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A propósito de la última novela de Manuel Talens

El narrador omnisciente

Fuentes: Los archivos de Justo Serna

1. Dios  Siempre he querido tener unas palabritas con Dios, un encuentro de tú a tú para decirle lo que de niño no pude… por falta de arrestos. Cuando era un muchachito leía la Biblia con unción y con fruición: sintiéndome culpable, a la vez, por la dicha que aquellas páginas me procuraban, una felicidad muy materialista y carnal. Había […]

1. Dios

diospormiguelangel.jpg Siempre he querido tener unas palabritas con Dios, un encuentro de tú a tú para decirle lo que de niño no pude… por falta de arrestos. Cuando era un muchachito leía la Biblia con unción y con fruición: sintiéndome culpable, a la vez, por la dicha que aquellas páginas me procuraban, una felicidad muy materialista y carnal. Había escenas sicalípticas y batallas cruentas, combates cuerpo a cuerpo y movimientos de masas. Había soledades y penalidades, pero sobre todo había el mito hecho relato, narración inacabable: el mito del origen, de la moralidad, del pecado, de lo muerte. Había la literalidad, pero había también lo figurado: esa hermenéutica infantil a lo que yo me aplicaba para sacar provecho y lección de aquellas enseñanzas. La cinematografía sagrada de Semana Santa multiplicaba las consecuencias de mis lecturas. Por eso, al poner rostro a los personajes bíblicos, películas como Los diez mandamientos confirmaban lo que aprendía: me provocaban un efecto de realidad y, por supuesto, de temor. 

Pero regresemos a la letra… Aquellas páginas las leía siempre, preferentemente las del Viejo Testamento, admirándome con la variedad de etnias que poblaban la antigüedad bíblica. Las leía sin parar quizá porque, en la biblioteca exigua que mi padre había conseguido reunir, las Escrituras ocupaban un lugar destacado y bien visible: la mirada siempre reparaba en aquella encuadernación severa de  las Ediciones Paulinas, en lomo de piel simulada. Conservo aquel volumen. O, mejor, lo conservaba hasta hace poco tiempo: ahora no lo encuentro entre los anaqueles de mi biblioteca confusa, urgente. Me siento culpable. Debo recuperarlo para volver a releer el Antiguo Testamento, el gran relato de la tradición, esa suma de textos en que aparecen pueblos escogidos e indómitos que se recuperan tras fracasos reiterados, malvados temibles que amenazan la fortuna y el patrimonio de los buenos, santos que son ejemplo de piedad y recogimiento. Pero sobre todo debo recuperarlo para volver a oír la palabra de Dios, ese ser distante y rigurosísimo que tanta desazón nos causaba a los adolescentes.

En aquellas páginas, siempre me angustiaba la presencia de la Providencia, omnisciente y omnipotente. Los creyentes de entonces temíamos, en efecto, la imagen imponente de aquel Dios severo y vigilante que imponía penas y penitencias a unos devotos pecadores, muelles. Siempre me sorprendía con el pie cambiado, con el pecado cometido; siempre con tentaciones invencibles. En mi ejemplar de las Ediciones Paulinas había unas pocas fotografías bíblicas: sí, fotografías de los años sesenta -calculo- en las que quedaban retratados tipos israelíes, palestinos, campesinos, artesanos, o en las que se mostraban parajes desérticos y oasis fertilísimos. O eso recuerdo. Era un modo de ilustrar la lectura piadosa en un mundo actualísimo, vertiginoso. El efecto que me provocaban aquellas imágenes era el de permanencia, vigencia: en Tierra Santa, los tipos humanos y los paisajes seguían siendo los mismos miles de años después. Eso quería decir algo…  De quien no había fotografía era de Dios, claro: una ausencia que aumentaba su enigmático poder para mi imaginación adolescente. 

