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Reseña de la película "Déjame entrar" (“Låt den rätte komma in”), de Tomas Alfredson, 2008

El sentido oscuro de la verdad

Fuentes: Rebelión

A Pilar Pedraza, por supuesto Reflejos, umbrales: agresiones En el arranque del film, a la imagen de un ominoso inmueble de extrarradio se superpone el cuerpo del niño que lo contempla, reflejado en el cristal de la ventana. Ha entrado en el campo del encuadre procedente de una habitación caldeada, lo que explicaría su semidesnudez […]

A Pilar Pedraza, por supuesto

Reflejos, umbrales: agresiones

En el arranque del film, a la imagen de un ominoso inmueble de extrarradio se superpone el cuerpo del niño que lo contempla, reflejado en el cristal de la ventana. Ha entrado en el campo del encuadre procedente de una habitación caldeada, lo que explicaría su semidesnudez (sólo va cubierto con un slip blanco), en contraste con los copos de nieve que caen en el exterior, ya presentes desde el fin del genérico. Con el fin de mejor centrar la mirada del espectador en Oskar -el protagonista de la historia-, la imagen pierde el foco del edificio para recuperarlo sobre el personaje cuya consistencia, pese a todo y por tratarse de un reflejo, tiene algo de fantasmal. Desde el principio de la película, Tomas Alfredson plantea uno de sus principales elementos configurativos. La pérdida y recuperación del foco engloba, en este caso, a Oskar en su espacio cotidiano: un niño de doce años que habita en un barrio alejado del centro urbano, frente al helado y oscuro corazón del invierno sueco. Las luces amarillas, tras las ventanas de las casas, ofrecen una precaria calidez de hogar en la que poder refugiarse de la nieve y el frío.

El policía de uniforme, funcionario de la Ley, que imparte una charla en el colegio de Oskar también queda reducido a una mancha borrosa y sólo recuperará su nitidez acompañando el rostro insolente de Conny, uno de los maltratadores de Oskar. La estabilización de la imagen se produce justo en el momento en que Oskar resuelve la intriga criminal planteada por el policía a toda la clase. Oskar sabe la respuesta porque dice leer muchos libros y eso es un factor más para suscitar la incomprensión y agresividad de sus compañeros. Una panorámica mostrará la mirada enfurecida de alguien cuyo dedo índice, cortado por el borde lateral derecho del encuadre, tamborileaba impaciente hasta ahora sobre el pupitre y que se va a revelar, posteriormente, como el más sádico de la pandilla. La pérdida y recuperación del foco en el interior del mismo plano y el juego con el fuera de campo son dos figuras de estilo reconocibles del film. La amenaza sobre el protagonista en el patio del colegio viene dada por el avance hacia él de Conny; antes de hacer su aparición, lo increpa en el comienzo de un travelling lateral de izquierda a derecha que arrincona, literalmente, a Oskar en el primer término del encuadre mientras el resto de la pandilla agresora vuelve a difuminarse en el fondo del plano.

El trabajo con el fuera de campo es casi un lugar común en el cine de terror y así lo supo entender Terence Fisher en el remake de Drácula («Horror of Dracula», 1958). La amenaza exterior del vampiro sobre Lucy se hacía sentir en las medrosas miradas de ésta hacia la ventana de su alcoba, que se teñían de un goce indecible cuando la abría y luego, desde la almohada del lecho, presentaba la palpitante curva de su cuello al ataque del depredador nocturno, dueño de su voluntad. El pacto anudado entre vampiro y víctima se basa en la invitación de esta última a dejarlo entrar en su espacio. El goce del encuentro es mortal en su reiteración y Lucy exhibe, impúdica, las marcas dejadas en su yugular por anteriores ataques. El consentimiento de la víctima está presente ya en el mismo título del film de Alfredson pero liberado de las connotaciones sexuales, un tanto obvias, que Fisher les otorgara. Así, la primera aparición de Eli, la pequeña vampira que enamora a Oskar, tiene lugar cuando éste apuñala con su machete la corteza de un árbol, ensayando una posible respuesta a las agresiones de las que es objeto en la escuela. La panorámica que va del rostro de Oskar a la figura de Eli, de pie en la estructura metálica cubierta de nieve que domina el solar entre los edificios de apartamentos, nos descubre que, al igual que sucede con Mrs. Danvers en la Rebeca de Hitchcock, Eli estaba ya presente en el campo de la imagen pero aún no se había hecho visible.


