Por una feliz coincidencia, el aniversario de “los plenos de la vergüenza” en el Parlament de Catalunya –aquellas infaustas jornadas del 6 y 7 de septiembre de 2017– se ha solapado con la lectura de un magnífico trabajo de la escritora y periodista turca Ece Temelkuran (“Cómo perder un país”. Ed. Anagrama), lúcido análisis y vibrante alegato democrático contra el nacional populismo. El estudio de Temelkuran, aunque parte de la experiencia concreta de su país –cuyo semblante le cuesta ya reconocer y del que ha tenido que alejarse para no acabar en la cárcel, como tantos opositores al régimen despótico de Erdogan-, revela la existencia de unas mismas pautas bajo las que se desenvuelve este fenómeno. Unas pautas que se verifican en todas partes: tanto si hablamos de la presidencia de Trump, del liderazgo de Boris Johnson al frente del Brexit, del régimen de Putin o del gobierno de Viktor Orbán. Por supuesto, el desarrollo concreto de los movimientos populistas lleva el sello de sus respectivas matrices nacionales, con sus configuraciones e historias específicas. Más aún: expresan una inflamación enfermiza de los sentimientos nacionales. Pero, no es ése el único rasgo que comparten. Muy al contrario, todos ellos traducen una misma crisis del orden global. Con frecuencia, surgen de la lenta erosión de las democracias representativas, minadas por años de políticas neoliberales y su corolario de injusticias, desigualdades sociales y desesperanzado individualismo. Desafiando una racionalidad desacreditada, se yerguen como una respuesta autoritaria a la profunda desazón de nuestras sociedades. Pues bien, por mucho que a algunos pese admitirlo, el “procés” se inscribe plenamente en esa dinámica mundial.
Las sesiones de los días 6 y 7 representaron un momento de decantación, de irremisible cristalización del movimiento independentista que había ido creciendo a lo largo de los últimos cinco años en un fenómeno nacional populista, arraigado y de rasgos antidemocráticos. Tanto los textos que se aprobaron –la Ley de Referéndum y la Ley de transitoriedad y fundacional de la República– como los métodos empleados por la mayoría parlamentaria así lo certifican. Muchas veces se ha repetido: esa mayoría no tenía legitimidad, ni legalidad para derogar la Constitución y el Estatut, ni para saltarse todos los procedimientos parlamentarios, pisoteando los derechos de representación de la oposición –y, por ende, de la ciudadanía de Catalunya. Sin embargo, desde la lógica populista, esa mayoría no tenía por qué preocuparse por tales “minucias”, pues se sentía representante exclusiva de la auténtica voluntad del pueblo. Ella encarnaba la Catalunya genuina. Y quienes no compartían su ideario, no sólo eran “enemigos del pueblo”, sino que quedaban expulsados del perímetro de la catalanidad. Tras años de proclamar la superioridad moral de una gente honesta y trabajadora, adornada con todas las virtudes humanas y permanentemente agraviada y saqueada por España, la otra mitad –o más– del país había ido quedando en cierto modo deshumanizada. La vulneración de los derechos de la oposición no era sino el colofón de ese proceso… al tiempo que un mensaje dirigido a la parte disidente de la nación: “Vosotros no sois ciudadanos de nuestra República”. Ese relato que disloca la unidad civil de la sociedad catalana ha calado en profundidad, como una lluvia fina en la tierra reseca de un país sacudido por la última gran recesión de la economía mundial. Hoy en día, incluso en los sectores más razonables del independentismo todavía cuesta hacerse cargo del desgarro emocional que supuso para miles y miles de ciudadanos, sobre todo entre la gente trabajadora oriunda de otros lugares de España, sentirse tratados como extraños en el país que habían levantado con su esfuerzo… e incluso tildados de “colonos del franquismo”. El nacional populismo se construye siempre frente a un enemigo exterior, causa de todos los males. En tales condiciones, la resistencia que encuentra en la sociedad sólo puede responder a una injerencia de ese enemigo de la patria. Independentistas –es decir, verdaderos catalanes– o unionistas. La adopción de la terminología acuñada con sangre en el conflicto de Irlanda del Norte nunca ha sido casual ni inocente.
Naturalmente, el caso catalán tiene sus singularidades. Pero el “procés” no es tan distinto a la experiencia de la Liga Norte como algunos prefieren creer. “España nos roba” o “Roma ladrona”. Estamos ante la pulsión secesionista de una región rica de Europa, cuyas clases medias, atemorizadas, se entregan a la ensoñación de que una singladura en solitario les iría mejor, nos dice crudamente Thomas Piketty. Y es cierto. Para configurar su propio “demos”, el populismo necesita invocar la amenaza de difusos adversarios y tétricas conspiraciones: “las élites europeas que saquean el Reino Unido”, la inmigración que amenaza los puestos de trabajo de la gente autóctona… o incluso esa España retrógrada que no nos permite convertirnos en una Dinamarca del Sur. Lejos de ser, como algunos pretendían, una suerte de mecanismo corrector de las democracias liberales alejadas de su propia ciudadanía, el populismo constriñe la democracia, desacreditando sus mecanismos de garantías, substituyendo la deliberación por el plebiscito y moldeando el ordenamiento jurídico y las instituciones del Estado según las exigencias de un liderazgo supremo e incontestado. La desfachatez y la brutalidad se convierten en virtudes de esa encarnación personificada de la voluntad popular. Boris Johnson puede fanfarronear, diciendo que incumplirá los acuerdos contraídos con la Unión Europea; Trump se permite alentar los disturbios y amagar con no aceptar el veredicto de las urnas, si le es desfavorable; el gobierno polaco libra una guerra abierta contra la judicatura del país… En ese mismo sentido, la “Ley fundacional de la República” representaba un auténtico compendio de sinrazón populista, diseñando un régimen cuyo poder judicial quedaba sometido a la voluntad del Presidente y donde las decisiones del gobierno no estaban sujetas a control alguno por parte de los tribunales. Un Estado, además, cuyo sustrato nacional quedaría definido por un “proceso participativo de las entidades de la sociedad civil”, destinado a prefigurar de modo imperativo los trabajos de una futura Asamblea Constituyente. ¿Disposiciones transitorias? La experiencia demuestra que cuando el populismo se hace con el poder, la provisionalidad se perpetúa.
