pero la extralimitación de determinados jueces, la inusitada movilización de las togas contra la ley —incluso antes de que esta fuera promulgada— y el juego de confrontación con representantes políticos de las bancadas de la izquierda vienen determinadas especialmente por problemas de diseño y de tradición. El último barómetro de la Comisión Europea realizado en febrero de este año mostraba que la mitad exacta de la población confía poco o muy poco en el sistema judicial —solo un 37% confía mucho o bastante— y que la llamada politización, es decir, la dependencia del poder político, es el elemento clave de esa desconfianza: dos de cada tres personas creen que hay muchas “presiones o interferencias en el sistema por parte de políticos y del Gobierno”, y un 51% cree que esas presiones o interferencias proceden también de los poderes económicos.
Selección de clase
Uno de los lugares comunes más extendidos respecto a la selección de jueces y juezas es el de la endogamia, pero el hecho de que muchos jueces sean hijos o hijas de no es tan determinante como el elemento de transmisión de valores instalado a través del sistema de preparación para las oposiciones. A través de esta subclase de formadores de los futuros jueces, engrosada por representantes de la cúpula judicial y, como se ha denunciado desde hace años, acostumbrada a trabajar cobrando en sobres —al margen del escrutinio de la Hacienda pública— se ahorma a los futuros jueces. “El sistema de oposición actual fabrica jueces dependientes a través de los preparadores”, señala la magistrada Victoria Rosell, una de las pocas personas que han conseguido una sentencia por prevaricación contra otro juez, Salvador Alba. De este modo, indica, “se reproduce un tipo de sesgo económico, social e ideológico”.
La expansión de la ideología dominante, el desinterés por la
formación específica en derechos humanos, feminismo o derecho
internacional, y el corporativismo son costumbres no escritas de un
proceso de selección previa en la que se comienza a cribar a quienes
servirán para el cometido de ser jueces-soldado y quienes formarán parte
de una base de la profesión que rara vez contará para los puestos de
designación directa. Eso, y hechos como que las oposiciones sean en
Madrid, facilita el filtrado de los jueces idóneos para formar parte de
una justicia cayetana, caracterizada por ser un “entramadito
relacional”, en palabras de Boix, con cierta disciplina de clan, hábitos
y aficiones compartidas, y un statu quo propio, concomitante pero no dependiente de los partidos políticos, ni siquiera del PP.
Un
testigo de la toma de posesión como magistrado del Tribunal
Constitucional de José María Macías Castaño confirma con una imagen
gráfica esa idea de una determinada casta con su imaginario, sus
costumbres y sus hábitos propios. Entre el público del acto se dejaron
ver sacerdotes vestidos como tales y altos mandos del Ejército con sus
uniformes de gala para celebrar la llegada al Constitucional de uno de
los suyos. Macías Castaño ha sido uno de esos jueces-soldado
atrincherados en el Consejo General del Poder Judicial durante más de
dos mil días. Posteriormente, el Partido Popular le ha premiado con su
designación para el Constitucional, donde hoy dirige al sector
conservador en asuntos como el recurso de inconstitucionalidad del
conjunto de la Ley de Amnistía. Al menos hasta que se determine si tiene
que inhibirse en la toma de decisiones, como ya ha hecho el exministro
Juan Carlos Campo.
Jordi Nieva, catedrático de derecho procesal, cree que hay que hablar de una influencia “de proximidad” antes que de consignas partitocráticas seguidas a rajatabla. Hay cierto nivel de simplificación en la idea de jueces de los altos tribunales como correas de transmisión de Génova, 13 incluso aunque el sistema español de nombramiento directo por parte de los partidos favorezca esa idea. Se trata, en cambio, de una cierta cultura que entronca con otra variable que se ha destapado especialmente en los últimos años, la idea de una serie de magistrados y magistradas que han abandonado la idea de que son Poder Judicial —ni más ni menos que eso— para pasar a considerarse poder político.
Salvo Juezas y Jueces para la Democracia, principal organización progresista, las otras asociaciones, tanto la mayoritaria Asociación Profesional de la Magistratura (APM) como la Francisco de Vitoria (AJFV) y el Foro Judicial Independiente (FJI), se han mostrado en contra de la modificación de la principal forma de acceso a la carrera. En 1869 se estableció el criterio básico de oposiciones, que, con pocos cambios, ha permanecido hasta hoy: memorización de casi 400 temas y recitado en dos rondas distintas. Enrique Santiago, abogado y diputado de Sumar, detalla cómo se hizo cuando no existían bases de datos, ni ordenadores “ni las leyes, que es lo más importante, cambiaban con la frecuencia que cambian ahora”.
