Los desastrosos resultados electorales de Izquierda Unida en marzo de 2008 pusieron de manifiesto el final de un proyecto que, dos décadas atrás, intentó regenerar el mapa político en España llevando la voz a los trabajadores y de las fuerzas sociales más vivas a las instituciones. Llegó a contar con un apreciable arraigo en los […]
Los desastrosos resultados electorales de Izquierda Unida en marzo de 2008 pusieron de manifiesto el final de un proyecto que, dos décadas atrás, intentó regenerar el mapa político en España llevando la voz a los trabajadores y de las fuerzas sociales más vivas a las instituciones. Llegó a contar con un apreciable arraigo en los años noventa, y, bajo la dirección de Julio Anguita, intentó convertirse en un instrumento eficaz para los trabajadores. Sin embargo, en este nuevo siglo, Izquierda Unida ha ido perdiendo identidad, ha difuminado su ideología, ha perdido a la mayoría de las organizaciones que la integraban originariamente, y ha transformado su carácter fundacional de movimiento para adoptar un perfil pragmático, de partido político convencional, con un marcado carácter posibilista, más preocupado por luchas de banderías para conquistar puestos políticos remunerados que por una acción impulsora del progreso social; limitando al mismo tiempo, en ese recorrido, la democracia interna, perdiendo contacto con las luchas sociales, para acabar convertida en una caricatura de la función para la que fue creada, y muy lejos de conseguir aplicar aquella ambiciosa «otra forma de hacer política». Hoy, Izquierda Unida tiene una precaria entidad organizativa, feudataria de los procesos electorales pese a que no cuenta ya apenas con presencia institucional relevante, y, por si fuera poco, proyecta entre los ciudadanos la imagen de una organización sumida en una crisis terminal. Por añadidura, su situación económica refleja su escaso vigor y un horizonte sin apenas perspectivas. No es para celebrarlo, pero aquel plan de una Izquierda Unida que se empezó a articular hace más de dos décadas, ha muerto. No creo posible una refundación, pese al esfuerzo con que muchas de las voces la postulan, casi siempre honestas y respetables. La izquierda comunista se halla encerrada en un laberinto del que no sabe salir.
Izquierda Unida nació en medio de una crisis del comunismo español tras una desastrosa gestión de Santiago Carrillo que culminó en la catástrofe electoral de 1982, y, pese a la grandilocuencia con que se adornaron algunos pronunciamientos, su creación fue una respuesta que ya tenía en su interior el anuncio de nuevas crisis, que se agravarían con la absurda apuesta por una doble organización, entre el PCE e Izquierda Unida, que acabaría por agotar las energías de la militancia y generó inevitables enfrentamientos políticos. Además, una lectura poco rigurosa de los cambios del nuevo capitalismo, restó eficacia, sobre todo en los últimos años, a una acción política que se iba tornando casi exclusivamente institucional, con el abandono de muchas organizaciones fabriles y de barriada.
Porque para combatir el nuevo capitalismo no sirve esta Izquierda Unida, aunque tampoco los partidos comunistas europeos que no sepan leer las nuevas relaciones sociales y no se inspiren en las nuevas necesidades de los trabajadores, inmersos en un mundo que ya no es el de veinte años atrás, por no hablar del que conocieron nuestros mayores en la posguerra mundial. El capitalismo como sistema, como formación social, tuvo en Europa un periodo excepcional (digamos, «civilizado»), durante los cuarenta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial: fue una etapa definida por la victoria antifascista en la guerra, por la aprobación de constituciones progresistas en países como Francia (De Gaulle, un hombre conservador, ¡impulsaba nacionalizaciones en la economía!) o Italia, y por el ascenso de la Unión Soviética, que, pese a su destruida economía, consiguió un gran prestigio entre la población mundial por su sacrificio frente al nazismo, prestigio que acompañó a casi todos los partidos comunistas. El ascenso de la izquierda y la creación de un bloque socialista europeo, limitaron el capitalismo depredador, que, sin embargo, volvió a mostrar su falta de escrúpulos a finales de los años ochenta y, de forma más contundente, tras la desaparición de la URSS, destruyendo muchas de las conquistas obreras, introduciendo la precariedad en el trabajo y disolviendo la vieja solidaridad de clase entre buena parte de los trabajadores.
