En los años 60 hubo una gran película llamada El día en que se incendió la Tierra. Recuerdo que Leo McKern hacía el papel de un periodista del Daily Express y compartía créditos en la cinta con el entonces director en la vida real del diario, Arthur Christiansen. Lo que el Express descubría era que […]
En los años 60 hubo una gran película llamada El día en que se incendió la Tierra. Recuerdo que Leo McKern hacía el papel de un periodista del Daily Express y compartía créditos en la cinta con el entonces director en la vida real del diario, Arthur Christiansen. Lo que el Express descubría era que el gobierno británico estaba instalando duchas en Hyde Park para que la gente se refrescara, a pesar de que todavía era invierno. Una investigación periodística revelaba más tarde -recuerden que esto era ficción- que Estados Unidos y la Unión Soviética, sin tener conocimiento de las actividades de la otra potencia, habían hecho ensayos de armas nucleares exactamente al mismo tiempo en lugares opuestos de la tierra.
No estoy seguro de que nuestros colegas del Express de hoy en día descubrirían algo así, pero ese no es el punto. En la película nuestro planeta se había salido de su eje de órbita y se encaminaba hacia el sol. Los gobiernos, por supuesto, trataban de encubrir este hecho.
Recordé esta vieja y empolvada película hace algunas semanas, cuando desperté en mi hogar, en Líbano, temblando de frío. A mediados de febrero en Líbano la brisa primaveral ya debía haber entibiado el aire. Pero no fue así. En la comunidad cristiana de la montaña de Jezzine nevaba ferozmente. Salí a mi balcón, con vista al Mediterráneo, y un afilado y helado viento venía del mar. Bueno, pobre del viejo Bob, dirán ustedes. Mejor que instale una calefacción central. (Muchos libaneses viven como yo, con peligrosos y baratos calentadores de gas).
Pero en este momento, cuando vuelo alrededor del mundo para lanzar mi nuevo libro, viajando con más frecuencia que la tripulación de cualquier avión , me encuentro muchos paralelismos extraños. En Melbourne, el otoño pasado, por ejemplo, la primavera australiana fue mucho más fría de lo que se esperaba. En Toronto, en Navidad, toda la nieve se había derretido. Caminé por las calles de la ciudad y tuve que quitarme el suéter por el sol. Fue el invierno más caliente jamás registrado en un país cuyas tundras son famosas por su desolación congelada.
Debo añadir que los canadienses que dieron la bienvenida a este peligroso deshielo parecen no entender su realidad; es un poco como tener frío y después manifestar placer ante el hecho de que tu casa se quemó, y por eso ya hace calor.
También están las tripulaciones aéreas de las que yo hablaba. Aquí en Medio Oriente, por ejemplo, los pilotos me han dicho que los vientos pueden ser tan fuertes a grandes alturas que han tenido que solicitar volar más bajo a los controladores aéreos. Como un viajero que sabe lo que es tener miedo en un vuelo con turbulencia -como yo- puedo decirles que no he sufrido de este fenómeno en los últimos 24 meses.
Ahora una desviación, aunque importante. El científico británico, Chris Busby, ha estado desenterrando estadísticas del Instituto Aldermaston de Armas Atómicas en las que se miden niveles de uranio en muestras de aire de amplio volumen. Busby sospecha que partículas de uranio empobrecido de las dos guerras del Golfo -y que se usa en las cabezas de proyectiles disparados por tanques y aviones estadunidenses y británicos- pudieron haberse extendido por Europa. No soy afecto a las teorías de conspiración, pero aquí hay algo muy raro.
Cuando Busby solicitó la información al instituto Aldermaston en 2004, lo mandaron al diablo. Cuando exigió la información en 2005, invocando la ley de Libertad de Acceso a la Información, le dieron las cifras a regañadientes.
Pero esperen. La única estadística faltante en los datos que le proporcionaron corresponden a los primeros meses de 2003. ¿Se acuerdan de lo que estaba sucediendo entonces? Había un pequeño jolgorio en Irak, una masiva invasión estadunidense-británica contra la dictadura de Saddam en la cual fueron usadas toneladas de bombas que contenían uranio empobrecido.
Eventualmente, Busby, quien estudió todos los movimientos de vientos a gran altitud sobre Europa, recibió datos de la Agencia de Procuración de la Defensa en Bristol, que demostraban un incremento de las partículas de uranio presentes en muestras de aire a alto volumen tomadas en Gran Bretaña durante ese periodo.
Bueno, todavía no estamos muertos, aunque los lectores en Reading no estarán contentos de saber que las muestras que Aldermaston tomó de sistemas de filtrado en esa zona mostraban un incremento en la presencia de uranio. Shock y pavor, ciertamente.
Volvamos a nuestra historia original. Estoy cansado de escuchar sobre el «calentamiento global», se ha convertido en un lugar común que aburre, y nos induce a bostezar y a dejar de leer; lo cual es, quizá, lo que quieren nuestros gobiernos. La disminución del volumen de los hielos árticos y los icebergs que se derriten se ha convertido en la referencia obligada de muchísimos reportajes. Después que la Unesco puso los hielos de Ilulissat en la lista de Patrimonios de la Humanidad, se descubrió que la extensión de los mismos se había reducido en casi cinco kilómetros.
Hay una hermosa ironía en el hecho de que los canadienses ahora se estén peleando con Estados Unidos por canales de traslado de mercancía en el lejano norte, porque los estadunidenses quieren usar el ya libre de hielo Pasaje Noroccidental, que está parcialmente bajo la soberanía de Canadá. Pero tengo la corazonada de que algo más serio le está sucediendo a nuestro planeta y no nos lo están diciendo.
Déjenme recordarles en qué termina El día en que se incendió la Tierra. Científicos rusos y estadunidenses estaban planeando una nueva explosión conjunta para devolver la tierra a su curso. La última imagen de la película muestra las rotativas (auténticas) del Daily Express. En ellas pueden verse dos placas con encabezados diferentes, listas para que se eligiera una, dependiendo de los resultados de la detonación. En una se lee: «El mundo, sin salvación», y en la otra: «El mundo se salva».
Como solía decir el gran columnista populista, John Gordon, del Sunday Express: son cosas que hacen que uno se detenga un momento a pensar ¿no es cierto?
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca