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El tiempo entre costuras

Fuentes: La Marea

Han emitido cinco capítulos. Ha pasado ya el tiempo suficiente para que sus creadores se vanaglorien del éxito cosechado. Hemos permanecido callados para no aguarles la fiesta, pero su regocijo en una burbuja de autocomplacencia ya ha durado bastante, e incluso más de uno se habrá dejado convencer ante lo abrumador de los datos, tanto […]

Han emitido cinco capítulos. Ha pasado ya el tiempo suficiente para que sus creadores se vanaglorien del éxito cosechado. Hemos permanecido callados para no aguarles la fiesta, pero su regocijo en una burbuja de autocomplacencia ya ha durado bastante, e incluso más de uno se habrá dejado convencer ante lo abrumador de los datos, tanto de producción como de audiencia. Les hemos concedido cinco semanas para que disfruten, pero se acabó: ha llegado la hora de hablar en serio.

Como novela, El tiempo entre costuras es un folletín y de los malos; luego, lo esperable era que como culebrón funcionara. Porque, en efecto, a lo largo de la novela y de la serie -tanto monta, monta tanto- se dan cita todos los ingredientes del folletín, desde la caracterización de Sira Quiroga, su protagonista, hasta las trepidantes y vertiginosas aventuras que desenvuelve la trama. Sira Quiroga es una joven costurera, de familia humilde y aún pobre, criada por una madre soltera, pero que llegará a ostentar una buena posición en la sociedad, exteriorizando mediante la evolución del personaje la imagen del self-made men (en este caso, woman), esto es, la de una mujer hecha a sí misma, capaz de sortear los distintos obstáculos y enfrentarse a las vicisitudes que la vida le pone por delante. Su virtud y su valentía, su fuerza y su esfuerzo, así como su talento y persistencia, le conducirán irremediablemente al éxito individual.

El modo de lograrlo no es menos folletinesco. De entrada, llama poderosamente la atención cómo aparece el conflicto: la pobre costurera pierde el empleo con la proclamación de la República, ante lo cual el lector/espectador del folletín/culebrón no puede sino exclamar: ¡Maldita sea la República y sus libertades! Porque el cambio político amedrenta a la burguesía y a la aristocracia, clientes potenciales del taller de costura en el que la protagonista y su madre trabajan, y con ello, el ritmo de producción desciende y la dueña del taller no puede sino cerrar el negocio y despedir a las empleadas. Sira Quiroga lamenta esta nueva situación e igualmente lamenta el nuevo papel social que la mujer adquiere en los años republicanos: relegada tradicionalmente a las tareas domésticas y a la industria manufacturera, el horizonte social de la mujer se amplía con la llegada de la República. El sistema republicano permite a Sira Quiroga, alentada por su feo y distraído novio Ignacio, opositar para ocupar una plaza en la administración del nuevo Estado, un empleo anteriormente vedado al género femenino. Aunque se muestra en un primer momento reacia a dichas modernidades, finalmente Sira accede.

Pero para ello necesita una máquina de escribir con la que aprender mecanografía. En este punto se acentúa el folletín: acuden a una tienda donde les atiende Ramiro, el atractivo y seductor vendedor de máquinas de escribir, prototipo de galán de perfil hollywoodiense. Sira no resiste a sus encantos y se enamora perdidamente del dependiente y descubre sentimientos que, junto a Ignacio, nunca había llegado a experimentar. Rompe con su antiguo novio e inicia con Ramiro una tormentosa relación amorosa que culmina en un precipitado viaje a Tánger, que emprenden con las joyas y el dinero que Sira toma de su padre tras recibir una folletinesca carta donde éste le pide conocerla y compensarla por su prolongada ausencia; y será en Tánger donde el amante acabará dándose a la fuga, con sus joyas y dinero, dejando a Sira sola con sus deudas y denuncias por haber puesto a su nombre, el maldito amante, sus turbios negocios. Sira se ve obligada salir de Tánger para escapar de los acreedores, pero su huida hacia Tetuán se complica por culpa de un inoportuno aborto, componente imprescindible para añadir un tono todavía más melodramático a la trama, que le hace caer en manos de la policía del Protectorado. Pero nuestra heroína se recompone y se sobrepone a la adversidad.

Finalmente, nuestra humilde costurera logra abrir, en un elegante piso ubicado en el centro de Tetuán, su propio taller de costura. Si bien la forma en que reúne el capital para fundar la empresa roza lo grotesco -vendiendo armas a masones en el mercado negro-, por lo menos el folletín/culebrón muestra que la acumulación primitiva de capital tiene una procedencia siempre ilícita (aunque, a tenor del nivel de la novela, dudo mucho que esto forme parte del proyecto de su autora). En cualquier caso, Sira monta su taller con un entusiasmo que rápidamente se contiene al no acudir a él ningún cliente. Por suerte, Tetuán es un hervidero de nazis cuyas esposas necesitan cubrir sus arios cuerpos con elegantes vestidos y, una vez pasado el primer desaliento, el taller de Sira Quiroga experimenta un éxito que permite a nuestra humilde costurera saborear el éxito. Observará el atento lector las ecuaciones que propone El tiempo entre costuras: si la República condena a nuestra protagonista al desempleo, el nazismo le permitirá vivir con holgura. Porque, recuerden, la literatura nunca es inocente.

