El desastre del golfo de México, que costó la vida a 11 trabajadores de la plataforma petrolera Deepwater Horizon el pasado mes de mayo, ha sido y es noticia en todo el mundo porque ha afectado las costas de un país rico y poderoso. En cambio, en muchos países empobrecidos ocurren casos de contaminación parecidos […]
El desastre del golfo de México, que costó la vida a 11 trabajadores de la plataforma petrolera Deepwater Horizon el pasado mes de mayo, ha sido y es noticia en todo el mundo porque ha afectado las costas de un país rico y poderoso. En cambio, en muchos países empobrecidos ocurren casos de contaminación parecidos desde hace decenios sin merecer la atención de los medios de difusión.
El caso seguramente más extremo es el de Nigeria, que proporciona a Estados Unidos el 40% del crudo que importa. Desde 1958, fecha en que Shell empezó la explotación del subsuelo del delta del río Níger, la contaminación de suelo, vegetación y agua no ha cesado. «Hemos perdido redes, chozas y ollas. Ya no podemos pescar ni criar ganado», dice el jefe de una comunidad. La gravísima contaminación procedente de los 606 campos de petróleo del país deja a cientos de miles de personas en la miseria. Muchos pueblos han protestado, han iniciado querellas legales para lograr indemnizaciones, algunas de las cuales han prosperado. Y también han sufrido la represión. En 1995, bajo el Gobierno corrupto del dictador Sani Abacha, fueron ejecutados nueve miembros del Movimiento para la Supervivencia del Pueblo Ogoni, entre ellos el escritor y candidato al Premio Goldman (el Nobel de la ecología) Ken Saro-Wiwa. La masiva protesta pacífica del pueblo ogoni contra la Shell fue reprimida por el ejército nigeriano con el resultado de más de mil personas muertas.
Se estima que en el último medio siglo se derramaron en Nigeria hasta 1,5 millones de toneladas de crudo, unas 30 o 40 veces el petróleo derramado en el golfo de México tras el primer mes del accidente. Los derrames tienen muchas causas. Los oleoductos y los depósitos están a menudo oxidados porque son viejos y no se reponen. Hay estaciones de bombeo semiabandonadas. Se estima que cada año hay más de 300 derrames mayores o menores. Todo el medio ambiente está devastado. «Si el accidente del golfo [de México] hubiera ocurrido en Nigeria, ni el Gobierno ni la empresa hubieran prestado mucha atención», dice Ben Ikari, otro portavoz del pueblo ogoni.
Algo parecido puede decirse de lo que ocurre y ha ocurrido desde hace tiempo en Bolivia, Ecuador y en otros muchos países víctimas de la maldición de ese «oro negro» que mejor sería llamar oro sucio. Las compañías petroleras llegan, se llevan la riqueza y dejan la desolación. Así alimentamos los vientres insaciables de nuestros vehículos.
El consumo masivo de combustibles fósiles (el 80% de la energía mundial procede de fuentes fósiles) tiene, pues, unos costes que no se toman en consideración. Otro coste «invisible» es el transporte. Carbón, gas y petróleo circulan por la superficie del planeta representando el 42% en tonelaje de todas las mercancías mundiales (aunque sólo el 7% de su valor monetario). Un volumen tan descomunal de combustibles moviéndose por tuberías, trenes, camiones o buques supone un riesgo de derrames en tierras y aguas y de escapes de gas a la atmósfera (téngase en cuenta que cada molécula de gas metano tiene un efecto invernadero que multiplica por 24 el de una molécula de CO²). La historia de las fuentes de energía fósiles está llena de accidentes de esta clase.
Por último, el petróleo y el gas son causa de conflictos diplomáticos y bélicos, como es bien sabido. La guerra de Irak y sus secuelas están ahí para mostrarlo. Dice Lester Brown, del Earth Policy Institute, que cuando repostamos no pagamos todo lo que cuesta la gasolina. En su precio deberíamos incluir la contaminación atmosférica y sus efectos -calentamiento global y cambio climático-, pero también la contaminación local en los países productores, con la correspondiente destrucción de ecosistemas vitales, las mareas negras derivadas del transporte del crudo y los costes de las guerras y otros gastos militares por el control de las fuentes. Y aun así, el coste en dinero dejaría aparte otro coste: los enormes sufrimientos humanos y los daños ambientales que acarrea todo el tinglado.
A medida que el petróleo escasee más, es probable que aumenten los accidentes y los derrames. La industria, en efecto, se esforzará por extraer petróleo de lugares cada vez más remotos y difíciles, más profundos, situados en alta mar. Los costes de extracción aumentarán, y se tenderá a ahorrar en seguridad (como ha ocurrido con el Deepwater Horizon, donde uno de los obreros muertos había avisado a su familia de las pésimas condiciones en que trabajaba), en transporte y en almacenamiento. Recuérdese el mal estado del Prestige, el petrolero naufragado en las costas gallegas, que no cumplía las condiciones de seguridad estipuladas para el transporte marítimo de petróleo.
Las fuentes fósiles de energía son finitas, y habrá que sustituirlas por otras, a ser posible limpias y renovables. ¿Por qué no acelerar el cambio de modelo energético, sobre todo a la vista de los innumerables inconvenientes de las fósiles? ¿Por qué no dedicar más recursos económicos a las energías renovables en lugar de poner parches en oleoductos y petroleros? Además, conviene hacer bien las cuentas, incorporando a los cálculos todos los costes, visibles e invisibles, directos e indirectos. Así veremos que la energía solar en todas sus formas, incluida la eólica, es menos cara de lo que se dice. Ojalá la visibilidad del desastre del Caribe sirva para entrar en razón.
Joaquim Sempere es profesor de Teoría Sociológica y Sociología Medioambiental de la Universidad de Barcelona