 2. Manuel Talens

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Desde que leí su primera narración envidio a  Manuel Talens. Envidio su portentosa imaginación, capaz de edificar mundos inexistentes pero extraordinariamente parecidos al real; capaz de recrear con la sintaxis lo que justamente quiere decir. Con una palabra de más, con barroquismos lujosos, o con economía verbal -escueta y exacta, pues- su escritura siempre me parece de una sonoridad precisa. No se trata de que escriba bien o bellamente. Es algo más sutil y más importante, por supuesto. Que su escritura sea de una sonoridad precisa significa que dice lo que quiere decir, pero sobre todo que cada personaje (narrador incluido) se pronuncia con el habla, con los modismos, con los idiolectos que le son propios. En general, todos ellos se comunican con gran corrección, incluso cuando los tipos retratados son vulgares o analfabetos: hay en sus voces una sabiduría antigua, popular. Una de las habilidades expresividades que distinguen las obras de Talens son sus exabruptos, sus imprecaciones, sus malas palabras, cuidadosamente dispuestas cuando toca y por quien toca. Hay también en la prosa del autor una capacidad probada para reproducir discursos culturalmente muy distintos, de espacios y de extracciones sociales muy diversas.

Cuando esto se da en un escritor, los críticos literarios suelen decir que el novelista tiene buen oído: que tiene buen oído para captar los registros particulares del pueblo, de los doctos, de los gobernantes, de los refinados y de los adocenados. Es un tópico, ya lo sé, pero en el caso de Manuel Talens, tal capacidad está suficientemente probada. Ahora bien, esa habilidad no sería gran cosa sin el humor. Saber reproducir lo que un capellán o lo que un campesino dicen -y cómo lo dicen- está bien. Lo que está mejor es que quien escribe consiga remedar esos discursos haciendo guasa con la expresión misma, bromeando con nuestro tenor expresivo, con esas fórmulas más o menos estereotipadas, con esos restos verbales del pasado que repetimos cuando hablamos. No es el único rasgo creativo de Talens, pero la ironía es decisiva en sus ficciones: más aún, la ironía posmoderna. «La respuesta posmoderna a lo moderno consiste en reconocer que, puesto que el pasado no puede destruirse -su destrucción conduce al silencio-, lo que hay que hacer es volver a visitarlo; con ironía, sin ingenuidad». Eso decía Umberto Eco y eso hace su aventajado discípulo, Manuel Talens.     

Ahora acaba de publicar una novela, La cinta de Moebius, en la que retoma pasajes bíblicos con libertad creativa y con documentación abundante, con recursos de escritor o de lector resabiado: con numerosísimos guiños posmodernos, con citas explícitas e implícitas, con alusiones crípticas o expresas. Hay hasta una bibliografía final. ¿Bibliografía? ¿De quién? ¿Del narrador o del escritor? Bien pensado, ese exhibicionismo erudito sólo puede deberse al narrador empírico. Fíjense que en esta novela Dios tiene una presencia definitiva. Es más: es propiamente su narrador. Así, con todas las letras. Si Dios es omnisciente, no le veo justificándose, poniendo acreditaciones o documentando sus afirmaciones. Es, pues, el escritor quien añade ese aparato crítico en el que se basa la ficción. Desde luego no es la primera vez que ocurre. En otra de sus novelas, Hijas de Eva,  hacía algo semejante: enumeraba los libros que le habían servido para recrear, por ejemplo, la Valencia de antaño. ¿Está obligado el escritor a hacer algo así? Por supuesto que no. A mis alumnos, siempre que puedo y viene a cuento (nunca mejor dicho), les expongo el caso de Hijas de Eva: el autor empírico de una ficción no está obligado a detallar su fuentes; menos aún, si una parte de esos libros son pura invención, como es el caso de aquella novela de Talens. Cuando eso sucede, ¿qué es lo que estamos leyendo? ¿Una bibliografía apócrifa que, al modo de Jorge Luis Borges, se burla de los usos eruditos? En fin, un lío… posmoderno. También Umberto Eco, naturalmente, se valía de estos recursos académicos para liarnos a su antojo y a su manera: para provocarnos una impresión, un efecto de realidad, que diría su amigo Roland Barthes.