Tras la confusión de la primera posguerra, el contraataque de la derecha llegó con el duro discurso anticomunista de Truman y siguió con el aprovechamiento de los sucesos de Budapest, en 1956, y con la sistemática utilización de los crímenes del stalinismo, tras las revelaciones del XX Congreso del PCUS, por parte de los nuevos aparatos de propaganda y comunicación que se harían omnipresentes en los países capitalistas desarrollados a partir de los años setenta. La desaparición de la URSS fue una ocasión de oro para el liberalismo burgués, que se dispuso a destruir y dispersar las energías sociales y las organizaciones comunistas y de la izquierda anticapitalista, y cuyas consecuencias han afectado también a la socialdemocracia y a la vieja extrema izquierda. Las distintas expresiones políticas del liberalismo burgués no han renunciado a culminar ese objetivo, y la presión continúa: con ilegalizaciones de partidos comunistas en algunos países de la Unión Europea, con el acoso político (como en la República checa, por ejemplo) y el impulso de campañas de desprestigio, que, en España, han llevado a criminalizar al PCE, pese a su incontestable defensa de la libertad bajo la dictadura franquista. Ese eficaz contraataque de la derecha ha conseguido frutos evidentes, entre otros, el retroceso del sindicalismo obrero, que, atemorizado por las señales de crisis y el retroceso de la izquierda, ha aceptado limitar sus demandas. En España, esa transformación del sindicalismo, sobre todo de Comisiones Obreras, ha contribuido a la pérdida de influencia social del movimiento obrero, configurando un sindicalismo de servicios que ha afectado también a la base social de Izquierda Unida y del PCE.
Junto a ello, limitándonos a España, en los últimos quince años la presión de los medios de comunicación ha afectado a la militancia comunista, a la que han bombardeado con operaciones sucesivas, desde la necesidad de una supuesta casa común de la izquierda, que implicaba la liquidación del PCE y el agrupamiento en un PSOE casi liberal, hasta la insistencia en el fracaso del comunismo y del socialismo, pasando por el estímulo de un confuso ecosocialismo y por espejismos como el de las atrabiliarias, y hoy olvidadas, izquierdas periféricas, por citar algunas campañas de desprestigio y de fomento de la división (que han sido constantes a lo largo de los últimos años: recuérdese las propuestas de Sartorius, Carrillo, Almeida, López Garrido, Ribó y tantos otros, todas ellas jaleadas y presentadas en su día como meritorios esfuerzos de renovación, que no hace falta recordar en que han concluido). Además, a lo largo de los treinta años transcurridos desde el final de la dictadura y del inicio del cambio político, el PSOE ha mantenido una deshonesta y agresiva política con relación al PCE y a Izquierda Unida, estimulando vías para conseguir la desaparición de una fuerza política a su izquierda en lugar de apostar por formas de colaboración para desarrollar propuestas conjuntas progresistas. El PSOE ha contado para ello con grandes recursos, y con poderosos apoyos entre los medios de comunicación que crean opinión en el país, y ha conseguido dañar significativamente al PCE y a Izquierda Unida, atrayendo a quienes se mostraban más preocupados por puestos remunerados de representación política.
Hoy, como si hiciera un bucle en el tiempo, el capitalismo de nuestros días tiene rasgos radicalmente modernos pero, al mismo tiempo, entronca con la más miserable explotación del pasado, con el nacimiento de las grandes empresas y dinastías burguesas en el siglo XIX y su rastro de miseria y desolación, porque la colonización, el esclavismo, las guerras de conquista no son sólo un fenómeno histórico, sino una realidad a inicios del siglo XXI. Puede decirse que el capitalismo siempre ha sido así, aunque Europa haya vivido cuatro décadas de excepción, y que ahora vuelve a serlo, en un mundo definido por la aparición de nuevas potencias emergentes, como China y la India, y por la manifestación de una crisis capitalista que acompaña al relativo, pero persistente, declive del poder global de los Estados Unidos. La crisis revela además la putrefacción del capitalismo: a los mil millones de hambrientos que existen en el planeta van a añadirse más de cien millones a consecuencia de la especulación alimentaria, de la que la FAO alerta al mundo afirmando que el precio de los alimentos seguirá siendo muy elevado durante los próximos diez años. En el corazón del sistema capitalista, los Estados Unidos, la desigualdad social aumenta, y obreros y empleados afrontan la reducción de sus salarios, hasta el punto de que algunos investigadores relacionan las actuales dificultades estableciendo paralelismos con la crisis de la gran depresión. Ese fenómeno, y la voracidad empresarial que comporta, se manifiestan también en Europa.