El sistema memorístico, el “cantado” de temas, sigue siendo la clave de la selección de jueces y no se han introducido medidas extendidas en el entorno europeo como la evaluación de casos prácticos o el testeo de aptitudes en materia de sensibilidad social, neutralidad o en la capacidad de interactuar con la ciudadanía. Desde el grupo parlamentario de Sumar se ha presentado una proposición de ley de reforma de acceso a la carrera judicial: “Lo que no puede ser es que un juez o jueza entre a un tribunal después de llevar diez años apartado de la civilización, cinco años de carrera y cinco de oposición y se le ponga a impartir justicia”, señala este diputado.
Poder político
Durante su intervención en la apertura del año judicial, el fiscal general del Estado pulsó otra de las fibras sensibles del sistema actual. Álvaro García Ortiz se refirió a la necesidad de una reforma en la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que en lo esencial también fue fijada en el siglo XIX. La referencia del fiscal general del Estado se entendió en el contexto del caso dirigido por Juan Carlos Peinado en el que se investiga a Begoña Gómez. La pasada semana, en un gesto atípico, el juez Peinado pidió los números de las cuentas de Begoña Gómez y su certificado “certificado literal de matrimonio” con Pedro Sánchez.
Pero en los últimos tiempos, el magistrado Manuel García Castellón ha sido probablemente el juez que ha llevado más lejos la esquizofrenia asociada al doble papel de juez e instructor. El recientemente jubilado García Castellón ha sufrido varios rapapolvos en su intento de involucrar a la exasesora de Podemos, Dina Bousselham, y al anterior secretario general del partido morado, Pablo Iglesias, en distintos delitos durante la instrucción de un caso que arrancó de una violación de la intimidad cometida contra la propia Bousselham.
La actual secretaria general de Podemos, Ione Belarra, escribió un tuit en el que le señalaba entre otros juicios, como corrupto y prevaricador, motivo por el cual García Castellón pide una indemnización de 120.000 euros, en otro ejemplo de la mandíbula de cristal que define a algunos de estos jueces-soldado, víctimas, según su punto de vista, de los excesos de representantes políticos que denuncian, precisamente, los usos y costumbres de las instrucciones prospectivas por parte de determinados juzgados.
El objetivo de la reforma propuesta por la Fiscalía, que forma parte del plan normativo del Gobierno de 2024, es terminar con una anomalía del sistema español: el hecho de que los jueces instruyan los casos y sean, al mismo tiempo, los encargados de velar por los derechos constitucionales en materias de intromisión de la intimidad como las escuchas telefónicas, las balizas de seguimiento, las entradas en domicilios o medidas de prisión provisional. “En España, el juez de instrucción tiene un poder importante y, en ocasiones esto puede dar lugar a la limitación de las garantías”, diagnostica el juez Joaquim Bosch, miembro de Juezas y Jueces para la Democracia. Eso da pie a situaciones de “bipolaridad”, para jueces que se involucran en que prosperen las investigaciones y al mismo tiempo deben velar por los derechos de las personas investigadas.
Los casos de infiltraciones policiales destapados entre otros por La Directa y El Salto, amparados por la autorización judicial, han mostrado la faceta menos garantista de las investigaciones sobre las actividades de movimientos sociales. Para Victoria Rosell, las resistencias a esa modificación se enmarcan en el hecho de que muchos jueces consideran que “se pierde poder, pero es importante subrayar que perder poder individual, no quiere decir perder independencia judicial”, señala. En cualquier caso, el Gobierno parece decidido a sacar adelante esta reforma… si logra el consenso con los socios de la investidura y, probablemente, si, por el camino, limita la actual vinculación orgánica de Fiscalía y Ejecutivo.
Inmersos en una legislatura
extremadamente complicada para la promulgación de leyes, los problemas
con el sistema de justicia requieren una modificación profunda que
apenas tendría efectos a corto plazo. Pero, al contrario que con medidas
sociales y económicas —salarios, ayudas a la vivienda o nuevos derechos
laborales—, subraya Enrique Santiago, en este ciclo sí se pueden “sacar
adelante reformas de libertades democráticas”. Poner fin a la guerra
jurídica no parece fácil, más teniendo en cuenta que cualquier reforma
que toque los privilegios del Poder Judicial parece destinada a
amplificar el coro de quienes acusan de golpista al actual Gobierno. La
tradición, el corporativismo, la ideología y esa sensación de que todo
vale si se cumple determinada noción del Estado y sus razones, torpedean
los intentos de modificación de un sistema que trasciende el lawfare actual y se remonta, como los curas y los militares, a una determinada idea de España que nunca cambia, que solo se transforma.