No les voy a descubrir los contenidos de la novela, de La cinta de Moebius, obra en la que lamentablemente toda la bibliografía citada es real. Digo lamentablemente porque en ese apartado final, el dedicado a las fuentes, el autor parece haber abandonado el juego de la erudición apócrifa. Mezclar lo verdadero con lo verosímil es propio de las novelas. De las novelas. En éstas, no es extraño que el novelista disponga al principio o al final del texto, pero siempre fuera del relato, lo que llamaremos notas de autor: son esos apartados paratextuales que sirven para aclarar procedimientos o para justificar decisiones. Hay novelas, sin embargo, en donde las notas de autor son artificio y, por tanto, se integran en la narración misma, en su ficción. Así sucedía, por ejemplo, en El nombre de la rosa. Creo que Talens es capaz de gamberradas  como la que se propone en esta ficción, pero -quién sabe- quizá su parte edificante o su disposición académicamente correcta le han aconsejado reprimir la licencia de la bibliografía apócrifa, algo que se consentía en Hijas de Eva.

«Todo narrador de oficio sabe bien que, para ser verosímil, cualquier libro que aspire a reproducir el tiempo pasado debe apoyarse necesariamente en otros libros que lo procedieron. La siguiente es una lista no exhaustiva, aunque sí fundamental, de los que han sido utilizados», decía al final de Hijas de Eva. ¿Decía? ¿Quién decía eso? El apartado se titulaba «Bibliografía» y las palabras literales que he reproducido no podían tomarse propiamente como nota de autor: la mayor parte de los títulos de los libros eran inventados y, además, si quien decía hablaba de «narrador de oficio», entonces es que era el propio narrador -quien cuenta la novela- y no el autor empírico -quien la escribe- el que se estaba refiriendo a sí mismo. «Además, el narrador quiere expresar…», concluía aquella nota.

Si, ahora, Manuel Talens es tan temerario como para poner a Dios en el centro de un relato -cosa que supera lo previsible-, entonces no entiendo por qué no se deja llevar por la ficción hasta el final: hasta ese elenco bibliográfico fabuloso que acreditaría lo dicho. Pero dejemos este reproche erudito…: yo jamás me atrevería a ello, a idear ficciones con Dios como personaje. Pero no por contención piadosa (válgame Dios), sino por mi propia incapacidad para fantasear tan audazmente: nunca se me ocurríría escribir sobre Dios haciéndole protagonista de un relato o usurpando su papel.

3. El narrador omnisciente

hal9.jpg El papel de Dios, justamente. Darle todo el protagonismo a la Providencia hasta el punto de descubrirnos su mundo interior y su entorno. Es de celebrar que un autor como Talens -ateo, supongo- se tome en serio eso del Reino de los Cielos haciendo de dicho espacio el lugar de la acción novelesca. Allí reina Dios, efectivamente, pero es Gabriel Arcángel (que es como firma) quien nos sirve de guía por aquellos dominios. No tenemos a Virgilio, sino a este ser alado y de sexo aplumado. Dicho personaje -que se halla básicamente desocupado desde la Anunciación a María- quiere hacer algo productivo, algo en lo que se reconozca. En este empeño veo un esfuerzo contrario a la alienación, ese estado anímico sobre el que los filosósofos  alemanes tanto han escrito… Alienación, enajenación: verse extraño, desubicado, no reconocerse en las obras o en los actos, en los productos finalmente resultantes. Gabriel desea sentirse necesario y desea también sentirse justificado. Desde luego es alguien que valora mucho la formación intelectual y, por lo que leeremos, alguien que tiene una tendencia progresista irreprimible. Un trasunto del autor, quizá? Y qué más da. Gabriel se preocupa por el estado general del Cielo y, más aún, por el estado particular de Dios. Si allá arriba las cosas no marchan demasiado bien, ¿qué podemos decir de esa copia deslucida que es la Tierra? Pero…, ¿quién cuenta todo esto, quién relata? Volvemos al problema que nos planteábamos más arriba. Desde luego no es una voz que se exprese en primera persona, sino un narrador omnisciente que es Dios, exactamente Dios, un mecanismo autogenerador, capaz de decir, de contar, de hacer incluso en estado latente.