En ese marco, buena parte de la vieja socialdemocracia, alarmada por los síntomas de la crisis e impotente para resistirse a las demandas del empresariado, ha aceptado (y va a continuar haciéndolo) las limitaciones y recortes en los derechos obreros y sociales: Blair y Brown no son una excepción en la socialdemocracia europea, sino la norma, la manifestación de la crisis terminal de los viejos partidos de la II Internacional tal y como los hemos conocido en la segunda mitad del siglo XX. Su cooptación por el liberalismo es uno de los rasgos de nuestros días, y no es casual que relevantes dirigentes socialistas franceses propugnen el cambio de nombre del Partido Socialista Francés. No es, tampoco, una buena noticia, pero limitarse a denunciar la deriva y las contradicciones de los partidos socialistas no sería una respuesta adecuada, porque hay que trabajar con su base social que, en muchos casos, está descontenta con decisiones concretas de gobiernos socialdemócratas que lesionan los derechos populares.
La otra gran familia de la izquierda se debate también en la crisis. Durante los últimos quince años, ante el frío de la derrota, una parte de las filas comunistas ha interiorizado que el futuro de los partidos comunistas, del propio comunismo como concepto y como perspectiva, está en entredicho a la vista de la corrupción y degeneración a que esa propuesta se ha visto sometida a lo largo del siglo XX. Desde luego, es una cuestión abierta a la discusión, aunque es una evidencia que los sistemas capitalistas establecidos en los antiguos países socialistas europeos no han mejorado la vida de la población, sino que la han hecho más difícil, más injusta, y que la desaparición de la URSS no ha abierto nuevos horizontes para la izquierda mundial sino que ha supuesto una catástrofe para centenares de millones de trabajadores.
Sin embargo, para los desencantados del comunismo histórico el punto de partida de la reconstrucción de la izquierda se sitúa no sólo en su propia evolución hacia otras posiciones políticas sino en la exigencia de liquidación de los partidos comunistas, que reclaman insistentemente de quienes continúan en sus filas, pretensión que, es obvio, dificulta en extremo la colaboración entre ambos sectores y no ayuda a superar la crisis de la izquierda. Esos desencantados, por otra parte, no reparan en que, de aceptarse la supuesta contaminación del comunismo por los crímenes cometidos en su nombre, deberíamos convenir en que también el socialismo como concepto está manchado, a la vista de la sanguinaria apropiación que hico el nacionalsocialismo. Y, pese a todo, desde las filas de la izquierda, nadie lo considera así en nuestros días, por no hablar de que, además, no puede aceptarse la deshonesta y tramposa equiparación entre el comunismo y el fascismo que hacen los medios liberales y que ha contaminado el imaginario de la izquierda. Por el contrario, quienes han aceptado esa opinión sobre el fin irremediable del comunismo, fomentada por los medios de comunicación y por los aparatos ideológicos de la burguesía, deberían reflexionar alrededor de un hecho significativo: los campeones de la tesis del fin del comunismo tras el colapso y desaparición de la URSS no tienen reparo en defender el capitalismo, histórico y actual, a todas luces un sistema mucho más sanguinario que el socialismo y el comunismo del siglo XX, y lo hacen por un sencillo procedimiento: el de ignorar y ocultar el sufrimiento real causado por el capitalismo, que es, sin discusión, las más terrible maquinaria depredadora que ha conocido el mundo.
Esa es la situación que debe enfrentar la izquierda comunista, y su resolución no es sencilla. Muchos de los que han apostado por una mudanza, por un aggiornamento (que no es nuevo: en Italia, poco después de la muerte de Togliatti en 1964, Giorgio Amendola, el dirigente comunista más moderado, ya propuso convertir al PCI en un partido socialista), lo han hecho en la estela de la derrota, considerando que ante la ofensiva conservadora y el retroceso de la izquierda en los últimos quince años no hay política más inteligente que camuflar el anticapitalismo, distanciándose del socialismo y del comunismo. De manera que la colaboración no es sencilla: quienes han dejado de ser comunistas pero se mantienen en posiciones de izquierda anticapitalista deberían comprender que los partidos comunistas van a seguir existiendo, aunque sea con menor arraigo que en el pasado reciente, y quienes continúan siendo comunistas deberían hacer un esfuerzo de comprensión para mantener la colaboración con quienes han dejado de serlo, entre otras razones porque las fuerzas de la izquierda no están para despilfarrar energías, y porque el recurso a la condena, al lanzamiento de anatemas, no lleva a ninguna parte, excepto al reforzamiento de la derecha.
