No, no sé si voy a ser el último. De todos modos, nadie está en condiciones de extender certificados de trotskismo. Me inicié en la vida política adhiriendo a esa corriente bajo la clandestinidad, en el convulso período que Ernest Mandel definió como «el crepúsculo de la dictadura franquista«. Y aún hoy sigo plenamente convencido […]
No, no sé si voy a ser el último. De todos modos, nadie está en condiciones de extender certificados de trotskismo. Me inicié en la vida política adhiriendo a esa corriente bajo la clandestinidad, en el convulso período que Ernest Mandel definió como «el crepúsculo de la dictadura franquista«. Y aún hoy sigo plenamente convencido de la vigencia del marxismo revolucionario. Pero me cuesta reconocer su tradición en las posiciones de algunos grupos que, con mayor o menor convicción, se reivindican hoy de ella.
Hay cuestiones, como el problema nacional, que son especialmente relevantes. No siempre esos grupos abandonan formalmente las viejas convicciones. (Al contrario: en ocasiones se aferran a ellas como dogmas, alejándose así del pensamiento crítico, que debe permanecer atento a los cambios que se operan en la realidad y dispuesto «al análisis concreto de la situación concreta»). Pero resulta muy llamativa la simpatía general que expresan hacia el movimiento independentista, llegando incluso a identificarse con él. La invocación de Maurín, de Nin o del propio Trotsky sobre la cuestión catalana puede resultar muy engañosa. La primera guerra mundial, con su cortejo de sufrimientos y barbarie, desató profundas aspiraciones de emancipación en los pueblos sometidos al yugo de los imperios caducos. Para la izquierda revolucionaria, desgajada de la socialdemocracia, la unidad de la clase trabajadora era imposible sin un levantamiento general contra esa opresión secular. Del mismo modo, la unificación del proletariado ibérico resultaba inconcebible sin el rechazo de la monarquía centralista y sus agravios. La autodeterminación -incluido el derecho a la secesión- era pues, a los ojos de esa izquierda, una bandera democrática que el movimiento obrero debía enarbolar, como condición para conquistar autoridad moral sobre las otras clases populares y conducir al conjunto de España hacia una Federación republicana.
Un siglo más tarde, la cuestión no puede declinarse del mismo modo. De manera imperfecta, inacabada y estirada en el tiempo -pero innegable- se ha dado desde el final de la dictadura un proceso de autodeterminación. Las organizaciones de la clase trabajadora, sus partidos, sindicatos y asociaciones, desempeñaron un papel decisivo en ello. Entre la ruptura, que desde la clandestinidad muchos soñábamos, y la imposible permanencia del régimen, la correlación de fuerzas -o, si se quiere, de debilidades- entre los herederos del franquismo y la oposición democrática acabó alumbrando una salida híbrida. La recuperación previa de la Generalitat facilitó sin duda la adhesión de la sociedad catalana a la Constitución de 1978. Es decir, a la apuesta por la recuperación de la cultura y el autogobierno en el marco de una transformación democrática de España. La izquierda mayoritaria, socialista y comunista, se inscribió en esa dinámica. El catalanismo popular cimentó así la unidad civil de una sociedad mestiza que recuperaba, a través del desarrollo autonómico, sus libertades y una lengua maltrecha por décadas de opresión.
El análisis marxista no puede obviar ese dilatado proceso, ni tampoco las profundas transformaciones inducidas por la globalización. No tiene sentido hablar de autodeterminación como si aún estuviéramos en tiempos de Alfonso XIII. El régimen de la restauración no tiene nada que ver con una monarquía parlamentaria -por mucho que algunos, por tradición republicana y coherencia ideológica, prefiramos una jefatura del Estado electiva. En tales condiciones, repetir las viejas fórmulas lleva a un camino opuesto al que tenían en mente quienes en su día las concibieron.
Lo que hemos vivido estos años en Catalunya no ha tenido nada de emancipación progresista. Thomas Piketty diagnostica claramente el auge del independentismo como un fenómeno de las élites y una reacción de repliegue ante la incapacidad de Bruselas para impulsar una construcción solidaria de la Unión Europea. «Es extremadamente chocante comprobar que el nacionalismo catalán es mucho más acusado entre las categorías sociales más favorecidas que entre las más modestas.» (…) Un sentimiento que crece «cuanto más se asciende en la jerarquía de rentas y en el nivel de estudios, con un apoyo a la idea nacionalista que alcanza el 80% entre el 10% de las personas consultadas con mayor renta y nivel de estudios». Los talibanes del brexit sueñan con transformar Inglaterra en el Singapur del viejo continente. «¿Por qué no probar -se pregunta el economista francés- haciendo de Catalunya un paraíso fiscal al estilo de Luxemburgo». Distintos factores han confluido en el «procés». Pero, en su amplificación, ha sido determinante la voluntad de preservar su poder por parte de una derecha responsable de grandes recortes antisociales.
