El 26 de abril de 1986 el mundo desconocía que estaba ocurriendo el accidente nuclear más grave jamás conocido. El mundo se estremecería días después, cuando empezaron a conocerse mediciones anormalmente altas de contaminación radiactiva en lugares tan alejados de Chernobyl como Suecia. El secretismo soviético retrasó la noticia hasta que ya era imposible contenerla: […]
El 26 de abril de 1986 el mundo desconocía que estaba ocurriendo el accidente nuclear más grave jamás conocido. El mundo se estremecería días después, cuando empezaron a conocerse mediciones anormalmente altas de contaminación radiactiva en lugares tan alejados de Chernobyl como Suecia. El secretismo soviético retrasó la noticia hasta que ya era imposible contenerla: una explosión en el reactor número 4 de la central nuclear de Chernobyl estaba liberando radiactividad en cantidades cientos de veces superior a la explosión de una bomba nuclear. Se rompía así definitivamente el mito de que la energía nuclear era limpia y segura.
Tras Chernobyl vendría el intento de las empresas y organizaciones pronucleares de lavar la imagen de la energía nuclear. Este esfuerzo abarcó todos a los ámbitos, desde tratar de minimizar el accidente a culpabilizar a la obsoleta capacidad tecnológica del régimen soviético, pasando por la manipulación interesada en el número de víctimas. El mensaje era «Chernobyl ha sido una anormalidad que nunca volverá a repetirse». Hasta que en 2011 llegó el accidente en la central japonesa de Fukushima, que también alcanzó el nivel 7 en la Escala Internacional de Accidentes nucleares.
Las cifras oficiales sólo reconocen 31 víctimas mortales, pero la realidad es otra. Tras el accidente miles de personas (hasta un total estimado de 600.000) trabajaron durante algunos minutos para apagar el fuego o cubrir el sarcófago de la central. Se llamaron los «liquidadores». Miles de ellos han muerto de cáncer o de enfermedades relacionadas por la exposición a la radiactividad, pero nunca han sido contabilizadas ni reconocidas como víctimas. El «olvido» de los liquidadores y su total abandono es una de las mayores injusticias de la historia reciente.
Con Fukushima se demostró nuevamente que el riesgo nuclear es intrínseco a la propia tecnología atómica, y que en el tecnificado Japón pudo ocurrir también un accidente de nivel 7. Lejos queda ya el tiempo en que nos vendían la probabilidad cero de un accidente con fusión del núcleo.
Treinta años después de aquel fatídico 26 de abril la energía nuclear ha comenzado su declive. La desconfianza que genera por su inseguridad y su alto coste, hace que se aleje la posibilidad de su expansión, y cada vez son más los reactores que se cierran que los que se abren.
También España debe iniciar el camino para abandonar la energía nuclear. Hoy sabemos que es posible hacerlo y además sabemos cómo. El horizonte hacia un modelo basado en las energías renovables forma ya parte del debate sobre el futuro energético. Es más: para aumentar la potencia renovable en España, hay que empezar a cerrar plantas. La nuclear de Garoña sin lugar a dudas debe ser la primera en cerrar definitivamente. Pero el abandono nuclear no debe quedarse ahí; puede y debe continuar progresivamente.
Después de 50 años de energía nuclear en España ni siquiera se ha resuelto el grave problema de los residuos radiactivos. Los desechos altamente peligrosos y con una vida de miles de años continúan almacenados de forma provisional en recintos de las centrales sin que haya una solución real en el horizonte.
Chernóbil fue el despertar del sueño nuclear que se transformó en pesadilla. Es tiempo de salir definitivamente de la pesadilla y buscar un nuevo futuro energético limpio y renovable.