Pese a todo, el mayor riesgo que hoy tiene la izquierda comunista española (también, una parte de la europea) es el tránsito hacia una izquierda que modere tanto su ambición de cambio social progresista que acabe convertida en un apéndice del sistema capitalista. La evolución de quienes disolvieron el PCI en Italia es muy reveladora: el Partito Democratico de Veltroni es cualquier cosa menos un partido de izquierda. En España, tras los años de dirección de Julio Anguita, el discurso que pretendía «otra forma de hacer política» naufragó en las trampas de la política institucional, de la burocratización, y en el fragor de la lucha de banderías a la conquista de puestos de trabajo políticos. Por otra parte, hay que ser conscientes de que esa moderación del discurso, esa renuncia a los objetivos históricos que es uno de los riesgos del momento, aunque no se formule de esa forma, adopta siempre el vocabulario de la «renovación», del «realismo», de la «modernidad». En Italia, siempre sensibles a la retórica, el tránsito y la mudanza han adoptado ridículas y banales denominaciones «ecologistas»: Olivo, «arco iris», incluso Margarita, como si muchos prófugos del comunismo estuvieran empeñados en hallar una nueva música para camaleones.
A veces, esa opción que se ha adornado de un lenguaje renovador ha hecho de la necesidad, virtud, llegando a creer en el valor terapéutico del abandono paulatino de la propia identidad política, de la ideología del cambio socialista. De esa forma, apostando por una izquierda ambigua, incapaz de renovarse para adaptar su política a las nuevas realidades manteniendo su carácter revolucionario, ha mudado su condición en aras de un pragmatismo que tiene un solo horizonte: las instituciones. Esa opinión que postula la búsqueda de lo nuevo, tildando de antiguallas las posiciones de quienes defienden el socialismo y creen que los partidos comunistas continúan siendo instrumentos útiles, corre el riesgo de disparar en la dirección equivocada. Todas las propuestas políticas que, con variantes, han adoptado ese camino, han retrocedido a extremos de los que probablemente no eran conscientes en el momento de su lanzamiento, hasta el punto de que ellos mismos no pueden reconocerse hoy: ahí está el ejemplo de los artífices de la svolta della Bolognina adulando al Vaticano, a la Confindustria y a Washington; de los verdes alemanes, o de los nuevos ecosocialistas españoles; también, parcialmente, de Izquierda Unida, y de la confusa trayectoria del Partido Comunista Francés en los últimos años. Porque todos los territorios de los que la izquierda comunista se ha retirado han sido ocupados por la derecha. Para colmo, ni siquiera la mudanza ideológica ha traído el éxito electoral, sino la profundización de la derrota, la desorientación política. Por eso, convertir Izquierda Unida en un nuevo partido político convencional, que tome distancia de su origen, por mucho que se adorne con la recurrente y vacía «nueva forma de hacer política», sería profundizar en la crisis y en el error.
Trabajar por una izquierda incierta, desvaída, confusa, no es la mejor de las soluciones; pensar exclusivamente en las próximas elecciones, tampoco: resta un trabajo de años para recomponer las redes de la solidaridad obrera, para impulsar redes asociativas y reconstruir el imaginario de la izquierda. No hay más remedio que trabajar sin obsesionarse por los resultados electorales inmediatos, tendiendo puentes, impulsando campañas concretas con el conjunto de la izquierda social, desterrando el sectarismo, siendo conscientes de que la izquierda revolucionaria debe contar con que buena parte de sus potenciales votantes no cree en las instituciones y no participa en las elecciones, al tiempo que los inmigrantes no tienen derecho al voto.