Se objetará que, en el caso catalán, el proceso secesionista acabó en un fracaso, al topar con la férrea voluntad del Estado español y con la oposición de la Unión Europea a tal aventura. Alguien podría decir incluso que el “movimiento” no tiene un líder incontestable. Que es Puigdemont quien reviste los hábitos del caudillo populista; pero que, tras años de pugna insomne por la hegemonía, ERC podría finalmente realizar el sorpasso a la derecha nacionalista, dando paso tal vez a un independentismo más pragmático y dialogante. “Ojalá”, está uno tentado de decir. Sin embargo, hay un problema. Por un lado, todas las tendencias del independentismo han bebido el cáliz del populismo hasta las heces. Es ese movimiento el que les ha dado una influencia de masas, lo que les ha permitido mantenerse en el poder en medio de una debacle general de gobiernos europeos, nacionales y regionales, barridos por la onda expansiva de la crisis financiera de 2008. La crisis social y económica provocada una pandemia que aún sigue coleando y amenaza con rebrotar mantendrá la inquietud y los temores de las clases medias. No en vano florecen, aquí y allá, de modo sintomático, teorías de la conspiración, terraplanismo y supersticiones de todo tipo. Vendrán tiempos de ira, propicios a charlatanes y taumaturgos. Tiempos aún propicios a las pulsiones populistas. Ciertamente, la pelea se recrudecerá en el seno del independentismo. Pero no parece que vaya a hacerlo en términos de continuidad o renuncia explícita a la deriva nacional populista del “procés”. ERC, como partido profundamente pequeñoburgués, vive al filo de sus dilemas insolubles: por una parte, quisiera ocupar una centralidad pragmática, sabedora de que no hay “confrontación inteligente” con el Estado; por otra, sin embargo, percibe el cambio cultural que se ha producido en la sociedad catalana. Hay cansancio después de un largo período de tensiones, parece que hay una actitud favorable al diálogo, a buscar la mejora del autogobierno… No obstante, todas las encuestas indican que, a pesar del caos que reina en sus filas, se mantiene globalmente la fidelidad del voto independentista –que podría revalidar o incluso ampliar su mayoría parlamentaria en los próximos comicios. Oriol Junqueras y Marta Rovira, lejos de sacar conclusiones del fracaso de 2017, insisten en que se trata de ganar tiempo y apoyos –la población trabajadora del área metropolitana sigue resistiéndose– para preparar otro envite. Es difícil que ERC se avenga a una negociación en serio de los presupuestos generales del Estado mientras sienta en el cogote el aliento de Puigdemont. Sobre todo si percibe también que las brasas del movimiento aún están calientes bajo las cenizas de la anterior tentativa. Desde luego, en estos momentos no hay “ventana de oportunidad” a la vista para una secesión. Nadie sueña siquiera con ello. Pero si la independencia no está a la orden del día como un objetivo alcanzable, aún prevalece como bandera de reagrupamiento de masas. Y el independentismo sólo puede alcanzar ese nivel de adhesión social a través de los resortes de un movimiento populista. Hoy no se trata de la independencia, pero sí del poder, del poder autonómico. Que no es poca cosa, considerando el volumen presupuestario que maneja la Generalitat, y las posibilidades de colocar cuadros al frente de las administraciones y medios de comunicación, de tejer tupidas redes clientelares con empresas que viven de la contratación pública o entidades necesitadas de subvenciones… Poder efectivo, en suma.
El problema es que esos resortes populistas abocan a una tensión constante con el Estado –cuando los tiempos requieren cooperación y lealtad institucional– y perennizan la división de la sociedad catalana cuando más necesario deviene un esfuerzo colectivo. En un reciente artículo, Joan Coscubiela nos advierte acerca del riesgo de pasar del empantanamiento y el ensimismamiento de estos años a un largo período de decadencia nacional. A ello estamos condenados si el país no supera el prolongado momento populista en que ha estado –y sigue– inmerso. Y, una vez más, hay que decir que las izquierdas tienen una responsabilidad determinante. No sólo por cuanto se refiere a la actuación del gobierno de Pedro Sánchez, abriendo nuevos horizontes de mejora social y de abordaje dialogante de las tensiones territoriales, sino al hacer de las propias fuerzas progresistas en Catalunya. La izquierda ha tardado en diagnosticar certeramente la naturaleza del movimiento que se desarrollaba ante ella y que trastocaba la sociedad catalana, sus instituciones, su convivencia. Una parte de esa izquierda duda aún ante el populismo. He aquí el desafío del próximo período. La izquierda necesita desplegar sin complejos un proyecto propio para Catalunya, un proyecto federal y progresista. La épica impotente del populismo sólo puede dejar tras de sí un reguero de frustración, resentimiento y división. Pero, para tejer un proyecto alternativo, hay que empezar a llamar a las cosas por su nombre.
Fuente: https://lluisrabell.com/2020/09/10/el-inacabable-momento-populista/