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El terror fascista en España

Fuentes: Rebelión

Antonio Bahamonde tenía una afamada papelería en Sevilla en los años treinta. El negocio le iba bien, era muy conservador y cuando sucedió el golpe de Estado lo apoyó creyendo en el orden que vendría detrás, pero no se implicó. Un amigo le dijo que un hombre de su situación no podía permanecer al margen […]

Antonio Bahamonde tenía una afamada papelería en Sevilla en los años treinta. El negocio le iba bien, era muy conservador y cuando sucedió el golpe de Estado lo apoyó creyendo en el orden que vendría detrás, pero no se implicó. Un amigo le dijo que un hombre de su situación no podía permanecer al margen del «movimiento que iba a suponer la liberación de España de las garras del ateísmo y el comunismo descreído».

Bahamonde, ignorando las atrocidades cometidas por el general hasta aquel momento, medroso y al mismo tiempo esperanzado con la acción de los militares africanistas, aceptó una entrevista con Queipo de Llano. El sanguinario general lo recibió en Capitanía con un amplio dossier en el que abundaban los informes encomiásticos sobre su persona, firmados por el obispo, curas de bajo y alto rango, industriales, terrateniente, y todo tipo de «buena gente». Tras una charla preliminar, entraron en materia. Bahamonde intentó zafarse discretamente en varios momentos de la conversación, pero no lo consiguió. Al despedirse, Queipo de Llano le dijo que lo nombraba su jefe de Propaganda, avisándole, además, de que tendría que acompañarle a aquellos lugares donde todavía la hidra roja resistía.

Así lo hizo Bahamonde. Unas veces con Queipo y otras con sus secuaces, fue testigo presencial de las indescriptibles carnicerías que los fascistas españoles cometieron en Andalucía y Extremadura y de las que dejó testimonio en un libro publicado hace unos años por Editorial Renacimiento y llamado «Un año con Queipo».

Desde el primer momento, Antonio quedó horrorizado y quiso buscar influencias cerca de Queipo para que lo sustituyeran. Sus amigos le dijeron que bajo ningún motivo podían llevar sus peticiones al general, pues no sólo habría corrido peligro su vida -le habría tachado de traidor- sino también la de los mensajeros. Atenazado por el terror, el espanto, el miedo y su sentido de la dignidad, Bahamonde pergeñó un plan para poder sobrevivir a lo que sus ojos habían visto. Una mañana, en Capitanía, dijo a Queipo que quería ir a Portugal para iniciar una campaña explicativa de las grandezas del movimiento de salvación nacional. Queipo lo vio muy bien, le dio unas indicaciones, firmó los oportunos salvoconductos y autorizó que se le entregara una determinada cantidad de dinero. Una vez en Portugal, Bahamonde contactó con un viejo amigo que le esperaba con una avioneta. La que le llevaría a Francia para no regresar jamás.

En las fechas que estamos, a una semana del setenta aniversario del final oficial de la guerra y del comienzo de la criminal posguerra, del genocidio, creemos que el testimonio de Bahamonde tiene un valor inestimable para conocer quiénes y cómo eran los fascistas españoles, por eso reproducimos el siguiente fragmento de sus pequeñas memorias en la seguridad de que el lector sabrá apreciarlo en toda su intensidad, viniendo de quien viene: Un hombre de derechas de toda la vida, católico, de misa diaria, muy bien relacionado con la oligarquía sevillana, con una gran fortuna personal y refractario a cualquier idea de progreso:

«Los nacionalistas pretenden hacer creer y lo han conseguido en gran parte, ya que toda su propaganda se basa en ello, que los gubernamentales son comunistas. Los nacionalistas luchan contra el comunismo destructor de la familia, de la patria y de la propiedad. Nada más lejos de la realidad. Esto sería exacto si en España antes de la sublevación, hubiera imperado el comunismo. Pero en España, antes del nefasto 18 de julio, había un gobierno completamente moderado; por serlo en demasía, es por lo que pudo llegar a realizarse el levantamiento. Si el gobierno, seguramente, pues era del dominio público, no cortó radicalmente los manejos de los rebeldes, fue por impedírselo el exceso de legalidad con que procedió; si no, Franco, Mola y todos sus comparsas, en vez de permanecer en el generalato, en sus puestos de mando, hubieran sido eliminados. El gobierno que había en España el 18 de julio y todos los que lo antecedieron, no tenía un ápice de comunista. Ni por lo más remoto puede nadie que sea imparcial achacar a cualquier gobierno de los existentes desde la proclamación de la República, un ápice de comunista. La verdad es que en España no había comunistas.

