25 años después de la catástrofe de Chernobil, se repite la historia en Japón, en la periferia de Tokio. El suceso demuestra concluyentemente que los riesgos que comporta la tecnología atómica –criminalmente minimizados en los últimos años por un recrecido lobby pronuclear– son de todo punto inasumibles. Un devastador terremoto de la escala del sucedido […]
25 años después de la catástrofe de Chernobil, se repite la historia en Japón, en la periferia de Tokio. El suceso demuestra concluyentemente que los riesgos que comporta la tecnología atómica –criminalmente minimizados en los últimos años por un recrecido lobby pronuclear– son de todo punto inasumibles.
Un devastador terremoto de la escala del sucedido nadie podía preverlo. Ni siquiera Japón, una nación que ha aprendido a convivir con ellos, una sociedad altamente tecnificada que creía haber comprendido tanto como era posible los riesgos que comporta y con tantas precauciones de seguridad como parecían necesarias.
Pero fue un error. El país afronta ahora, unas horas después del peor terremoto desde que se cuenta con registros sísmicos, una catástrofe aún mayor. El reactor de Fukushima está tan gravemente dañado que a pesar de haber sido rápidamente desactivado cuando el terremoto comenzó, planea sobre él el riesgo de una fusión del núcleo. Se trataría de un nuevo Chernobil, casi exactamente veinticinco años después de la catástrofe que tuvo lugar en aquella región de Ucrania. Aunque en esta ocasión la magnitud no sería comparable, porque el reactor se encuentra en una región mucho más habitada que Chernobil.
Y aunque en esta ocasión no ha sido un error humano la razón inmediata para la catástrofe, la política japonesa tiene indirectamente, no obstante, una gran responsabilidad en lo ocurrido. En Japón existen 55 centrales nucleares en activo que generan un tercio de la electricidad del país. Japón emplea desde hace décadas, impertérrita, la energía atómica. Pero, una vez más, se ha demostrado que las centrales atómicas son bombas de relojería. Obvio es decirlo: seguras según los cálculos humanos. Pero hay condiciones que la medición humana no puede concebir. Así ocurrió en Chernobil, cuando un técnico pulsó el botón equivocado y desató la catástrofe. Y ahora amenaza con ocurrir también en Fukushima, donde nadie había calculado que la central estaría desabastecida de electricidad durante tanto tiempo y los niveles de los tanques de agua fría descenderían tan rápidamente.
Quien se apoya en la energía atómica acepta estos riesgos. Tan improbables como se quiera pretender, pero no se los puede excluir. Hace 25 años tuvieron lugar en una región que afectó a cientos de miles de personas. Ahora el mundo se enfrenta a una situación semejante. Vivimos en una época en la que los cálculos de riesgos no están en el discurso oficial de las eléctricas. Se trata siempre solamente de probabilidades que podrían llegar a convertirse en una realidad dentro de un millón de años. La realidad nos da ahora una lección. El precio que posiblemente habremos de pagar por la energía atómica es demasiado alto.
Philip Grassman colabora habitualmente en Freitag