¿Cómo puede una izquierda que se quiere anticapitalista estar tan ciega ante esta realidad? El fondo de la cuestión, en éste como en muchos otros casos, reside en la pérdida de la clase obrera como referente. Digamos que se trata de un problema general. Los cambios en la producción que marcan la actual fase del capitalismo han socavado las bases del movimiento obrero en las viejas metrópolis industriales. El siglo XX concluyó con el triunfo del neoliberalismo. Pero las dificultades del trotskismo, como corriente crítica del comunismo, son anteriores. Durante décadas, la influencia de la burocracia soviética consiguió aislarlo en las filas obreras. «Exiliados de nuestra propia clase», decíamos. Cuando el estalinismo se hundió en medio del descrédito y la corrupción del Kremlin, arrastró con él a la economía nacionalizada y lo que quedaba de las conquistas de la Revolución de Octubre. Ese fracaso, lejos de aumentar la autoridad del trotskismo -que siempre había advertido del peligro de un hundimiento de la URSS, si mediante una revolución política no se producía una regeneración democrática e igualitaria del Estado-, certificó por el contrario su aislamiento.
A lo largo de la historia del trotskismo han sido múltiples las tentativas de revertir esa asfixiante situación, buscando distintas vías para insertarse en la clase obrera. El aislamiento empuja indefectiblemente a las pequeñas organizaciones a convertirse en sectas doctrinarias. Algunas de esas vías fueron muy artificiosas, tratando, por ejemplo, de acumular fuerzas entre la juventud estudiantil para «electrizar» al movimiento sindical mediante «acciones ejemplares». Otras resultaron trágicas, como el giro de las secciones latinoamericanas de la IV Internacional hacia la lucha guerrillera, a mediados de los 70. Pero, aún en el error -los cuadros más veteranos nos alertaban acerca de que «no existen atajos en la construcción de un partido revolucionario» y que sólo la lucha de clases libera las energías necesarias para ello-, se buscaba denodadamente una vía de implantación. Hoy, los grupos trotskistas parecen haber perdido ese norte. La generaciones más recientes han sufrido el influjo poderoso de la posmodernidad. Si tiempo atrás la clase obrera, en su prosaica realidad, parecía «espontáneamente reformista» a los impacientes, hoy se antoja desaparecida y se buscan nuevos sujetos del cambio histórico. En ese sentido, el «procés» -dirigido a desactivar la lucha social tras el susto del 15-M y las huelgas generales- ha sido percibido como una ventana de oportunidad para acabar con el «régimen del 78″. Sin percatarse de que ese «régimen» era una imperfecta democracia liberal por la que la clase trabajadora pagó un alto precio… y lo que se levanta frente a ella es una pulsión populista de rasgos autoritarios, no un ascenso revolucionario.
Los viejos trotskistas, olvidados por la historia oficial, aquella generación militante que sufrió las iras de la burguesía liberal, del fascismo y del estalinismo, se esforzó por inculcar dos cosas por encima de todo a la nueva generación militante: la fidelidad a nuestra clase en toda circunstancia… y la necesidad de pensar con nuestra propia cabeza. Aún recuerdo a Mandel, poco antes de su muerte, en el curso de un debate, respondiendo con su proverbial optimismo histórico a quienes señalaban con espanto la impetuosa irrupción del capitalismo en China de la mano de la burocracia gobernante: «El camino es mucho más largo y tortuoso de lo que habíamos pensado. Pero hoy se incorporan millones de hombres y mujeres a las filas de la clase trabajadora. Tarde o temprano, se oirá su voz. Es el capitalismo quien vive en una crisis permanente. El socialismo sigue siendo la gran esperanza de la humanidad». «Y de la vida en el planeta», añadiríamos en estos momentos. Las izquierdas, aquí al igual que en todo el mundo, tienen por delante muchos y difíciles avatares. En el pensamiento y en la acción, habrá que combinar experiencia y audacia innovadora. Sigo pensando que, a pesar de todo, la nuestra fue una buena escuela.
Fuente: https://lluisrabell.com/2019/12/12/el-ultimo-trotskista/