Si algo estaba meridianamente claro desde que el Gobierno de Lakua hizo público su proyecto de Ley de Consulta es que si llegaba a ser aprobado en el Parlamento de Gasteiz, nunca pasaría el tamiz del Tribunal Constitucional. Por mucho que el lehendakari adujera tener informes jurídicos que avalaban sus planes, a nadie se le […]
Si algo estaba meridianamente claro desde que el Gobierno de Lakua hizo público su proyecto de Ley de Consulta es que si llegaba a ser aprobado en el Parlamento de Gasteiz, nunca pasaría el tamiz del Tribunal Constitucional. Por mucho que el lehendakari adujera tener informes jurídicos que avalaban sus planes, a nadie se le podía esconder que una propuesta de las características de la presentada no encaja ni en el texto de la Constitución española de 1978 ni en el espíritu que reina entre los encargados de interpretarla, sean estos gobernantes con licencia para pedir suspensiones, diputados con derecho a recurso o los tribunales encargados del fallo final. La sentencia conocida ayer es nítida al respecto, en España no hay más sujeto de decisión que «la Nación constituida en Estado». Ese es el fondo de la cuestión, porque otras argumentaciones procedimentales, como la definición de referéndum o la invalidez de la tramitación por lectura única, podrían salvarse si la cuestión no afectara al núcleo mismo de la esencia actual de España: su indivisibilidad y la negación de cualquier otro sujeto político.
Todo esto lo sabían a la perfección el lehendakari, Juan José Ibarretxe, y los partidos que sustentan su Gobierno. No en vano éste es el marco jurídico que el PNV pactó hace treinta años y que ha defendido siempre que le ha resultado de utilidad.
Lo que hoy debería explicar el lehendakari -en lugar de hacer una declaración tan previsiblemente altisonante como de nula eficacia práctica- es por qué ha embarcado a miles y miles de ciudadanos y ciudadanas que creen en él en una aventura política condenada a estrellarse contra el muro del Estado si no tenía voluntad o posibilidad de mantener la confrontación democrática con ese Estado una vez que recibiera la primera bofetada. La historia de la Ley de Consulta acabó ayer. Pero no acabó porque el Tribunal Constitucional haya dictado su inconstitucionalidad, sino porque ni el Gobierno ni los partidos que debieran de seguir defendiéndola tienen intención de mantener su apuesta más allá de un pataleo inicial.