Está en medio de la obra observándolo todo, el devenir del mundo. Ese Dios presente pero ausente a un tiempo es también el autor, que gobierna el destino de sus personajes con la autoridad de quien es responsable y creador. El Dios de La cinta de Moebius es efectivamente responsable: rige el curso del mundo y de sus criaturas, aunque -eso sí- con alguna dificultad insalvable. Frente al monstruo de Frankenstein, dejado por su creador, o frente a los Replicantes huérfanos de Philip K. Dick, abandonados, el Dios de Talens se ocupa del orbe. Pero al final ese mundo es igualmente caduco, por lo que habrá que resetearlo, que repararlo, tarea más propia de un autor que de Dios: un autor -Talens- que se descubre en su voluntad ideológica de rehacer voluntariosamente lo torcido o lo que juzga indigno. ¿Una intromisión autorial? Digo esto e inmediatamente recuerdo el consejo de Gustave Flaubert, sus reparos de novelista-demiurgo: «el autor debe estar en su obra como Dios en el universo: presente en todos lados, visible en ninguno. Dado que el arte es una segunda naturaleza, el creador de esta naturaleza debe actuar según procedimientos análogos: que se note en todos los átomos, en todos los aspectos, una impasibilidad escondida e infinita.»  

No me pidan más detalles ni me insistan con mayores pormenores. No diré más para no fastidiarles la novela. También me he reprimido al escribir la reseña para Ojos de Papel. Lo que un comentarista debe mostrar no es un resumen  argumental, sino escrutinio crítico y, sobre todo, entusiasmo lector: más allá de que coincidamos o no con la ideología del autor, con su plan de ataque o con su reelaboración del mundo externo. Yo dediqué tres días a leer, anotar y comentar esta novela… con Dios. En plena Semana Santa. Nada mejor podía hacer: reservarme una obra tan bíblica en fechas especiales para elevar mi decaído espíritu con levadura irreverente. Ahora, para expiar mis debilidades, haré la relectura completa de Todo Talens. O eso espero. Me lo piden el cuerpo y una penitencia que me han impuesto.

FIN

4. Hemeroteca

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-Reseña de Justo Serna de La cinta de Moebius para la revista Ojos de Papel (abril de 2008)

El escritorio de Manuel Talens. El sitio web del escritor.

Entrevista a Umberto Eco: la interviú que alguna vez habría que releer…

Naturalmente, Umberto Eco.

 

 

5. Scriptorium

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«…Hay muy buena literatura sobre la venganza imaginaria. Estoy pensando, por ejemplo, en Manuel Talens. En Venganzas (Tusquets), un espléndido libro de relatos, Talens reunía un conjunto de cuentos, generalmente narrados en primera persona y enmarcados en una época crucial de la historia reciente, la que va de la República al final del franquismo. La clave de todas esas peripecias y personajes era la dignidad, la cualidad humana de aquellos que no renuncian a su condición y que se rehacen. Las ‘venganzas’ del título lo son, sí, pero desde esa dignidad. En alguno de esos relatos, el desquite se consuma desde la justicia poética: como es la muerte de Franco por asfixia excrementicia…» Más


 

Fuente: http://blogs.epi.es/jserna/2008/04/04/el-narrador-omnisciente/

Artículo original publicado el 4 de abril de 2008.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia.