Cuando triunfó la revolución cubana en enero de 1959, había en las masas identificadas con la revolución victoriosa una clara conciencia, prácticamente unánime, acerca de las cosas que habría que demoler. Entre ellas, el sistema electoral de representación, al que se le identificaba como propiciador y parte de la corrupción política y de la tiranía […]
Cuando triunfó la revolución cubana en enero de 1959, había en las masas identificadas con la revolución victoriosa una clara conciencia, prácticamente unánime, acerca de las cosas que habría que demoler. Entre ellas, el sistema electoral de representación, al que se le identificaba como propiciador y parte de la corrupción política y de la tiranía a que condujo.
El que teníamos era una copia bufa del estadounidense, que nos fuera legado por la ocupación que sufrió la isla de 1898 a 1902, practicado con leves ajustes y modificaciones durante toda la etapa neocolonial que duró hasta 1958.
Las elecciones, «esencia de la democracia», eran estructuradas de manera tal que resultaran favorecidos aquellos candidatos que movilizaran mayores recursos económicos para su campaña, lo que garantizaba que fueran sus compromisos con los sectores más acaudalados los que determinaran al ganador.
En períodos de normalidad, la ciudadanía disfrutaba cada cuatro años del derecho a escoger a la máxima autoridad de la nación entre candidatos propuestos por partidos políticos que aseguraban el ejercicio real del poder a una oligarquía que no se sometía a elecciones de tipo alguno, económicamente dependiente del vecino norteño. Un panorama similar al resto del continente.
Cuando las condiciones lo permitían, podían participar en los comicios fuerzas discrepantes que no significaran un peligro real para el control de la situación y, si se apreciaba una amenaza grave, se recurría al golpe de estado por parte de una oficialidad de las fuerzas armadas cuya fidelidad a los intereses de Washington estaba garantizada. Los golpistas habrían de ejercer el poder hasta que se pudiera regresar a la «democracia representativa».
Las campañas electorales de los partidos políticos integrados en el sistema costaban muchos millones de dólares, casi todos aportados por los oligarcas y por grupos económicos que se disputaban mejores posiciones para incrementar sus ganancias, apoyando a uno, algunos o todos los aspirantes para garantizarse compromisos con los triunfadores y una mayor influencia en las decisiones del gobierno, dentro de la continuidad del régimen.
Se llenaban de pasquines las fachadas, postes, puentes, tendidos eléctricos y telefónicos de todo el país, al igual que de anuncios electorales las vallas, la prensa, la radio y la televisión.
Estos enormes gastos, tan desproporcionados respecto a la miseria que se observaba en la mayoría de la población, eran posteriormente retribuidos por los políticos a sus magnánimos contribuyentes mediante favores salidos de la corrupción más impúdica.
Durante los primeros 15 años de revolución en el poder, la consigna de «elecciones, ¿para qué?», que surgió de una reflexión del líder de la revolución, Fidel Castro, expresó el sentimiento popular favorable al reconocimiento de la revolución como fuente de derecho y partidario del ejercicio de la democracia de manera directa.
Con la nueva institucionalidad que tomó forma en 1976, se puso en práctica un nuevo sistema electoral plasmado en la Constitución discutida masivamente y aprobada en referéndum por más del 97% del electorado nacional en ese año.
Así como la Constitución pretendía reflejar los grandes cambios ocurridos desde el triunfo de la revolución que abrieron cauces para la participación del pueblo en la efectiva conducción de la sociedad, el nuevo sistema electoral quiso incorporar formas de democracia directa al carácter representativo que debía establecerse para la delegación de una parte de sus potestades que hace el ciudadano a favor de sus elegidos.
Por eso, el sistema promueve una activa participación popular que se manifiesta en la facultad ciudadana de escoger, postular, elegir, controlar y revocar a sus representantes.
Los ciudadanos eligen en reuniones públicas de las diversas zonas vecinales que componen cada circunscripción electoral, los candidatos a delegados o delegadas a las asambleas municipales del Poder Popular-dos como mínimo y hasta ocho. Posteriormente los eligen, entre todos los propuestos, mediante voto directo, secreto y voluntario. Para ser elegido hay que recibir más del 50% de los votos válidos.
