El ex-candidato a la presidencia de Estados Unidos Al Gore, político tornado estrella de cine, viajó a Buenos Aires en mayo para dar otra de sus charlas ambientalistas. Tras el éxito de su documental «Una Verdad Inconveniente», Gore se ha convertido en toda una celebridad internacional y, para no pocos ecologistas, en nada menos que […]
El ex-candidato a la presidencia de Estados Unidos Al Gore, político tornado estrella de cine, viajó a Buenos Aires en mayo para dar otra de sus charlas ambientalistas. Tras el éxito de su documental «Una Verdad Inconveniente», Gore se ha convertido en toda una celebridad internacional y, para no pocos ecologistas, en nada menos que un héroe, alguien que no tiene miedo de estrujarle en la cara a los grandes intereses la realidad del calentamiento global y la urgencia de combatirlo.
Numerosos ambientalistas argentinos se expresaron sobre su visita, no para agradecerle sino para repudiarlo.
«Denunciamos a Al Gore como el nuevo colonizador y publicista del negocio global y a su película ‘Una verdad incómoda’, que desnuda verdades a medias para no incomodar a sus financistas: las petroleras, las semilleras y las automotrices», dice la Declaración de Gualeguaychú, firmada por sobre una docena de organizaciones argentinas que se congregaron en la provincia de Entre Ríos en abril para unas jornadas contra los monocultivos.
Es preciso puntualizar que Gore fue a Buenos Aires no para sermonear en general sobre el calentamiento global sino para apoyar específicamente una de sus propuestas: los agrocombustibles, también conocidos como biocombustibles o cultivos energéticos. Estaba participando en el primer Congreso Americano de Biocombustibles, un encuentro de políticos y empresarios con un precio de entrada de 500 dólares por persona.
El Grupo de Reflexión Rural (GRR), una de las organizaciones que participó del encuentro de Gualeguaychú, trató repetidas veces de contactar a Gore para comunicarle sus razones para oponerse a los agrocombustibles, pero sin obtener respuesta.
En un documento que lleva el seco título de «Nuestro Repudio a la Visita de Al Gore», el GRR declaró que «sus propuestas de reducción de consumo… no son serias ni tienen en cuenta la urgencia de cambiar sus estilos de vida radicalmente.»
«Al Gore tampoco tiene en cuenta la realidad que muestra que la actual producción de los monocultivos de materia prima para agrocombustibles ya están precipitando la desertificación de las mejores tierras del planeta», continúa el comunicado. «Que esta producción, ahora mismo, antes de la entrada en vigor de las metas propuestas por los países que van a ser los consumidores masivos de los agrocombustibles, ya está expulsando a las poblaciones campesinas e indígenas de sus lugares dejando así las producciones de subsistencia y provisión local, sea por medio de las fumigaciones o directamente a manos de fuerzas policiales, militares o paramilitares locales.»
Hace menos de un año varias organizaciones, incluyendo Oilwatch y la Red Latinoamericana contra los Monocultivos de Árboles, proclamaron que «los cultivos energéticos crecerán… a costa de nuestros ecosistemas naturales. La soya se proyecta como una de las principales fuentes para la producción de biodiesel, pero es un hecho que los monocultivos de soya son la principal causa de destrucción del bosque nativo en Argentina, del bosque húmedo tropical amazónico en Brasil y Bolivia, y de la Mata Atlántica en Brasil y Paraguay.»
Pero Al Gore no se ha enterado de nada de esto. El sigue promoviendo por el mundo entero a los agrocombustibles como una alternativa energética sustentable.
Tal postura es incomprensible si uno no conoce el trasfondo de este individuo. ¿Quién es Al Gore? ¿Y qué hizo con su vida antes de hacer su famosa película?
El vicepresidente Gore
Entre 1993 y 2000, Gore fue vicepresidente de Estados Unidos, el hombre número dos de la administración Clinton. En su campaña electoral, el candidato presidencial Bill Clinton metió en su papeleta a Gore, entonces senador por el estado de Tenesí, para ganarse a los votantes ambientalistas, pues como gobernador del estado de Arkansas Clinton tuvo un récord ambiental repudiable. El sector ambientalista estuvo encantado con la idea de tener a Gore en la vicepresidencia pues ya para entonces él había pasado su carrera política alardeándose de luchador ecologista- había hecho todo un espectáculo de su comparecencia a la Cumbre de la Tierra en 1992 y su libro «Earth in the Balance» estaba dirigido al votante ambientalista.
Una vez en la vicepresidencia del país más contaminador del mundo, ¿Qué hizo para combatir el calentamiento global? Nada.