A veces, las palabras son talismanes: como en Italia, donde se habla de refundar el «partido de la refundación comunista». En España, el lenguaje de quienes quieren salir del laberinto se retuerce: se piden Estados generales de la izquierda, procesos constituyentes, una «Constituyente», una refundación o varias refundaciones, etc, siempre en el centro del laberinto. Gaspar Llamazares y personas de su confianza han lanzado la idea de «un proceso constituyente para una Izquierda Unida abierta», de lo que se desprende que otros optan por una izquierda cerrada, obsoleta. No es buen camino, desde luego: insistir en los inconvenientes de las luchas internas y en su influencia entre los electores es razonable; no lo es tanto, que quien mantiene esa posición pretenda olvidar que ha sido el artífice de la mayoría de enfrentamientos, desde Asturias a Valencia. Tampoco lo es que quien ha gobernado la subordinación de Izquierda Unida al PSOE enarbole ahora ese error para explicar las enormes dificultades actuales del proyecto. Pero insistir en los agravios tampoco lleva a ninguna parte.
Limitarse, además, a reclamar «derechos sociales, el medio ambiente, o los derechos de igualdad» profundiza en el desconcierto, en la deriva de una izquierda que utiliza un lenguaje y define unos objetivos que pueden ser asumidos por cualquier organización democrática, porque ¿quién va a negarse, en sus declaraciones, a ampliar derechos sociales, a preocuparse por el medio ambiente, a postular una mayor igualdad? Hay que hacer propuestas concretas: impuestos sobre los beneficios empresariales, por ejemplo, insistir en reformas profundas, impulsar la exigencia de una democracia social. La derechización social no se combate con renuncias, y aunque las dificultades son enormes, hay que apostar decididamente por la libertad en un momento en que la propia democracia está en crisis, asediada por las imposiciones de la nueva derecha europea. Es revelador que el propio Llamazares hable de «reconstruir el proyecto» de Izquierda Unida, porque, al decirlo, pone en evidencia que amenaza ruina, y parece lícito preguntarse si quienes han gestionado esa deriva hacia la catástrofe pueden ahora reconstruir los restos. Pese a todo, hay que contar con todas las voluntades de izquierda, y la explícita formulación que hace Llamazares de que necesitamos una izquierda que supere el capitalismo y trabaje para construir el socialismo, indica que su lugar no está en la socialdemocracia ni en un pequeño partido más o menos radical, sino al lado de las expresiones de la izquierda radical, revolucionaria, sabiendo que, hoy por hoy, electoralmente, más allá de Izquierda Unida no hay nada.
Repetir los viejos comportamientos de las organizaciones de extrema izquierda del pasado, que se limitaban a repartir acusaciones de traición, no lleva tampoco a ninguna parte, ni construye ninguna alternativa, porque profundiza la desconfianza, la división. Sin embargo, hay que volver a reflexionar sobre la «transición democrática»: las pragmáticas decisiones de Santiago Carrillo (entre ellas, el acatamiento de la monarquía), impuestas a la dirección del PCE hace treinta años, se revelaron un error mayúsculo, que no deben seguir pagando los comunistas, porque, además, los gestores de aquella política no están hoy en el PCE, que, por otra parte, es uno de los promotores de la exigencia de una nueva Constitución, superadora de la de 1978, que articule una III República. Ese camino debe ser una de las guías de acción para los próximos años. Pese al retroceso de la izquierda, no hay que moderar el discurso, sino recuperar las ideas fuertes, los proyectos ambiciosos, volver a recorrer las calles de los suburbios, desarrollar la acción política en las fábricas, organizar la vida, preparar la resistencia, y eso no va a hacerse en las oficinas parlamentarias, sino preparando un programa, volviendo a organizar grupos sociales activos, articulando objetivos que lleguen al corazón de los trabajadores, que se atrevan a apostar por una vida nueva y no apenas por una vida gris llena de renuncias y de televisiones de cloaca. La modernización de la izquierda no debe significar una renuncia, sino un acercamiento a los sentimientos populares, la exigencia de una nueva democracia, el impulso de una ley electoral democrática y proporcional. Lo más sensato para el conjunto de la izquierda es impulsar la camaradería, la convivencia, que debería ser alrededor de objetivos, de programas políticos, más que en la construcción de un único referente organizativo en una sociedad cambiante.