Son las Asambleas Municipales, integradas totalmente por delegados directamente electos en la base, las que acuerdan las candidaturas de delegados a las Asambleas Provinciales y de los diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular que serán votadas por la población, también de manera directa, secreta y voluntaria.
Las comisiones de candidaturas, integradas a nivel nacional, provincial y municipal, por representantes designados por las organizaciones sociales, tienen la función de elaborar y presentar los proyectos de candidaturas para delegados a las asambleas provinciales y de diputados a la Asamblea Nacional.
En todos los casos están presididas por el representante de la Central de Trabajadores de Cuba.
Esas candidaturas deben estar integradas, en un 50%, por delegados de la base y el resto seleccionados de entre las propuestas de personalidades destacadas formuladas por las organizaciones sociales -obreras, campesinas, femeninas, estudiantiles, de vecinos- y otras del país o la provincia, según el caso.
Otra singularidad del sistema político cubano es que ningún representante, diputado o delegado de cualquier nivel, recibe remuneración alguna -salario, dieta o cualquier otra prestación o beneficio- por el desempeño de la labor para la que fue elegido.
También se distingue el sistema electoral cubano por el hecho de que no participa partido electoral alguno. El Partido Comunista de Cuba no es un Partido electoral, sino la continuidad histórica del Partido revolucionario que José Martí organizó para promover la unidad de los cubanos para alcanzar la independencia de España y evitar la absorción de Cuba por Estados Unidos de la manera que lo lograron con Puerto Rico.
En Cuba, no se admiten campañas electorales. La comisión electoral de cada circunscripción lleva a cabo la divulgación sobre los candidatos en pie de igualdad y éstos no pueden realizar por su cuenta actividad de propaganda a favor de su candidatura.
Los candidatos a diputados y a delegados a las asambleas provinciales realizan reuniones y encuentros con los electores de su distrito pero lo hacen juntos, excluyendo toda forma de promoción individual.
El voto es enteramente voluntario, pero se estimula y promueve la mayor concurrencia posible a las urnas, lo que ya ha hecho tradición una participación masiva inimaginable en países que sufren grave abstencionismo crónico.
La Ley Electoral vigente establece dos tipos de procesos electorales: Las elecciones generales, cada cinco años, para elegir a los diputados a la Asamblea Nacional y a los delegados a las asambleas provinciales y las elecciones parciales, que se llevan a cabo cada dos años y medio para elegir a los delegados a las asambleas municipales.
Es la Asamblea Nacional del Poder Popular, órgano supremo del poder del Estado y único órgano con potestad constituyente y legislativa en la República, la que elige, primero, a su presidente, su vicepresidente y su secretario, y luego al Consejo de Estado -su órgano permanente de 31 miembros- a su Presidente, al Primer Vicepresidente, cinco Vicepresidentes, al Secretario y al resto de los miembros. Desde 1976, la Asamblea Nacional del Poder Popular ha electo en seis ocasiones consecutivas al Dr. Fidel Castro Ruz, Presidente de los Consejos de Estado y al General Raúl Castro Ruz, Primer Vicepresidente.
El Consejo de Estado es el órgano de la Asamblea Nacional que la encarna entre uno y otro período de sesiones, tiene carácter colegiado y ostenta la suprema representación del Estado cubano.
Tan insostenible resulta ya la dominación semicolonial de los Estados Unidos en América Latina que ni siquiera por medio del clásico sistema electoral diseñado para perpetuar la permanencia del poder en manos oligárquicas, han podido evitar que los pueblos impongan su unidad como arma para llevar al poder a sus líderes en los últimos tres lustros.
El sistema electoral cubano, siempre en proceso de cambios, desarrollo y perfeccionamiento, no puede considerarse alternativa acabada al modelo que Estados Unidos considera único aceptable, sencillamente porque aquel responde a un orden capitalista basado en la competencia y este, socialista, está afirmado en la solidaridad humana.
Pero otros pueblos hallarán también su camino.