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El marxismo no utópico o nunca digas adiós

Fuentes: Rebelión

Doña muerte pretendió dar por terminada la historia de la inteligencia más irreverente, anárquica y delirante de la cinematografía estadounidense, el 19 de agosto de 1977, llevándose a Groucho Marx, artífice y cómplice del humor que zarandeó la lógica profiláctica y moralista del público yanqui. Groucho y sus hermanos, Chico, Harpo y Zepo, descargaron metrallas […]

Doña muerte pretendió dar por terminada la historia de la inteligencia más irreverente, anárquica y delirante de la cinematografía estadounidense, el 19 de agosto de 1977, llevándose a Groucho Marx, artífice y cómplice del humor que zarandeó la lógica profiláctica y moralista del público yanqui. Groucho y sus hermanos, Chico, Harpo y Zepo, descargaron metrallas de imágenes surrealistas para hacer estallar con carcajadas la tensión beligerante que su época instaló en la vida. Construida con esfuerzos incuestionables, la carrera de los hermanos Marx, se abrió paso en la maraña histórica de las dos guerras. Pisaron carpas, ferias y teatruchos para rescatar sueños y esperanzas de las emboscadas que la miseria y el sistema tendían. Capaces de casi cualquier locura, los Marx alimentaron la de alcanzar fama y riqueza, a fuerza de escalar con su visión delirante de la realidad, el abismo mediocre en el que se mecía Holliwood. Y lo lograron.

El proceso que formó a los Marx y permitió concretar sus ambiciones parecía en aquel tiempo el único posible. Había que cursar el trámite de privaciones que la realidad dispuso para estos descendientes de inmigrantes, empeñados en seducirnos. En todo caso, el trámite no fue sólo eso, también fue escuela que puso en contacto el interés artístico de los Marx con el sentimiento estético de la población que podía pagar un rato de diversión en un teatro barato. Ahí también se formaron otros.

En la época de las vacas gordas comenzó a rondar en la cabeza de los Marx la idea de dar el paso definitivo hacia el estrellato. A instancias de Chico, quien preguntaba cada vez que podía «¿por qué no actuamos en Broadway?», ocurrió la respuesta :

– Mira Chico, no somos lo bastante buenos. En Broadway no triunfaríamos. Somos actores de variedades. El público de Broadway exige clase y eso es algo que no tenemos.

– ¿Clase? ¿Qué tienen los de Broadway que no tengamos nosotros?- preguntó Chico quien afortunadamente nunca padeció falta de confianza en sí mismo.

– Bueno- insinué, están Ed Wynn, Willie Howard, Edie Cantor, Al Johnson, Clark y Mc Colough, Frank Tinney, Montgomery y Stone…y otras cuantas figuras bastante conocidas.

– ¡Tonterías!- interrumpió Chico-. No son mejores que nosotros. Todos ellos trabajaron en variedades. Si ellos han podido dar el salto, ¿por qué nosotros no?» (Groucho Marx)

Y lo dieron. La comicidad feroz y disparatada que finalmente llevó a los Marx al celuloide en 1929, abreva directamente de la vida misma, calcada cinematográficamente. Lo descabellado de sus situaciones escénicas y el tono insolente e irónico de su humor, no son distintos a los de su cotidianeidad difícil, forjadora de los cuatro hermanos más famosos del cine.

La filmografía de los Marx desde «Coconouts» de Robert Florey y Joseph Stanley (1929), «Animal Crackers» de Víctor Herman (1930), «Money Bussines» de Norman Mc Leod y «Duck Soup» de Leo Mc Carey, hasta «Copacabana» (1947) o «Skidoo» (1969) contiene la propuesta lúcida que una visión especialmente crítica dejó impresa en una industria que no volverá a ver producciones similares, a pesar de algunos intentos soterrados rayanos en la imitación.

El humor de los Marx tiene una raíz que alimenta su obra con la estética popular. Del contacto cultural de una población inmigrante dispuesta a encontrar su proyecto de identidad en medio de rupturas existenciales, los Marx asumen elementos que se integran a una estructura lúdica, que poco a poco amplificó el destino de sus discursos.

La premisa del humor en los Marx es la de aventuras juguetonas facultadas para la transgresión permanente de formulismos para el comportamiento social. Humor que no se producía para públicos intelectualizados. Relatos de actitudes declaradamente desarticuladoras opuestas siempre con los contextos. Ruptura de solemnidades forzadas al ridículo como estrategia constante arrinconadora de estereotipos y convicciones convencionales. Proceso que se acumula en el espectador para quebrar tensiones y derivar en carcajadas no ajenas a un cierto nerviosismo sutil. Ese rompimiento conceptual provocado por los Marx fractura lo espacial y lo temporal para abrirse a la descarga de un conjunto emocional que al paso de la película muerde anzuelos en profundidades del océano subconsciente. El humor de los Marx, asociado frecuentemente con el surrealismo, penetra en la veta de asociaciones y proyecciones cada vez más profundas, a fuerza de jugar con repertorios de símbolos en los que el auditorio se descubre a sí mismo y se sorprende cómplice, urgido de experiencias similares a las que contempla.