Eli, de pie en la estructura metálica cubierta de nieve…

Heridas

Oskar recibe un fustazo en la mejilla y Eli tiene en el pubis la cicatriz de una vieja herida.[1] Ambos comparten, pues, una laceración abierta en sus cuerpos. Pero hay algo, en el orden del saber, que Eli puede enseñarle a Oskar y es la agresividad. La esencia misma del vampiro reside en su infinita capacidad de agresión hacia el otro y es harto significativo que la inaugural presencia misteriosa de la niña sea el correlato de la explosión de violencia de Oskar. Se trata de una violencia latente que nunca llega a estallar -el niño se pasa la película enfundando y desenfundando el cuchillo-, pero forma parte esencial de lo que reprime. Oskar no se puede poner en el lugar de Eli («Ponte en mi piel», le dice ella), dominado por una insaciable pulsión destructiva, pero sí presta oído atento a sus consejos: devolver, aumentada, la violencia que sobre él ejerce la pandilla de maltratadores. De hecho, su única acción vengativa contra Conny propiciará el fulminante desenlace de la historia. La herida que Oskar se autoinflige con su machete en la palma de la mano -y que revela la única utilidad de éste en el film- es toda una propuesta de ritual iniciático- amistoso: mezclar las sangres es sellar un pacto de hermandad entre amigos. Pero aquí tan sólo sirve para que el gesto vampírico se manifieste en toda su ferocidad pulsional. Eli absorbe y rebaña con su lengua las gotas de sangre caídas en el suelo y le dice a Oskar que se vaya, no tanto porque pueda destruirlo como para que no sea testigo de esa satisfacción provisional de la pulsión devoradora. Un efecto de maquillaje convierte en este momento el rostro de la niña en el de un ser bestial, como también lo era ocasionalmente el Drácula de Francis Ford Coppola («Bram Stoker´s Drácula», 1992). Si en esta obra maestra del fantástico Mina «sorbía y comulgaba la esencia del amado», igual que la Isabel de Gabriel Miró en el mórbido final de Las cerezas del cementerio, Eli, con el rostro embadurnado de sangre de una de sus víctimas, sella un pacto perverso con Oskar, mediante el único y pasional beso en la boca de todo el film. En esta suerte de comunión profana es la sangre derramada del otro la que se comparte.

Un acto de amor

«Libérame de toda esta muerte», dice Mina en místico arrebato antes de absorber la sangre de su letal amante que le brinda amor eterno en una vida sin fin. Coppola (y su guionista James V. Hart) supieron entender que una posible vía de acercamiento al mito del vampiro era la de la sublimación melancólica: ante la imposibilidad de conciliar goce pulsional con deseo amoroso, Drácula debía morir a manos de la amada que, decapitándolo, le otorgaba la paz.[2] Invirtiendo el proceso, aquí es una perturbadora niña que nada sabe de nostalgias porque vive en el eterno presente de sus doce años, livianamente llevados durante siglos, la que elige, en y desde lo real, «hacer del universo una alusión a la única persona indudable», que es como Borges define el amor.[3] El clímax dramático de Déjame entrar[4]  es la mejor demostración de la máxima lacaniana acerca de la realización siniestra del deseo. El horror de las mutilaciones y sus secuelas de gritos, pataleos y estertores también ocurre fuera de campo. Y su carácter extremo no debería hacernos olvidar que se trata de un acto de amor mediante el cual Eli manifiesta su cariño hacia Oskar y éste deja atrás su infancia maltratada. Esa creación de un imposible verosímil en el que Aristóteles cifraba la plenitud del estilo de Homero es la que cierra el film en anticlímax: Eli se comunica con Oskar mediante el código Morse, intercambiando golpecitos en la caja donde descansa en las horas diurnas, una ilustración literal del aserto de Jorge Alemán cuando dice que ocultando lo imposible de la pulsión, el verdadero amor lo muestra. Y cuánta verdad se desprende de este film y de esos niños abandonados por los adultos en los márgenes del llamado Estado de bienestar sueco que se estaba forjando a comienzos de los años ochenta del siglo pasado. Tomas Alfredson sabe desde qué ángulo mostrar una mesa vacía para que ésta irradie la soledad del personaje y hasta qué punto un armazón metálico abandonado bajo la nieve puede ser cinematográficamente melancólico. Un film imposible de olvidar.


Notas

[1] John Ajvide Lindqvist, guionista del film, no ha desarrollado en él la ambigüedad sexual del personaje de Eli que sí estaba presente en su novela.

[2] Cfr. Un desarrollo más amplio de esta idea en mi artículo «La melancolía del vampiro». Archivos de la Filmoteca, nº 15, pp.105- 109. Valencia, octubre 1993.

[3] Esteban Peicovich: Borges, el palabrista, p. 126. Ed. Letra Viva. Madrid, 1980

[4] Carlos Reviriego (Cahiers Du Cinéma España, nº22, p.31. Madrid, abril 2009) señala que la traducción más exacta del original sueco sería Deja entrar a la persona adecuada, lo que redundaría en la idea de elección (amorosa) de objeto por parte de Eli.

TITULO ORIGINAL Låt den rätte komma in (Let the Right One In)
AÑO
2008
DURACIÓN
114 min. Trailers/Vídeos
PAÍS

DIRECTOR Tomas Alfredson
GUIÓN John Ajvide Lindqvist
MÚSICA Johan Söderqvist
FOTOGRAFÍA Hoyte Van Hoytema
REPARTO Kåre Hedebrant, Lina Leandersson, Per Ragnar, Henrik Dahl, Karin Bergquist, Peter Carlberg, Ika Nord, Mikael Rahm, Karl-Robert Lindgren, Anders T. Peedu
PRODUCTORA EFTI
WEB OFICIAL http://www.lettherightoneinmovie.com


Juan Miguel Company es profesor de Teoría Fílmica en la Universidad de Valencia (España).