La inteligencia colectiva de la transición española está en convulsión por una sentencia del Tribunal Supremo cuya principal virtud -sino la única-, ha sido la de impulsar el revoloteo indiscriminado de todo tipo de experto, analista, jurista y periodista; de élites y de masas populares que con razones y devociones cacarean y vociferan patrias y […]
La inteligencia colectiva de la transición española está en convulsión por una sentencia del Tribunal Supremo cuya principal virtud -sino la única-, ha sido la de impulsar el revoloteo indiscriminado de todo tipo de experto, analista, jurista y periodista; de élites y de masas populares que con razones y devociones cacarean y vociferan patrias y banderas, derechos y penas, con cierto desconcierto y perplejidad. En el país de los milagros transitorios del siglo XX -importante reservorio turístico de la Unión Europea-, el siglo XXI se perfila como el periodo de la eclosión de todas las burbujas. El sueño de riqueza pinchó en la crisis de 2008, luego emergió la corrupción política, y ahora el soberano Poder Judicial se ve ampliamente cuestionado tanto en su neutralidad técnica, como en su papel de mediador social.
La ley entre la barbarie y la esperanza
La Ley es un concepto con historia en España. Tiene un valor simbólico cargado de incongruencias, imposturas y barbaries, así como también de enormes aspiraciones de equidad y justicia. Del Tribunal de Orden Público se pasó a la Audiencia Nacional, y la transición heredó el mantra del viejo régimen de que la Ley está para respetarla cumpliendo acríticamente las interpretaciones, y resoluciones, del Poder Judicial. ¿Qué es la Ley? Parece una pregunta de fácil respuesta, por su aparente obviedad. Sin embargo, en la España del siglo XXI su respuesta presenta sus grandes dificultades ante la deriva de un constitucionalismo en progresiva degradación y general volatilización de garantías procesales (1). La Ley es, pues, un concepto complejo que obliga a interpretar tanto la realidad de los hechos como su ajuste, o desajuste, a la norma. Respetar la Ley, sólo implica respetar la norma; ese es el límite, y sin que ese respeto acoja la obligación de respetar acríticamente toda interpretación y aplicación de la misma.
Acatamiento, discrepancia y prudencia
Desde el primer momento muchos de los opinadores -llamémosle «legalistas ciegos»-, extienden ese límite al acatamiento acrítico de una sentencia sin más respaldo que el respeto ad hominem del tribunal que la dicta. Pero es un acatamiento en lealtad al monopolio de la institución que administra la Ley; no a la Ley. Lamentablemente éste puede ser un gran error del Presidente del Gobierno que se pronuncia antes de concluir el recorrido procesal ante el TC y el TEDH pese a que poca esperanza cabe albergar. Error, cuanto menos, de prudencia, pero también de ubicación y perspectiva. De ubicación por cuanto la supuesta separación de poderes no implica la subordinación del ejecutivo, sino su independencia; y de perspectiva por cuanto el PSOE defiende, supuestamente, una evolución de tipo federalista para la España de las autonomías. Falta de prudencia que, desde la perspectiva técnico-jurídica, va aflorando con el análisis de los críticos más incisivos que se adentran en el texto de la sentencia y la califican técnicamente de injusta en parámetros de una discrepancia muy tangencial al supuesto de la prevaricación.
El circo de los expertos y los opinadores de filias y fobias
Distintos juristas señalan quiebra del principio de legalidad, por cuanto no se ajusta a la legalidad -más que con fórceps-, tiene tintes políticos, es autoritaria, decimonónica, incompetente, instrumentaliza los hechos para construir una tesis condenatoria con uso de demasiados juicios de valor, estira y manipula los elementos del delito, es incongruente, desproporcionada, retórica militante, y puro simulacro de proceso judicial, etc. Incluso un creativo juez del TSJA innova el derecho y crea el delito del «alzamiento institucional» con séquito multitudinario, en puro éxtasis cristiano de cometa navideño (2). Luego, en el vagón de cola, se agrupan las filias y las fobias en fanatismos y conveniencias de todo signo sin más tesitura argumental que la que genera el grado de hostilidad que quiere proyectar el «opinante» hacia el campo contrario. En su gran mayoría se trata de actos retóricos de posicionamiento y reprobación sin más núcleo que la palabrería al uso en el espectro de adjetivos que va desde sentencia cruel y provocadora, hasta débil y entreguista pasando por toda cota de equilibrios.
¡Es el espectáculo, idiota!
