Prólogo al libro «A la vuelta de la esquina. Relatos de racismo y represión», de Eduardo Romero. Ed. Cambalache, Oviedo 2008.
He dicho otras veces que el capitalismo materializa todas las utopías humanas en forma de pesadilla: ha convertido el ocio en paro, el hombre nuevo en trabajador precario, el triunfo sobre la naturaleza en destrucción ecológica y cambio climático. Asimismo, el sueño ilustrado del hombre universal sublevado contra todas las fronteras, cosmopolita sin ataduras nacionales, ciudadano del mundo depositario de una sustancia puramente humana, ha generado cuerpos desnudos privados de todo derecho, expuestos a todos los golpes, sometidos a todos los abusos, reducidos a una condición puramente animal: los inmigrantes. Contra sus propios ideales, Europa ha levantado muros erizados de espinas y vidrios rotos; contra nuestros propios valores, los europeos hemos aceptado y reclamamos todos los días un genocidio. Por eso, ninguna cuestión plantea de un modo más claro el fracaso político-moral de Occidente ni revela mejor el atolladero histórico en que nos encontramos. La inmigración ha globalizado e interiorizado el colonialismo como norma social y subjetiva del intercambio desigual con los otros; es decir, ha generalizado el desprecio, la criminalización y eventualmente la eliminación -en origen y en destino- de los que trabajan para nosotros.
Leyes, medidas policiales y medios de comunicación concurren disciplinadamente en esta labor de justificar el colonialismo interior, según la ley general que impone que sólo se puede explotar a quien merece morir y que todo nos lo podemos permitir contra aquellos a los que perdonamos a veces la vida. Nos invaden, vienen para quedarse, nos roban nuestra riqueza. La imagen de la «invasión» convierte a los inmigrantes en una amenaza mitad biológica y mitad militar tanto más agresiva cuanto más desarmados -más desnudos- llegan a nuestras costas. Su pretensión de quedarse en nuestro país los presenta a nuestros ojos privados al mismo tiempo de pasado y de raíces, sin afectos, sin vínculos, sin compromisos, y por ello doblemente peligrosos. Su codicia por nuestra riqueza, que nos hace creer ricos, los transforma a ellos en «parásitos». Entran por rendijas y viven en rendijas y su propia clandestinidad es la que los pone al margen de la ley y de la luz, como intrusos zoológicos siempre acechantes contra los que la razón ha dictado desde el principio la sentencia. Deberíamos matarlos y nos reprimimos; merecen ser fumigados y consentimos en su existencia. Que al menos nos lo agradezcan levantando nuestras casas, limpiando nuestros suelos y recogiendo nuestras cosechas sin protestar.
La verdad es exactamente la contraria: los hemos expulsado de sus países, quieren volver, les hemos robado y les seguimos robando su riqueza.
Si vinieran a invadirnos no harían sino lo que nosotros hemos hecho siempre con ellos; si vinieran a pedir una indemnización, sería un acto de justicia. Pero lo cierto es que la inmigración no hace sino prolongar la misma desigualdad económica y en la misma dirección: es la «segunda era» del tráfico de esclavos bajo una economía libre de mercado que se ahorra ahora los gastos de captura y de traslado de los cautivos. Los políticos y periodistas que denuncian el «efecto llamada» de las denominadas «medidas de gracia» (mediante las que, como en los cuentos antiguos, devolvermos magnánimamente a un animal su forma humana) se olvidan de que a los africanos y latinoamericanos no los llamamos desde España; los hemos expulsado a empujones de sus países de origen. El caso de Senegal, vívidamente presente en este libro, es ejemplar. Según nos cuentan George Monbiot y Felicity Lawrence, gran parte de la población campesina tuvo que abandonar el campo después de que el gobierno senegalés eliminase en 1994 los impuestos comerciales y las empresas europeas inundasen el mercado con productos subsidiados. Los desplazados recurrieron entonces a la pesca, pero enseguida los superarrastreros europeos -entre ellos los de Pescanova- se apoderaron del sector y expulsaron de nuevo a los pescadores locales. De este modo, los barcos de pesca comenzaron a ser utilizados para transportar emigrantes que -cierre del bucle mortal- han acabado trabajando, cuando sobreviven, en la agricultura subsidiada europea cuyos productos después se venderán en Senegal. El mecanismo «negrero» es hasta tal punto estructuralmente eficaz (engrasado por el «efecto llamada» -este sí- del turismo y la publicidad comercial) que la violencia occidental directa se concentra paradójicamente, no ya en las operaciones de selección y transporte, como en el caso de los esclavistas antiguos, sino en las de contención y re-expulsión de la fuerza de trabajo excedentaria.
