Muy malas noticias salieron de la reunión de Cancún. Pero en su desesperación por mostrar buenos resultados, las delegaciones diplomáticas y el país anfitrión han buscado por todos los medios poner cara alegre. Lo único que lograron fue un despliegue monumental de hipocresía. Una duplicidad que se parece demasiado a las negociaciones en la historia […]
Muy malas noticias salieron de la reunión de Cancún. Pero en su desesperación por mostrar buenos resultados, las delegaciones diplomáticas y el país anfitrión han buscado por todos los medios poner cara alegre. Lo único que lograron fue un despliegue monumental de hipocresía. Una duplicidad que se parece demasiado a las negociaciones en la historia de los armamentos nucleares.
En lo más álgido de la guerra fría, las dos superpotencias administraron la carrera armamentista y la evolución de sus arsenales nucleares de la misma manera que hoy se llevan las negociaciones sobre cambio climático. Cada vez que Washington y Moscú se enfrentaban a una nueva tecnología o un novedoso tipo de armamentos cuya evolución era incierta, ambas superpotencias dudaban sobre la conveniencia de prohibirlos. La realidad es que nunca estuvieron dispuestos a renunciar a lo que percibían como posibles ventajas estratégicas. Pero, por otro lado, se preocupaban por dar la apariencia de que estaban concernidos por los posibles efectos desestabilizadores de un nuevo tipo de armamento y los diplomáticos se reunían para proseguir con una nueva ronda de negociaciones sobre control de armamentos.
Como en el fondo nadie quería un acuerdo para limitar el acceso al nuevo tipo de armamentos, procedían de la siguiente manera. Primero declaraban su más profunda preocupación por el nuevo tipo de armamentos. Acto seguido prometían seguir trabajando sobre esta parte del problema, declarando que estaban concientes de la necesidad de reducir los peligros que rodeaban los nuevos armamentos. Por lo demás, se firmaba un acuerdo sobre los componentes menos peligrosos de los arsenales nucleares y se sacaba una fotografía con los delegados estrechándose las manos y desplegando una gran sonrisa. Los inquilinos de la Casa Blanca y del Kremlin firmaban solemnemente el acuerdo, sus departamentos de relaciones públicas difundían la foto de los ministros sonrientes y el mundo proseguía como si nada. Mientras tanto, los arsenales nucleares se iban poniendo cada día más gordos, con el aumento en número de misiles y de cargas nucleares. Sobre todo, se iban haciendo cada vez más peligrosos, con la intensificación de la precisión y letalidad de misiles y cabezas nucleares.
La conferencia de las partes de la Convención marco de Naciones Unidas sobre cambio climático (UNFCCC, por sus siglas en inglés) de Cancún ha seguido el mismo patrón, dentro de lo que nos permite la comparación. Realmente, en el fondo, la COP16 en Cancún ha terminado con cero resultados importantes. Hay una media docena de acuerdos secundarios, pero eso es todo. No hay nada más. Pero eso no impidió a los negociadores en Cancún correr a las cámaras para anunciar que el balance de la reunión es un rotundo triunfo. Y lo primero que exhiben es una declaración sobre la necesidad de lograr mayores reducciones de GEI en el futuro inmediato. Realmente eso de mayores
reducciones no es muy impresionante porque las emisiones no han estado reduciéndose en los últimos años, al contrario. Por otro lado, no hay ninguna referencia a metas cuantitativas. Tampoco a los instrumentos para lograr resultados.
En cuanto al fondo especial de financiamiento, realmente la cifra de 100 mil millones de dólares, prometida para 2020 no es impresionante. Ese monto podría incluir fondos privados e inversión extranjera directa. El fondo es una bolsa de aire.
¿Qué significa esto para el Protocolo de Kyoto? Esto significa que al expirar la vigencia de este instrumento legal en 2012, nada lo reemplazará. Es la muerte del Protocolo de Kyoto. Es decir, cualquier reducción de emisiones de GEI de los principales países emisores será voluntaria. Eso es algo muy distinto a un acuerdo con compromisos y metas firmes, legalmente obligatorios.
Sin la potestad de la ley internacional, las promesas son palabras al viento. El Protocolo de Kyoto tenía muchos defectos. Entre otros, sus engañosos mecanismos de desarrollo limpio y la consagración del mercado de bonos de carbono, pero tenía un principio fundamental: los compromisos para reducir emisiones eran obligaciones legales sometidas al poder vinculatorio de la ley. Esto es lo que había que haber rescatado y desarrollado. Y, por supuesto, este acuerdo tendría que haber conservado también el principio básico de la responsabilidad diferenciada entre países según su grado de desarrollo y su contribución a la acumulación de GEI.
Hace 20 años Anil Agarwal, un científico en Nueva Delhi, señaló que las emisiones de metano de un búfalo perteneciente a un campesino pobre en Bangladesh no podían compararse con las emisiones de un auto de lujo perteneciente a un magnate en Park Avenue. Unas son emisiones de supervivencia, las otras son de lujo. Sin un reconocimiento de este ingrediente central, un acuerdo será siempre imposible. La historia recordará este gran fracaso de los principales países emisores. El clima regresará a recordarnos.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2010/12/15/index.php?section=opinion&article=028a1eco