En la prensa destaca el puro éxtasis de molturación y regurgitación de toda realidad televisiva, en un espectáculo de filias y fobias, sin reflexión. Si Pedro Sánchez no ejerce la independencia del poder ejecutivo con respecto al judicial, la prensa binaria española apenas muestra criterio de objetividad fuera del espectáculo que oscila de la pena al miedo donde las manifestaciones pacíficas carecen de interés por anodinas. En España no hay razón, sólo emoción; ¡Es el espectáculo; idiota! Sin duda, Vox, Ciudadanos y el Partido Popular crean las emociones que promueven el espectáculo, mientras la izquierda española sólo manifiesta contradicciones como su principal aporte al espectáculo mediático. Hoy «el pueblo» es el pueblo televisado, y el poder popular se encuentra mediado por el mercado de los consumidores de las ofertas de los medios privados de comunicación que transforman la ilustración en publicidad.
El presentismo de máxima audiencia y el orden decadente
Incluso la liturgia de la exhumación de Franco se exhibe como un espectáculo de dimensión histórica -just in time-, en un contexto de eruditos donde presente y pasado sólo se articulan sobre reproches morales coloreado con el numerito especial de un Tejero aclamado por los feligreses de Mingorrubio a la espera de la momia del dictador. La gran contradicción de la transición del 78 se muestra en el momento actual con la imagen de la salida de Franco del Valle de los Caídos al mismo tiempo que el Franquismo más primitivo se instala con fuerza en el Congreso de los Diputados. Las contradicciones y las incongruencias constituyen la tramoya habitual de una transición cuya oficialidad se aferra a la ilusión teatral de un lenguaje institucional y jurídico manifiestamente poético-emocional basado en la racionalidad instrumental de los poderes establecidos a los efectos de mantener a salvo el estatus quo sellado por el orden de la Constitución de 1978. Un orden que se encuentra tan momificado como el viejo dictador y en plena decadencia tanto interior como en comparación geopolítica con los parámetros internacionales que marcan la dirección de futuro en el siglo XXI.
El imperio de las lagunas
El poder legislativo difícilmente puede aportar gran influencia real en la abolición de normas y ordenamientos jurídicos que mejor salvaguardan los intereses de los estamentos sociales y económicos plenamente convencidos de que nada, ni nadie, debe entrar en conflicto con su voluntad hegemónica de llevar a cabo -sin alternativa-, las acciones que consideran que deben hacer. Las lagunas y ambigüedades de los textos legales refuerzan el papel interpretativo del poder judicial bajo una metodología elitista de elaboración de leyes que ningún partido cuestiona y la ciudadanía desconoce ampliamente.
La gobernanza de entelequias
El poder ejecutivo y administrativo se limita al ejercicio de un concepto tradicional de gobernanza donde una élite de meritocracia formalista se erige en minoría rectora de las instituciones al servicio del político de turno. Modelo que impide el desarrollo estable -e independiente-, del ejercicio de la función pública en los ámbitos municipales, autonómicos y estatales cuya gestión se ve caracterizada por la contingencia de la circunstancia y el afloramiento de un gigantesco mosaico de particularidades que degradan el sentido de lo común. La autonomía y objetividad del funcionario público español es una figura eminentemente ideal carente -en su gran parte-, de base ontológica. La corrupción es el síntoma más evidente de esta falta de autonomía y estrecha dependencia del «jefe» político.
La decadencia institucional
Sin embargo, la decadencia de las instituciones emanadas de la transición del 78 tiene su origen en la persistente falta de proyecto de la política española. Del pragmatismo felipista creador de burbujas pasamos al aznarismo imperial de autodestrucción masiva moderado con el austericidio de Rajoy. La derecha clama por el restablecimiento del elitismo perdido y la izquierda aboga por lo posible en un mundo de «circunstancias» adversas montados en el vagón de cola de una Europa en punto muerto frente a al potente renacimiento de Asia y la lánguida decadencia de la hegemonía norteamericana. La izquierda española palidece frente al modelo de Singapur forjado en torno a una idea de educación y formación que elimina el credo de la desigualdad de talentos y postula una enseñanza basada en la premisa de la igualdad de las personas toda vez que todos los seres humanos estamos dotados por igual de inteligencia y voluntad. Igualdad que traslada el centro de la institución educativa, al ciudadano estudiante, no para formarlo como futuro empleado, sino para impulsar sus propias potencialidades como futuro emprendedor. Frente a esta potente idea asiática de progreso como capacidad autónoma de emprendimiento, la izquierda española sólo presenta la idea de adaptación a lo que hay asumiendo la falacia neoliberal de que no hay alternativa. No promueve cambios legislativos relevantes ni se plantea el problema de la eficacia de los servicios públicos austerizados con relación a las necesidades de la ciudadanía; algo que se ve muy claro tanto en la educación -y la investigación-, como en la sanidad.