Los inmigrantes, que no nos invaden, tampoco quieren quedarse. Quieren volver. Sienten el deseo doloroso de regresar. Al contrario que nosotros, conservan lazos fuertes con sus lugares de origen, exigentes vínculos de parentesco, compromisos colectivos a veces onerosos derivados de tradiciones que no pueden ser ignoradas sin deshonor. Llevan encima su pasado. Cruzan desiertos, vadean ríos, desafían océanos, no porque no tengan nada que perder sino porque constituyen la única esperanza para sus familias. ¿Cómo explicar de otro modo las enormes remesas de dólares que los inmigrantes envían a sus países de origen todos los años y que sirven, entre otras cosas, para que los gobiernos locales se desentiendan aún más de sus propias poblaciones? Son la tradición, el amor, la nostalgia, el honor, los que mantienen aún con vida, muy precariamente, el continente africano.
¿Qué queremos de ellos? Queremos que vengan y que no vengan; que entren y que no entren; que estén y que no estén. El cálculo de las metrópolis sigue siendo el mismo que resumía en 1974 John Berger en su bellísimo libro «Un séptimo hombre», cuando eran los españoles, los italianos, los portugueses y los turcos los que «invadían» las fábricas y los andamios de Suiza y Alemania: los inmigrantes configuran una reserva de mano de obra mucho más manejable que la nacional; su costo para el sistema en términos de capital social es insignificante; su presencia en Europa abarata el mercado laboral local, debilita la fuerza de los sindicatos e introduce divisiones étnico-nacionales entre los trabajadores; su salida de Africa reduce además las posibilidades de una revolución social en sus países de origen. Queremos que estén. Pero al mismo tiempo queremos que no estén. Queremos que sean buenos, que nos admiren, que nos envidien sin rencor, que no protesten, que no caminen por nuestras calles, que no entren en nuestros bares, que no se dejen ver en nuestros hospitales, que no se sienten en nuestras escuelas, que no tengan cuerpo, que no tengan voz, que no tengan la desfachatez de creerse como nosotros. Era cómodo y hermoso, como en las novelas de Austen, ver sólo el resultado de la explotación colonial, sin tener que tratar con los negros, a los que se azotaba a miles de kilómetros de distancia. Europa podía ser un continente más o menos democrático porque tenía una dictadura en el exterior. Pero ahora que la colonia es interior , ahora que ya no podemos delegar en borrosas administraciones imperiales, ahora que colonizamos a los negros sin salir de casa, nuestro mundo es menos cómodo y menos elegante. Se nos exige un ejercicio combinado e ininterrumpido de musculosa propaganda racial y severa represión policial, de degradación simbólica y de exclusión social del inmigrante. Tenemos que ser demócratas en esta acera y dictadores al otro lado de la calle; tenemos que ser humanitarios en nuestros sueños y ferozmente autoritarios en nuestras cocinas. Tenemos que soñar mucho. Y para poder soñar necesitamos, como todos los que han decidido ignorar la realidad, cada vez más policías.
¿Qué quieren ellos de nosotros? También aquí sigue siendo esencialmente válido el cálculo que Berger exponía hace 30 años en nombre de los inmigrantes: «que conseguirá ahorrar lo suficiente con la rapidez suficiente; que su mujer le seguirá siendo fiel; que, mientras, puede organizar las cosas para que algún miembro de su familia venga a unirse a él; que una vez haya conseguido establecerse en su propio país, nunca más tendrá que regresar a éste donde ahora está; que su salud resistirá». Sería quizás más justo y más comprensible que vineran a invadirnos, a violar a nuestras mujeres, a acuchillar a nuestros niños, a saquear nuestras casas, a torturar a nuestros vecinos y a arrebatarnos nuestros futbolistas y nuestros médicos. O a quedarse, al menos, con nuestros tomates y nuestras sardinas. Pero no. Se juegan la vida para conservar la vida. Vienen para proclamar su humanidad corriente y no pueden hacerlo sin impugnar la nuestra; vienen para proclamar de hecho su derecho a la felicidad, la libertad y el movimiento y no pueden hacerlo sin convertirnos a nosotros en dictadores y en asesinos. Su cálculo es el hombre común; nuestro cálculo es un crimen.