¿Cuáles son las demandas sociales que deberían guiar la acción de la izquierda? El trabajo como derecho universal, el combate contra la precariedad y la exclusión, el derecho a la vivienda, la sanidad y la educación públicas, la resistencia ante las iniciativas de nuevas privatizaciones, los derechos de la juventud, la exigencia de igualdad efectiva entre hombres y mujeres, la anulación de los privilegios de la Iglesia católica, la lucha contra la corrupción y el egoísmo empresarial, la limitación del poder de las empresas, la búsqueda de la hermandad con los inmigrantes y la denuncia de su vergonzosa explotación por los empresarios sin escrúpulos; la demanda de una nueva democracia que sólo puede ser republicana, el impulso de una política exterior que fomente la paz, la retirada de Afganistán y el Líbano, el desmantelamiento de las bases norteamericanas, la disolución de la OTAN. Sin olvidar cuestiones inmediatas como la llamada Agenda de Lisboa, la nueva flexiguridad, las migraciones globales, el desarrollo de los países pobres, la conservación de la naturaleza para evitar el cambio climático, y la necesidad de una política exterior de defensa de la paz y estímulo del desarme, junto al diseño de formas de colaboración de la izquierda en la búsqueda de un nuevo equilibrio internacional; y, más allá, el socialismo. Es ambicioso, desde luego, pero ¿por qué íbamos a renunciar a nuestras más dignas ambiciones? Para trabajar en todos esos apartados hay en la izquierda sabiduría social suficiente para avanzar, renovando al mismo tiempo las organizaciones, aprendiendo de la gente sencilla, de los militantes honestos, articulando una izquierda que debe conjugar el examen de los nuevos fenómenos dejando de lado la ridícula lucha de banderías por puestos de trabajo políticos. Repetiré aquí lo que he dicho en otro lugar: la representación en las instituciones debe ser por una legislatura; y la designación, por sorteo; teniendo bien presente lo que decían en los medios obreros vascos a principios del siglo XX: en las instituciones hay que poner a los militantes más honrados, y vigilarlos como si fueran ladrones.
¿Sirve para todo ello Izquierda Unida? Creo que no, porque su trayectoria se ha agotado, aunque la inercia de la organización hace probable que se celebre la IX asamblea en noviembre y que todo continúe igual, arrastrándose en la agonía, escenificando ante el país el espectáculo de una organización que no sirve para los objetivos que fue creada y se convierte en un espantajo de sí misma. De manera que hoy la izquierda española no cuenta con organizaciones significativas: por eso es tan importante el reforzamiento del PCE. Si, como todo parece indicar, continúa existiendo una Izquierda Unida residual, podría convertirse en uno de los integrantes (al igual que el PCE, que sigue siendo imprescindible) de una nueva coalición de izquierda que debe construirse casi empezando desde abajo, descartando las dobles o triples estructuras organizativas que no hacen más que agotar la energía de la militancia, porque, tal vez, la casa que necesita la izquierda española no es una nueva organización, sino un programa conjunto, asumido por la mayoría de las fuerzas de izquierda, que permita a cada una de ellas mantener su identidad, sus organizaciones, porque en este país van a continuar existiendo los socialistas, los comunistas, los anarquistas y otras expresiones de la izquierda, y no parece que sea un buen inicio para colaborar exigir a los demás que se disuelvan. Guardando todas las distancias históricas evidentes, debería ser un punto de encuentro similar a lo que fue el Frente Popular de 1936, que no significó limitaciones ni renuncias para ninguna fuerza de la izquierda. Ese programa, que debería congregar a la mayoría de la izquierda, tal vez con pasos intermedios, podría suponer el inicio de la recuperación de la izquierda, sin descartar la presentación de candidaturas del PCE en las próximas elecciones, porque no está escrito que deba renunciarse a que el país tenga un proyecto político comunista que estimule los cambios sociales.
Una última precisión. En esa convicción, la renovación comunista es imprescindible, porque la conversión del socialismo y el comunismo en un decorado de cartón-piedra sería la otra cara de la moneda del abandono, de la renuncia, de la rendición. Porque la izquierda, perdida en el laberinto, podrá equivocarse muchas veces, pero debe conseguir no equivocarse nunca de bando, que siguen siendo los trabajadores, los excluidos, los inmigrantes, los pobres, porque la apuesta sigue siendo la revolución social, el socialismo.