El sacro poder de la interpretación volitiva
El poder judicial es el más opaco de todos los poderes del Estado Español. El único que garantiza la inmunidad judicial de la oligarquía española tanto en sus formas de hacer, como en la protección de sus intereses y ganancias. Su potestad se limita a la interpretación de la Ley con tal fortuna que las propias leyes procesales presentan tal grado de elasticidad que entre ambigüedades y lagunas la voluntad del juez se erige sin dificultad en decisión para resolver el conflicto.
Negar la existencia de la prevaricación judicial en España es tan pueril como negar la existencia de oxígeno en un jardín botánico. Otra cosa es que los artículos 446 y 447 del Código Penal permitan a un ciudadano acreditar la prevaricación judicial en frontal obstrucción beligerante del Poder Judicial. No obstante, la idea de justicia se enuncia en la España del 78 bajo ese lenguaje poético jurídico de conveniencia a los propósitos y fines del sistema. Se trata de una retórica difusa, de conceptos vacíos, trazos irregulares y figuras discordantes que generan perplejidad bajo un pomposo ritual procesal en el que las palabras chocan unas con otras, como por ejemplo la broma inútil del denominado «incidente de nulidad de actuaciones».
El flogisto de los derechos fundamentales y el síndrome de Estocolmo
La propia idea de «derecho fundamental» puede convertirse en una macabra broma si un juez así lo estima por cuanto nadie sabe con certeza qué es un derecho fundamental, mucho menos el famoso «derecho a la tutela judicial efectiva» un derecho tan complejo como el propio universo y tan volátil como el flogisto de la alquimia medieval. Sólo los derechos de propiedad son acreditables bajo registro notarial, un privilegio legal del que claramente carecen los demás derechos. La sentencia del procés señala que el respeto a la Ley es problemático para cualquier político que pretenda encarnar y canalizar el espíritu y la voluntad de «el pueblo» real, toda vez que la retórica judicial encarna el concepto idealizado de «pueblo» en la figura del Rey que representa el estatus quo del sistema de poderes español que redactó la Constitución del 78. Así pues, mientras la derecha española se ve ampliamente refrendada en el Poder Judicial, la izquierda padece históricamente de algo muy parecido al «síndrome de Estocolmo». Ni siquiera el mundo universitario de las facultades de derecho estudia la realidad de las actuaciones jurisdiccionales del Poder Judicial, mucho menos la realidad de los procedimientos legislativos del Congreso; cómo surgen y quienes influyen.
La férula del absolutismo decimonónico
El Poder Judicial es absoluto, carece de contrapesos y sistemas eficaces de control. La racionalidad de sus resoluciones no es científica, sino instrumental toda vez que adapta los medios al fin que persigue a fin de ajustar la realidad a las exigencias de la norma. No es la norma lo que se viola, sino la realidad de los hechos la que se modula a conveniencia. Manipulación que se realiza al amparo de la regla arcaica de la «sana crítica». Un término del siglo XVII acuñado por los jesuitas franceses en la dialéctica de la contrarreforma. La arbitrariedad del Poder Judicial es tan «soberanamente habitual», pese a estar prohibida por el art. 3 de la Constitución Española que un juez de Jaén no tiene reparo alguno de expresar -ad pedem litterae-, en escrito procesal su personal sentimiento de «profundo odio» contra una empresa y su letrado que había presentado recurso de recusación contra el juez. Nadie concibe hoy en España que un empleado de Mercadona exprese su sentimiento de odio contra un cliente que manifiesta su queja. Su imagen de profesionalidad quedaría fulminantemente laminada por la propia filosofía de empresa. Mas allá del anecdotario de las anomalías relevantes, la actual configuración de todo el sistema judicial español -anquilosado en la alquimia de voluntades-, constituye un enorme lastre de inercia que impide seriamente el desarrollo de cualquier política emancipatoria que, cuanto menos, ponga freno al largo proceso de decadencia en el que se encuentra inmerso el Estado Español. Sin proyecto de futuro el presente se va descomponiendo en una larga sucesión de pasados que se agotan en sí mismos.
Notas:
(1) http://www.ctxt.es/es/ 20191016/Firmas/28973/ Bartolome-Clavero-sentencia- cat-proces-referendum.htm
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