CronopiandoNo hay elogio más común para una madre ni que se tenga por mayor muestra de respeto hacia ella que ese patético y cruel reconocimiento de que «mi madre es una mujer de su casa, una mujer que no pisa la calle, una mujer entregada a la causa de su padre, de sus hermanos, de […]
Y junto al cumplido, la puntilla, porque a ese enclaustramiento que, sobre todo, se hace efectivo desde que comienzan a llegar los hijos, se acompaña la feliz conjetura de que, gracias a ello, es que el «amor» perdura.
Es perverso confinar a la madre a un «burka» de ladrillos y cal, así esté bendecido por la Iglesia o por los hombres, pero aún es más cruel celebrarle la clausura cuando, ya paridos los hijos, se da por cumplido y satisfecho su ciclo terrenal.
El resto son sus… labores, la prolongación de los muchos afanes en la casa de una mujer desprovista de identidad, sin nombre ni apellidos, y convertida en la esposa de, la madre de, la viuda de…
Y las labores de una madre que se respete, incondicional y virtuosa, de esas de las que dice la canción «no hay dos», siempre transcurren entre las mil quinientas paredes del hogar, entre esos muros hechos a la medida de la costumbre ante los que se rinde la curiosidad y se quiebran las alas; esas rígidas paredes a prueba de llantos, que apagan las voces y encierran los pasos, por donde sólo pasa el tiempo y en las que los relojes únicamente marcan la espera.
Si acaso, queda la ventana de consuelo, siempre y cuando no se abuse del derecho y el encuentro fugaz con la vecina, en el patio, mientras se tienden al sol los desahogos y se comparten todos los silencios.
Al otro lado del muro está la vida, la gente paseando por las calles, los carros esperando la luz verde, la juventud doblando las esquinas, los tragos en las mesas, la música en los pies, las monedas rodando por las manos, el corre-corre de las oficinas, la noticia caliente, la cerveza fría.
Y está además la lluvia, la sorpresa, el amor pasando en bicicleta, las paradas de buses, los cantos de sirena, los encuentros y las despedidas, eso que hemos dado en llamar vida y que, gracias a Dios y a nuestro cálido elogio, nunca perturba el sueño de las madres ni amenaza tampoco su virtud.