Recientemente y según informaciones publicadas en este periódico el día 3 de julio, hemos sabido que el CSIC -con la de cosas que podría hacer- ha dedicado esfuerzos y presupuesto a saber por qué el tomate industrial, el que habitualmente compramos en los supermercados, no sabe a tomate. Resulta que en los experimentos de la […]
Recientemente y según informaciones publicadas en este periódico el día 3 de julio, hemos sabido que el CSIC -con la de cosas que podría hacer- ha dedicado esfuerzos y presupuesto a saber por qué el tomate industrial, el que habitualmente compramos en los supermercados, no sabe a tomate. Resulta que en los experimentos de la industria alimentaria, movidas por el empeño de conseguir variedades de hortalizas uniformes y bonitas, un gen que no controlaban se alteró y ¡anda! nos quedamos sin sabor a tomate. Pero lo peor no es tal derroche, ni el reduccionismo de algo tan maravillosamente complejo, sino que andan entusiasmados con el descubrimiento, pues «con el gen identificado en unos pocos años lo tendremos resuelto».
Ese tipo de variedades insípidas y con menos valor nutricional es parte de la destrucción de las agriculturas locales que siempre llevaron buenos alimentos a la mesa, a la vez que generaban medios de vida a muchas personas y aseguraba el mantenimiento de los paisajes rurales. Por eso, por el futuro de lo rural y para que los tomates sepan a tomates, hemos de olvidarnos de falsas moderneces y valorar las infinitas variedades campesinas de tomates deformes y multicolores, con sabor a tomate y con garantías de por vida.-