Los Estados Unidos son un imperio. Nada les hará cambiar ni renunciar a su estilo de vida y, llegado el caso, son capaces de sacrificar al resto del planeta. Nadie debe hacerse ilusiones, matices y precisiones, aparte los biocombustibles, son una solución norteamericana, para los norteamericanos. En Estados Unidos circulan más de 250 millones de […]
Los Estados Unidos son un imperio. Nada les hará cambiar ni renunciar a su estilo de vida y, llegado el caso, son capaces de sacrificar al resto del planeta. Nadie debe hacerse ilusiones, matices y precisiones, aparte los biocombustibles, son una solución norteamericana, para los norteamericanos.
En Estados Unidos circulan más de 250 millones de automóviles. Incluyendo todos los vehículos motorizados terrestres son más de 300 000 000, más de uno por habitante y un promedio de más de tres por familia. Para sostener semejantes lujos, en sus tres cuartas partes irracionales y prescindibles, los norteamericanos consumen quinientos setenta millones de metros cúbicos de gasolina al año, en litros 570 000 000 000.
Los Estados Unidos no ignoran que al sustraer 100 millones de toneladas de maíz y otro tanto de soya del mercado de alimentos para dedicarlos a la producción de etanol y biodiesel, inevitablemente aumentaran los precios de los cereales, que arrastrarán consigo los costos de los derivados de la harina, los piensos, todos los tipos de carne, el pollo, los huevos y los productos lácteos; lo que ocurre es que no les importa.
Ese escenario de crecimiento explosivo, unilateral y desequilibrado de mercancías capaces de generar un efecto dominó, hará la subsistencia más cara.
Naturalmente, los ciudadanos de los países desarrollados donde existen legislaciones que obligan a equiparar los salarios y las prestaciones de la seguridad social con el costo de la vida, no sólo no tendrán problemas con el precio de los alimentos, sino que no se verán en la necesidad de sacrificar sus automóviles y sus muchachos podrán ir a la universidad en un 4+4 que consume combustible como un tanque de guerra.
El problema será para los países y las personas pobres que importan los alimentos y carecen de los ingresos necesarios para adquirirlos.
Según algunos ideólogos del optimismo, existe la peregrina posibilidad de que la subida de los precios de los alimentos exportados por los Estados Unidos y otros países desarrollados sea de tal magnitud que estimule y haga rentable la producción local en algunos países que cuentan con condiciones para ello. México, por ejemplo, pudiera volver a producir el maíz que necesita y que ahora importa.
No obstante, esa perspectiva no existe para los países africanos, algunos de América Latina y parte de Asia, donde más hambre se padece y no se dispone de la infraestructura, la tecnología y los financiamientos imprescindibles para intentar un despegue y donde tampoco existe el capital humano necesario para una empresa de tal envergadura y, en algunos casos, ni siquiera la tierra.
El desarrollo económico que pudiera permitir producir los alimentos necesarios o generar los recursos para adquirirlos es para África, algunos países de Centroamérica, y ciertas regiones poco favorecidas de Asia, como partes de Indonesia, Bangladesh, Filipinas y Asia Central, un proyecto añoso que requeriría de una cuantiosa y multilateral asistencia externa de largo aliento.
Doscientos años atrás Haití era la más próspera colonia del Nuevo Mundo y la azucarera de Europa a la que suministraba el ciento por ciento del azúcar y el café consumido y Potosí, en Bolivia, fundada en 1546, fue la primera ciudad americana que pasó de 150 000 habitantes. Hoy son los países más pobres del hemisferio.
Es una burla de inaudita crueldad sostener que la siembra de unas decenas de miles de hectáreas de caña para producir alcohol en Haití o soya para biodiesel en Bolivia, pudieran ser opciones de desarrollo. A estas alturas promover el latifundio, el monocultivo y la plantación genéticamente modificada es añadir jorobas a las deformaciones estructurales ya existentes.
Los países del Tercer Mundo no pueden alegar inocencia ni esperar generosidad o comprensión de Europa y los Estados Unidos, que ahora necesitan las tierras y el sol de los trópicos para cultivar un sucedáneo de la gasolina a la que son adictos.
Ojala no se permita a la oligarquía nativa aliada al imperio repetir la historia de Haití o del cerro de Potosí.
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