El libro de Eduardo Romero se ocupa de estos dos cálculos. España, el país de Europa en el que más ha crecido en los últimos años, es quizás el que menos atención sociológica y literaria ha prestado a la inmigración. Aparte algunas denuncias abstractas y algunas valoraciones económicas, ya no es que nuestros periodistas no hayan cruzado el mar para explorar la cuestión en su fuente: es que no han cruzado la calle. Eduardo Romero no es periodista; ni siquiera es todavía escritor, pero ha hecho precisamente aquello sin lo cual uno no podrá ser nunca periodista, por muchas noticias que redacte, ni tampoco escritor, no importa cuantos libros publique al año. Eduardo Romero ha hecho lo más arriesgado: ha visto lo que había en la otra acera y se ha atrevido sencillamente a atravesar la calle, donde los dos cálculos -el del hombre común y el del crimen capitalista- se unen inextricablemente. No hace falta ir a Senegal ni a Mauritania ni a Iraq; ni seguir las migas de sangre -a la inversa que en los cuentos- hasta el corazón del bosque. El corazón está aquí. La colonia está aquí. A veces viajamos muy lejos, recorremos enormes distancias, para no tener que doblar la esquina. A veces corremos grandes riesgos, vibrantes aventuras -al igual y al revés que los inmigrantes- para ignorar trabajosamente la realidad. El libro de Eduardo Romero hace exactamente lo contrario: desde Asturias, desde la ciudad de Oviedo, reproduce todo el mecanismo «negrero», los trayectos individuales, las estructuras económicas, la violencia institucional, los acomodos simbólicos que situan a España, y a Europa entera, al margen del Derecho Internacional y fuera del marco de las naciones civilizadas.
El libro de Eduardo Romero reune diversos textos elaborados sobre un bastidor común. No. Una frase como ésta evoca de inmediato la imagen azarosa de un aventamiento de hojas que caen en el mismo sitio; una polvareda de contingencias sueltas que uno amontona en la misma caja. Los textos de este libro no han sido reunidos sino que surgen de un mismo impulso, de un mismo proyecto que es, al mismo tiempo, vital, militante y literario. Todos son interesantes, informativos, inteligentes, movilizadores. Pero hay dos que son además muy buenos. Y que, porque son muy buenos, son aún más interesantes, más informativos, más inteligentes y más movilizadores. Me refiero a la historia de L., un arquetipo vivo que narra al mismo tiempo la filogénesis y la ontogénesis de la inmigración, y la de Sufián, el valiente niño marroquí perdido, como Pulgarcito, en el corazón de nuestras instituciones. En las dos, Eduardo Romero es ya , además, un periodista y un escritor, aunque no quiera ser nada de eso o precisamente porque no quiere ser nada de eso. Ha encontrado el tono de un pensamiento, la talla de un sentimiento, la estructura bien articulada que produce el doble efecto que debe acompañar a todo texto brillantemente literario, honestamente literario: el conocimiento sin el cual toda emoción es sólo un cascarón vacío y el reconocimiento gracias al cual la conciencia misma nos emociona, nos importa, nos compromete. La solución de un problema, la liberación de un pueblo, el establecimiento de la justicia global dependen también, hoy más que nunca, de una decisión literaria; son, como jamás lo fueron antes, una cuestión de estilo. No es esa la menor virtud de Eduardo Romero -que tantas tiene- y por eso también hay que recibir este libro con agradecimiento.
Y responderle enseguida con algún gesto.
El libro puede descargarse y leerse completo:
http://www.localcambalache.
Las dos próximas presentaciones del libro se harán:
El viernes 12 de diciembre a las 22h en el local Cambalache (C/ Martínez Vigil, 30, bajo, Oviedo). Presentan: Eduardo Romero y Santiago Alba Rico
El lunes 15 de diciembre a las 21h en el CCAN (c/ Puerta Castillo, 10 2º, León). Presenta: Eduardo Romero