¿De dónde han sacado que la España gubernamental es comunista? ¿Lo era acaso antes del 18 de julio? No, no lo era y seguramente no lo es hoy día. Lo que sucede es que para justificar lo injustificable -invasión extranjera, continuas matanzas, etc., etc.-, pretenden hacer creer que luchan contra el comunismo y no contra sus propios hermanos… Los que viviendo en la zona de Franco siguen siendo fascistas, son criminales natos; no es posible que ningún hombre de bien, a la vista de lo que ocurre en la zona «nacional», siga siendo fascista. En ella no pueden vivir tranquilos más que los asesinos, y, de éstos, los más feroces; en determinados momentos y circunstancias especiales, yo llego a concebir excesos, siempre injustificables; lo que mi mente no concibe es, por ejemplo, el suplicio satánico, presenciado por mí, que consistía en hacer a una mujer de unos cuarenta años, encadenada por los tobillos, transportar una gran cantidad de madera de un lado a otro, teniendo que andar a saltitos. Cuando terminaba, la obligaban a transportar la carga al mismo sitio del que la había quitado. Sólo entonces le daban comida. Terminaron fusilándola, cuando, agotada, no podía más, al cabo de varios días. Llamar a los autores de estos hechos, asesinos, no es llamarlos nada; el noventa y ocho por ciento de los criminales se horrorizaría de esta escena que yo he visto. Tanto crimen, tragedia tan inmensa, nunca puede tener justificación, aún cuando hubieran hecho a su costa la felicidad no ya de los españoles, sino de todos los habitantes del globo

Mi casa era un hogar católico, mi mesa era bendecida por mi hijito pequeño, todos los días, continuando la tradición familiar. Diariamente, mi esposa recibía la sagrada comunión; todos los domingos lo efectuábamos juntos… Soy un temperamento profundamente religioso; no concibo la vida sin una fe profunda. Enemigos de exhibicionismos, nos gustaba ir a comulgar temprano a una capilla que estaba próxima a nuestra casa. A mí me parecía que estaba más cerca de Dios en aquel sencillo templo, que en las suntuosas naves de la catedral. Soy católico, y al serlo soy feliz…Sin embargo, los hechos que yo he visto realizar con el beneplácito y la bendición de la Iglesia, de sus más caracterizados representantes, y la cantidad de crímenes cometidos para los que nunca, en ningún caso, han tenido la más ligera insinuación de protesta, es lo que ha hecho vacilar mi fe y flaquear mis convicciones…

A través de los relatos de los bárbaros crímenes cometidos por los «rojos» repetidos todos los días, para mí éstos eran tan criminales como los fascistas. No hay comparación posible, sin embargo, entre lo realizado por los «nacionales», fría y metódicamente, organizado por las que se llaman autoridades, y lo que haya podido hacer el pueblo, en algunos casos, desbordando al Poder Público. Para conocer en toda su intensidad los procedimientos fascistas, hay que haber vivido en la zona «liberada». Por mucho que se diga y por mucho que se escriba, la realidad siempre lo supera. Si en España se organizara un plebiscito con garantía y con seguridad de no exponerse a represalias, yo, que he visitado gran número de pueblos y capitales, he podido apreciar, a través del terror imperante, y esto lo saben bien Franco y su cuadrilla, que las gentes están sometidas, y todos, todos, exceptuando a la minoría de responsables del crimen nacional, nos pronunciaríamos en contra del fascismo. Yo afirmo, con seguridad absoluta, que tendrían más votos los fascistas en la zona gubernamental que en la nacionalista. Otra cosa sería creer que España es un país de criminales…Si el gobierno no tuviera otros motivos para resistir, sería motivo más que suficiente la obligación que tiene de proteger las vidas de los españoles. Creo un deber sagrado de conciencia advertir que antes de caer en manos de los fascistas, es preferible todo, aun cuando ese todo suponga la muerte. El fascismo no perdona, y lo que es peor, el fascismo, para producir el terror, su principal arma, ataca ciegamente. Que no crean los que han permanecido al margen de la lucha sin inmiscuirse en nada, que si triunfa el fascismo nada tendrán que temer. Que no crean los católicos que por el hecho de serlo se liberarán de la persecución y de la muerte. No, sé de muchos casos de personas de derecha que permanecían al margen de la lucha y que han caído; sé, igualmente, de cientos de casos de católicos fervientes alejados de toda lucha, que han caído. La gente preguntará por qué. Por varias razones: La primera y principal, porque el fascismo es esto, muerte y destrucción, y porque si no fuera así, si no sembrara el terror en su más alto grado, hubiera fracasado la sublevación, pues el pueblo en masa se habría puesto en pie contra sus verdugos. El gobierno tiene el deber de resistir mientras quede un palmo de tierra, para impedir que los españoles sean «liberados» por los nacionales, y el pueblo el deber de resistir, resistir hasta el último momento, antes de caer en poder de Franco, es decir, de la MUERTE».

Antonio Bahamonde fue una de las personas que más cerca estuvo del genocida Queipo de Llano durante el primer año de la guerra. En sus andaduras con el carnicero, llegó a presenciar la desaparición de todos los varones de pueblos enteros, enterrar a personas vivas en fosas comunes llenas de cal viva, amputar piernas, brazos y pechos, fusilar a boleo a los hombres y mujeres que caían en poder de las hordas bárbaras, violar a mujeres en masa a plena luz del día en el Parque de María Luisa. Antonio Bahamonde sintió morir, quiso morir ante tanta aberración y murió en el exilo de tristeza, de angustia, rodeado de visiones fantasmagóricas. Todavía hoy, muchos españoles siguen gritando, ¡Franco, Franco, Franco!, muchos Alcaldes «democráticos» siguen rotulando las calles de sus pueblos con los nombres de los genocidas sin el menor rubor… Malditos sean por siempre jamás.