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Siete magníficos.
Manuel Marchena. Presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo
La cabeza más visible de la sala de lo penal del Supremo es el hacedor de la sentencia más importante en lo que va de siglo: la condena contra nueve políticos independentistas por un delito de sedición. Este verano, la misma sala ha dado otro golpe de mazo contra una solución política del conflicto con Catalunya al negarse a aplicar la Ley de Amnistía en los delitos de malversación. En el currículo de Marchena también se debe anotar haber instado a la retirada del escaño de Alberto Rodríguez (Unidas Podemos) por un delito que no implicaba pena privativa de libertad. Se jubila en noviembre de 2024.
Pablo Llarena. Magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo
Llarena ha sido instructor de la causa del procés y, también, el ideólogo de la rebeldía contra la Ley Orgánica 1/2024 de Amnistía basada en el delito de malversación supuestamente cometido, entre otros, por Carles Puigdemont —que no ha sido juzgado ni por ese ni por ningún delito—. Lo paradójico es que anteriormente Llarena rechazó emitir euro órdenes contra Puigdemont para que fuera detenido por malversación. Esto ha sido objeto de fuertes críticas.
Carmen Lamela. Magistrada en la Sala Segunda del Tribunal Supremo
La más conocida de las jueces que emprendieron la cruzada contra tuiteros, raperos y activistas que tuvo lugar desde la Audiencia Nacional a comienzos de la década pasada es hoy una de las magistradas de la cuota conservadora en la sala segunda. En julio de este año, la propia Audiencia Nacional obligó al Ministerio de Justicia a indemnizar con 54.650 euros al activista anarquista Juan Manuel Bustamante, ‘Nahuel’, que estuvo más de un año en prisión provisional acusado de terrorismo en un sumario que se diluyó como un terrón de azúcar. La instructora del caso fue Lamela. Los que pagarán la indemnización, los contribuyentes. Y la víctima de la “razón de Estado”, Nahuel.
Pablo Lucas. Magistrado de la Sala Tercera del Tribunal Supremo
Este verano, el nombre de Lucas ha estado en primera plana de la actualidad judicial por ser el candidato conservador —el preferido del Partido Popular— para la presidencia del Consejo General del Poder Judicial. Pero Lucas es algo más que eso. Ha sido, durante los últimos 15 años, el magistrado competente para la autorización de registros, intervenciones telefónicas y escuchas del Centro Nacional de Inteligencia. Es decir, entre otros asuntos, ha sido el encargado judicial de manejar la “carpeta Pegasus” en el caso más importante de espionaje político de nuestra era.
José María Macías. Magistrado del Tribunal Constitucional
Recién llegado al órgano “intérprete supremo de la Constitución española”, Macías tiene un largo recorrido en la alta judicatura española. Durante diez años ha sido uno de los puntales de los conservadores en el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), tanto en su mandato regular como el mandato ilegítimo derivado de la no renovación del gobierno de los jueces. La Fiscalía ha solicitado la recusación de Macías en el examen de inconstitucionalidad de la Ley de Amnistía dado que, como vocal del CGPJ, se manifestó en dos ocasiones en contra de dicha ley.
Joaquín Aguirre. Titular del juzgado de instrucción número 1 de Barcelona
La prueba de que la frase “el que pueda hacer, que haga” de José María Aznar fue recibida por elementos de todo el estamento judicial y no solo por los cargos de nombramiento directo. Aguirre sostiene la instrucción de la “trama rusa” con la que se investiga a Carles Puigdemont y a otra decena de personas por posibles delitos de “alta traición” que, según su criterio, no caben en la Ley de Amnistía. En julio, Diario Red publicaba unos audios en los que Aguirre relacionaba su instrucción con la primera votación fallida de la ley del perdón en el Congreso de los Diputados.
Manuel García Castellón. Exjuez de la Audiencia Nacional
El 2 de septiembre, el Boletín Oficial del Estado publicaba la jubilación por edad de Manuel García Castellón, un juez que llevaba desde los años 90 en la Audiencia Nacional con dos periodos largos de comisión de servicios en Francia e Italia. Con García Castellón han quedado desmontadas varias causas que afectaban al Partido Popular y a algunos de sus representantes más conocidos —Esperanza Aguirre, María Dolores de Cospedal o M. Rajoy— y, en cambio, se ha dado la vuelta por fas y por nefas a las causas que afectaban a Podemos y Pablo Iglesias. Otra de sus causas estrella, la de Tsunami Democrátic, quedó sobreseída por un error suyo en el procedimiento.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/justicia/descredito-lawfare-imperio-jueces-soldado