Existe un componente onírico tramado por los Marx para hacer de las suyas en un discurso que enfrenta la realidad con recursos siempre inagotables e inesperados que revalidan el propósito de rupturas constantes, encadenadoras de carcajadas nuevas.

Es ese humor el que logró distender en el público la tirantez producida por la historia, humor que encontró resonancia pertinente en audiencias que aprendieron a amplificar un modelo inédito de apreciación estética, contundente e irredento, que puso en jaque valores empeñados en engañar a la vida. El humor socarrón de los Marx alcanza a ser virtuoso también en su capacidad de maniobra técnica en un arte cinematográfico balbuceante. El espectador acepta rotos o modificados todos los esquemas para prestarse al juego planeado por estos cuatro hermanos de la locura. En «Sopa de Ganso» los Marx dirigen una guerra desde un cuarto en el que ocurren simultáneamente proyecciones y detonaciones conceptuales y, por momentos, también subliminales. En ese contexto aparece Groucho para impartir órdenes no sin antes marcar las tarjetas que controlan las asistencias.

La comicidad de los Marx no olvida al amor que es ingrediente permanente en su filmografía. Su tratamiento es recursivo y cumple a menudo funciones balsámicas, tranquilizantes de apetitos desordenados. El amor irrumpe con su dosis de formalidad bizarra para darle una categoría particular al juego simbólico que cursa febril ante la conciencia atónita del espectador ya cautivo. Es un humor capaz de traducir las necesidades humanas fundamentales en imágenes convergentes con la insubordinación de la razón ante los mandatos de un modelo social provechoso para unos cuantos.

El marxismo no utópico de los hermanos Marx percibió también la presencia de un fantasma que recorría su país y cultura dando de comer a la historia bocadillos de carne humana para completar la dieta del exterminio en este siglo. Signo y también símbolo, Groucho traspasó los umbrales de su tiempo, de la lógica y de las convenciones, para asumir un mito que lo puso a salvo del ágora de los snobs. Groucho estableció las premisas para salvarse de las ataduras formales que viciaron al cine de todos los tiempos. Groucho fundió en su imagen tiempos y espacios, salvoconducto contra la obviedad cronológica que devasta paradigmas. Groucho contrapuso textos y subtextos para nutrir su personaje con vida real y ficticia sin contradicciones. Groucho generó su antisigno y antisímbolo para abrir una antiheroicidad y rebeldía estética inéditas.

Quizá por eso Groucho se aleja lento pero firme de la memoria colectiva, víctima de una celada que el star system le tendió apropiándose de una parte suya para venderlo en tarjetitas postales, anécdotas, libritos y anteojos de plástico con nariz y bigotes descomunales. O tal vez sea mejor pensar que su olvido es un chiste irónico más, ideado por los Marx para hacerle al futuro una mala pasada.

Holliwood entregó a Groucho en 1974 un Oscar por el conjunto de su obra. Hipocresía rabiosa de un animal inclemente dispuesto a destruir cualquier inteligencia. En ese mismo año se reestrenó «Animal Crackers», que durante casi veinte años enlató la censura.

La frescura, fuerza y verdad con que Groucho y sus hermanos llenaron la pantalla constituye un suceso ético y estético que merece ser repuesto permanentemente para cuestionar todos los modelos y esperpentos del star system y la cultura de masas, y merece ser repuesta sobre todo la actitud ante la vida de estos cuatro maestros de la risa, mantenida hasta los últimos momentos y en condiciones descabelladas .

Hacia el final de su vida Julius (nombre real de Groucho) pasó momentos largos hablando y pensando en torno a la vejez y a la muerte, preocupado por el deterioro de la vida y por un cierto miedo a la pobreza estacionado en su espíritu durante muchos años. Llena de contrastes, la vida de Groucho le ofreció panes rellenos de crema a seis por quince centavos y sumas exorbitantes, resultado de sus andanzas en Wall Street. Amores, sinsabores, placeres y dolores siempre con tendencia a los extremos donde las locuras se exaltan. Película que de filmarse sería idéntica a todas las realizadas por los Marx.

«Creo que la mejor manera de resumirlo es mediante el relato de lo que ocurrió no hace mucho tiempo. Estaba paseando por State Street de Chicago, cuando una pareja de mediana edad se acercó y empezó a dar vueltas a mi alrededor; pasaron ante mí dos o tres veces examinándome como si yo fuese un ser ultraterreno. Finalmente, la señora, vacilante, se acercó y me preguntó : – ¿Es usted, verdad? ¿Es Groucho?

Entonces ella me tocó tímidamente en el brazo y dijo : – Por favor, no se muera. Siga viviendo siempre.

¿Quién podría pedir más?»

(Citas del libro «Groucho y yo» de Groucho Marx, Cuadernos Ínfimos. Tusquets Editores)

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