Nuestro culebrón/folletín contiene ideología, aunque parezca que lo único que persigue es el entretenimiento y la evasión. No me canso de citar a Juan Carlos Rodríguez cuando, en su De qué hablamos cuando hablamos de literatura, apunta que nos equivocamos al hablar de literatura de evasión, pues más exacto sería hablar de literatura de invasión, ya que en estos textos pretendidamente apolíticos, que no buscan nada más que hacernos pasar un buen rato, siempre termina colándose la ideología dominante. El tiempo entre costuras es un caso paradigmático. Lo folletinesco se conjura con lo ideológico. A partir de ahora -¡cuidado hay spoliers!- va a asumir un gran protagonismo el teniente coronel Juan Luis Beigbeder. Sira Quiroga, de vuelta a Madrid y con un nuevo nombre, se va a convertir en espía de la inteligencia británica y, en connivencia con Beigbeder y desde su taller de alta costura, frecuentado por las poco discretas señoras de la clase alta madrileña, trabajará con el objetivo de paralizar las intenciones del régimen -y concretamente de Serrano Suñer- de participar en la Segunda Guerra Mundial. Llama la atención la pasmosa facilitad que tienen las heroínas de best-seller (y estoy pensando también en Dime quién soy de Julia Navarro) para inmiscuirse, casi por casualidad, en los espacios de poder y, desde allí, ejercer el espionaje, haciendo uso de sus encantos y sus dotes de seducción.

Esta trama de espionaje sirve en la novela -e imaginamos que sucederá lo mismo en la serie- para definir a Juan Luis Beigbeder como el fascista bueno. Apoya el golpe de Estado desde su función de Alto Comisario en el Protectorado español en Marruecos y, tras la derrota republicana, Franco le designa ministro de Asuntos Exteriores. A pesar de formar parte del régimen, El tiempo entre costuras le describe constantemente confrontado a la ideología fascista y, si bien se reconoce conservador y en absoluto liberal, se posiciona frente al totalitarismo instaurado por Franco y denuncia las simpatías de su régimen hacia la Alemania nazi. Por boca de este personaje, El tiempo entre costuras nos trae sobre sus páginas las razones de uno de los golpistas que puso fin a un sistema democrático y legítimo como fue el republicano. La novela nos permite conversar con el enemigo por medio de una construcción humanista del mismo: al subjetivizar al enemigo comprendemos sus razones y, en consecuencia, convertido en un ser humano donde su ideología es un elemento accesorio, dejamos de tratarlo como enemigo, simplemente como hombre, con sus luces y sus sombras, con sus contradicciones. Y le absolvemos. Es una estrategia muy común en las novelas históricas -sobre todo de la Guerra Civil- que se escriben en la actualidad. Pero, ¿eran verdaderamente buenas sus razones? Y, ¿el hecho de que un golpista tenga buenas intenciones significa que el golpe también las tenía? ¿Había motivos para el alzamiento? Bien lo parece, según nos muestra este folletín titulado El tiempo entre costuras, y seguramente así nos lo mostrará el homónimo culebrón.

Pero lo que resulta incluso más grave son los efectos ideológicos de novelas históricas como ésta. Sirviéndonos de la metáfora del espejo reluciente de Jameson, El tiempo entre costuras hechiza al lector por medio de sugerentes aventuras de pasión y muerte, de vidas heroicas, de ideales y de un futuro todavía por escribir. Leemos estas novelas como si nos miráramos en un espejo reluciente que, en vez de reflejar nuestro rostro, nos devuelve un destello de luz, siempre cegador, que nos impide reconocernos en nuestro pasado. La historia es tan bonita que nos hechiza y nos empuja a concebir nuestra historia como algo ajeno. Estas novelas empañan la contemporaneidad de nuestro pasado. La Historia parece pertenecer a un mundo muy lejano al nuestro, al que no nos unen vínculos ni racionales ni sentimentales. Folletines y culebrones como El tiempo entre costuras nos impide experimentar la Historia en sentido activo. Aunque, bien mirado, quizá se trata de eso. Porque recuerden: la literatura nunca es inocente, y una novela como ésta puede resultar muy útil para los proclaman la ley del olvido y hoy ostentan el poder, precisamente porque se lo arrebataron a los que ayer lo ejercían legítimamente. Pero sobre esta cuestión nada dice El tiempo entre costuras, una novela cuya trama se desarrolla, curiosamente, en esos años en los que la democracia fue derrotada. Curioso olvido.

Fuente: http://www.lamarea.com/2013/11/21/el-tiempo-entre-costuras/