Francisco Franco se negó durante decenios a admitir la existencia de la Unión Soviética. Los más viejos del lugar recordamos que, in illo tempore, los pasaportes españoles llevaban una inscripción estampillada que señalaba que el documento era válido para todo el mundo «excepto Rusia y países satélites». No sólo la prohibición; incluso su propia formulación […]
Francisco Franco se negó durante decenios a admitir la existencia de la Unión Soviética. Los más viejos del lugar recordamos que, in illo tempore, los pasaportes españoles llevaban una inscripción estampillada que señalaba que el documento era válido para todo el mundo «excepto Rusia y países satélites». No sólo la prohibición; incluso su propia formulación resultaba absurda: Rusia era por entonces sólo una de las muchas federaciones de la URSS.
Un buen día, avanzados los años 60, el Generalísmo apareció ante las cámaras de TVE y anunció que había decidido autorizar ciertos intercambios entre España y los estados del bloque del Este. No me acuerdo bien de qué negocios se trataba, pero sí de cómo justificó su decisión: «Las cosas son como son -dijo-; no como quisiéramos que fueran».
Se resistió cuanto pudo, pero acabó resignándose. Aceptó que, por mucho que lo existente le desagradara, no ganaba nada negándolo. Aplicó lo que suele llamarse «el principio de realidad».
Los actuales dirigentes del PP, más dogmáticos, desconocen ese principio. Llevan diez años pretendiendo que la realidad política y social que supone la izquierda abertzale se remedia prohibiéndola. Y se niegan a extraer ninguna lección del hecho de que, después de la aplicación prolongada de semejante tratamiento de choque, las cosas no han variado sustancialmente. Porque una cosa es la pérdida constante de respaldo social que ha sufrido ETA en los últimos años y otra, muy distinta, la evolución de la influencia que ejerce sobre la sociedad vasca HB (o EH, o Batasuna, o como quiera que se llame), que se mantiene sin variaciones significativas.
El PSOE ha apoyado durante años el intento del PP de transformar la realidad vasca a golpe de leyes y sentencias, pero al final ha comprendido que por ahí no iba a ningún lado y ha optado por atenerse al «principio de realidad». No sólo por elemental sensatez, sino también porque se ha dado cuenta de que, aplicándolo, puede alcanzar objetivos mucho más ambiciosos.
Quizá los dirigentes del PP crean que sus congéneres socialistas se han vuelto más condescendientes con la izquierda abertzale radical y con el nacionalismo vasco, en general. Si lo creen -y tal parece- se equivocan. Fijar la orientación política a partir de los datos de la realidad objetiva no significa simpatizar con ella. Ni los socialistas sienten el más mínimo aprecio por Otegi y los suyos, ni Otegi y los suyos sienten el más mínimo aprecio por los socialistas. Unos y otros se consideran, según la muy descriptiva expresión de Patxi López, «interlocutores necesarios».
El problema de los Acebes y compañía es que todavía no han entendido lo que acabó por admitir el propio Franco: que las cosas son como son, y no como cada cual quisiera que fueran. Y que los cambios sociales no se decretan.