China es un país con un potencial económico inconmensurable. Capitalizar y monopolizar su mercado nos daría acceso a unos niveles de riqueza inimaginables. Pese a ello, a nadie en su sano juicio se le ocurriría proponer la invasión de Beijing para favorecer el desarrollo español, si existiera un 99,99% de probabilidades de éxito. Eso no […]
China es un país con un potencial económico inconmensurable. Capitalizar y monopolizar su mercado nos daría acceso a unos niveles de riqueza inimaginables. Pese a ello, a nadie en su sano juicio se le ocurriría proponer la invasión de Beijing para favorecer el desarrollo español, si existiera un 99,99% de probabilidades de éxito. Eso no siempre fue así y ahí está toda la historia del colonialismo europeo desde el siglo XV al XX. Pero hoy en día se presupone que un proyecto como ese tiene tales repercusiones que cualquier decisión al respecto no puede ni debe basarse un simple cálculo de probabilidades, sino que debe afrontarse desde los puntos de vista de la ética, de la justicia, en suma, de la política.
Curiosamente, lo que nos parece un absurdo cuando pensamos en la conquista de China, se convierte en la norma para la mayoría de pretendidos expertos que insisten en reducir el debate sobre la energía nuclear a un simple cálculo de probabilidades ligado a la seguridad de las centrales. El problema se limita de este modo a una cuestión técnica, dando por descontado que el avance en la investigación permitirá solucionar los fallos que se presenten. El absurdo se transforma incluso en cinismo cuando los supuestos especialistas cierran sus valoraciones destacando lo mucho que se mejorará la seguridad tras las nuevas informaciones recogidas durante la última tragedia de cada década: Harrisburg (1979), Chernóbil (1986), Tokaimura (1999), Fukushima (2011).
Este discurso se completa con una segunda línea argumental no menos tramposa en su planteamiento: vivir es asumir riesgos desde que te levantas. Y elegimos asumirlos porque de lo contrario estaríamos renunciando a vivir. Se obvia así una diferencia clave, la dimensión del impacto. Yo asumo un riesgo cada vez que subo en un coche. Pero en caso de producirse el peor de los accidentes, sus consecuencias se limitarían a un reducido círculo de personas, incluidas las que lloren mi ausencia. Sin embargo, el impacto de un accidente nuclear no se reduce a los directamente implicados, sino que se proyectará en generaciones e, incluso, durante siglos en el medio ambiente (algo, por otro lado, que ya ocurre sin necesidad de accidentes, con el problema de los residuos nucleares).
Sin embargo, todo esto no es la parte tramposa de esta línea argumental. La verdadera estafa está en que mientras nuestros riesgos del día a día los aceptamos libre y conscientemente, el riesgo nuclear no lo hemos asumido del mismo modo por la sencilla y nada inocente razón de que nadie nos ha preguntado. Para salvar este escollo, el experto pronuclear opta por transformar cada gesto cotidiano del ciudadano medio en una especie de plebiscito sobre la materia: ¿Estamos dispuestos a renunciar a nuestro modo de vida? No, pues entonces, como si de una especie de contrato faústico se tratara, debemos asumir como inevitable el riesgo de unas centrales nucleares que mantienen encendida la pantalla de plasma de nuestros televisores. De este modo, los mismos que acusan de apocalípticos a quienes plantean la más leve objeción a la energía nuclear, nos auguran un inevitable regreso al paleolítico si España renunciase a ese simple 12% de la energía que, según el Instituto Nacional de Estadística, procede de las centrales nucleares.
En cualquier caso, no estaría mal que partidarios y detractores de la energía nuclear hicieran de la superación de esta estafa argumental un primer punto de encuentro. Abramos el debate nuclear. Pero hagámoslo hasta las últimas consecuencias. Que la sociedad tome la palabra y se pronuncie. Así lo hicieron suecos e italianos, que libremente decidieron renunciar hace años a este tipo de energía sin que, según parece, hayan regresado por ello a la edad de piedra. Consultemos, pues, a los ciudadanos. Eso pasa por asumir por todos que el problema nuclear, como la aventura de conquistar Beijing, no puede reducirse a un simple cálculo de probabilidades. O lo que es lo mismo, pasa por admitir toda la dimensión política del asunto. Si no lo hacemos, tendremos que resignarnos a seguir viviendo bajo el influjo del Síndrome de China.
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