Para comenzar, la administración Clinton Gore se negó a firmar el Protocolo de Kyoto, acuerdo internacional para reducir las emisiones de gases que causan el calentamiento del planeta. En su película, Gore no menciona esto y encima de eso tiene el atrevimiento de exhortarle a los políticos de su país que apoyen el Protocolo. Además en la película tiene la desfachatez de decir con mucho orgullo que él estuvo presente en Kyoto para la firma del acuerdo en diciembre de 1997.
En su defensa, una persona me dijo que el pobrecito era sólo el vicepresidente y no el presidente, que por lo tanto el asunto no estaba en sus manos, que no tenía la última palabra. Idénticos argumentos emplearon los acusados en el juicio de Nuremberg tras el fin de la segunda guerra mundial: «Yo no mandaba, yo sólo seguía órdenes». Nazis de alto rango como Goering seguramente se valieron de tales razonamientos. Imagínense un acusado en el escándalo de fraude de la compañía Enron explicándole al juez: «No fue mi culpa. No había nada que yo pudiera hacer. Yo sólo era el vicepresidente de la compañía.» De la misma manera que tales argumentos son evasivas cobardes en el caso de oficiales nazis y criminales corporativos, también lo son en el caso de Gore.
No solamente Gore fue el hombre número dos en la administración Clinton, sino que fue explícitamente puesto a cargo de todos los asuntos ambientales, domésticos e internacionales. Así que difícilmente puede haber sido ajeno a la decisión de la administración de no firmar el Protocolo. El pudo haber dicho algo, pudo haber protestado públicamente.
Algunos han defendido esta inacción, señalando que el Congreso era entonces controlado por la ultraderecha republicana. La Constitución de Estados Unidos establece que la república entra a tratados internacionales sólo con la aprobación del Congreso. En las elecciones congresionales de 1994 los republicanos quedaron en control de la rama legislativa. Bajo el liderato del diputado Newt Gingrich, los republicanos emprendieron una agenda de destrucción, su objetivo era maniatar a la administración Clinton Gore y obstruir todas y cada una de sus iniciativas. En julio de 1997 el Senado aprobó 95-0 la infame resolución Byrd-Hagel, la cual repudia el Protocolo de Kyoto. Se repitió lo ocurrido tras el fin de la primera guerra mundial, cuando el entonces presidente Woodrow Wilson quiso ingresar el país a la Sociedad de Naciones pero la oposición congresional se lo hizo imposible.
Al parecer entonces, Clinton y Gore estaban exonerados por su falta de acción. Pero cualquier persona con alguna familiaridad con la política como actividad humana sabe que existe algo llamado liderazgo. Esa es una cualidad que se resalta especialmente en momentos de adversidad extrema. Clinton pudo haber firmado una orden ejecutiva para meter el país en el Protocolo. La Constitución provee tal prerrogativa al presidente, aunque de forma limitada. Tal acción no sería sin precedente. Después de todo, presidentes republicanos han hecho eso con frecuencia pasmosa y por lo general se han salido con la suya. De haber firmado una orden ejecutiva, la administración por lo menos se hubiera ganado la confianza del sector ambientalista. Hubiera sido una batalla digna, pero el dúo Clinton Gore ni siquiera trató. ¡Vaya liderazgo!
Los republicanos nunca han usado la oposición demócrata como excusa para no cumplir con su agenda, pero los demócratas están acostumbrados a usar la oposición republicana como excusa para romper sus promesas y traicionar sus compromisos.
Es ilustrativo contrastar esta actitud sumisa y resignada con la recia y viril batalla que Clinton y Gore emprendieron en 1993 para lograr la ratificación del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (TLC) a como diera lugar. Lucharon con diente y garra en contra de la oposición, que consistía de sectores progresistas, sindicalistas y ambientalistas, y legisladores de su propio partido. Gore estuvo a cargo de exterminar la oposición ambientalista, encomienda que aceptó gustosamente. Para apaciguar ese sector, propuso que el TLC incluyera un acuerdo paralelo que atendería cualquier daño ambiental directamente causado por el Tratado.
La gran mayoría de los grupos ambientales, incluyendo Sierra Club, Greenpeace y el movimiento de justicia ambiental, identificó el ofrecimiento como una trampa, como una medida insignificante que apenas haría mella contra el nefasto impacto ambiental que tendría el TLC. Sin embargo, siete grupos rompieron filas, aceptaron la oferta y se lanzaron de lleno a la campaña en pro del Tratado, desatando así un combate fraticida. Estos grupos, apodados «Los Siete Sinverguenzas» (The Shameful Seven), incluyeron a EDF, NRDC y World Wildlife Fund. Con su ayuda, Gore pudo argumentar que el movimiento ambientalista apoyaba el TLC, y que por lo tanto no sería malo para el ambiente.
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