Coincidiendo con el estreno de Elyseum de Neill Blomkamp, la prensa se aventuró a encuadrar el trabajo dentro de la tradición crítica política de algunos títulos legendarios de la ciencia ficción. Así pues, Elyseum , con su retrato distópico de la relación y el conflicto entre clases sociales, aparecía con todos los componentes necesarios para […]
Coincidiendo con el estreno de Elyseum de Neill Blomkamp, la prensa se aventuró a encuadrar el trabajo dentro de la tradición crítica política de algunos títulos legendarios de la ciencia ficción. Así pues, Elyseum , con su retrato distópico de la relación y el conflicto entre clases sociales, aparecía con todos los componentes necesarios para entenderla como un nuevo esfuerzo del director en esta dirección, que ya se había estrenado con un trabajo de similares características con District 9 , en el que reflexionaba sobre el apartheid y la figura del «otro» usando como paisaje su Sudáfrica natal.
La ciencia ficción como alegoría social ha tenido grandes referentes contemporáneos en los que sustentarse, desde el monumento filosófico de 2001: Una Odisea del Espacio de Stanley Kubrick a las distopías de Blade Runner de Ridley Scott o Brazil y 12 Monos de Terry Gilliam, pasando por las crudas reflexiones políticas de Paul Verhoeven en Desafío Total o Starship Troopers , o las inquietantes Gattaca de Andrew Niccol y la reciente Looper de Rian Johnson, sólo por mencionar unos pocos títulos. Sin embargo, identificar la alegoría social con un supuesto componente crítico no ha sido siempre acertado a la hora de abordar ciertos títulos del género. Por el contrario, a menudo ese tipo de análisis ha tenido más que ver con la habitual pereza reflexiva de los medios masivos, más destinados a la reproducción de fórmulas promocionales de la industria que a indagar en la verdadera voluntad de los autores de las obras. Elyseum es un ejemplo de este fenómeno. Y cuidado: no se trata de entenderlo en clave negativa, sencillamente se trata de entenderlo en una dimensión integral.
Empecemos por lo más obvio: el cine es un negocio caro. Tiene una serie de cualidades maravillosas para todos aquellos interesados en las complejidades de las relaciones sociales con la cultura de masas, así como en su función cognitiva y comunicativa a la hora de moldear nuestro pensamiento y generar un universo simbólico que sirve debatir sobre diferentes posiciones entorno a cómo entendemos el mundo. Pero como decía, es un negocio caro, que independientemente de voluntades y sensibilidades individuales de directores u otros «autores», en su modelo hegemónico (Hollywood) opera como una gran empresa colectiva con fines equiparables a los de cualquier otra empresa que opera dentro del orden social capitalista. Las películas se entienden como productos culturales y la inversión en ellas se hace para maximizar los beneficios. Es imprescindible que triunfen para alcanzar ese objetivo. Pero para que esto sea así, es necesario llegarle a mucha, muchísima gente, que en su diversidad social, política y cultural puedan confluir alrededor del producto generando beneficios.
Adorno y otros miembros de la Escuela de Frankfurt estudiaron con interés el papel de las «industrias culturales» en la legitimación del modelo social dominante y la inserción del individuo en el mismo. El cine como parte de esa industria cultural también refleja el orden social del que surge y, por tanto, transporta de manera inherente sus fundamentos ideológicos, cumpliendo con las funciones ya expuestas. El hecho de que en ciertas ocasiones sea capaz de filtrar mensajes en consonancia con sensibilidades críticas con el mismo modelo económico del que nace y al que alimenta, es también una extensión del propio modelo: para llegar a la masa que hará obtener beneficios es necesario satisfacer sensibilidades tan dispares que a menudo se precisa canalizar discursos críticos que sirvan para cuadrar los objetivos de la empresa. En esas contradicciones del propio modelo radica un potencial valiosísimo para la creación cultural, que puede servir para ahondar en una enriquecedora dialéctica entre los distintos grupos sociales, ya sean hegemónicos o subalternos como los llamaría Gramsci, y que también puede canalizar posiciones útiles en la práctica de la propia labor contrahegemónica. En la mayoría de los casos, sin embargo, esa supuesta cualidad crítica sobre la pantalla no pasa de ser lo que en ciertos ámbitos se conoce como «lubricante social». Como veremos, ese es el caso de Elyseum , donde la estrategia casi siempre está destinada a integrar todo tipo de posicionamiento crítico dentro de los esquemas hegemónicos de organización social, disolviendo y anestesiando cualquier posibilidad de respuesta social radical. Y es que, a diferencia de otros modelos más «nobles», la democracia de acuerdo al capitalismo consiste en que todos participemos (y nos sintamos partícipes) en que se beneficien unos pocos por encima de la mayoría…
La cinta de Blomkamp nos presenta una sociedad profundamente segregada a través de una serie de evidentes guiños mitológicos: los pobres viven en la Tierra en condiciones miserables y trabajan en grandes empresas controladas por los ricos, que disfrutan de la jugosa plusvalía en una estación espacial llamada Elyseum. Abajo el Estado prácticamente ha desaparecido, hay una represión ejercido por robots en manos de empresas privadas y algunos mercenarios sin escrúpulos, y un control asfixiante por cámaras controladas vía satélite que no dejan rincón donde esconderse. Arriba se vive en un mundo de hadas, con robots como sirvientes en mansiones con extensas praderas cuidadas como campos de golf, el acceso a la sanidad está disponible gracias a complejos equipos instalados en cada casa que garantizan la eternidad y el bienestar. Abajo las mafias organizan flotas de pobres en naves que entregan todos sus ahorros para lanzarse a la desesperada al espacio con el sueño de llegar a Elyseum y poder hacer uso de esas máquinas para salvar la vida propia o de algún ser querido. Arriba un complejo sistema de defensa militar detiene a todo elemento extraño con intención de aterrizar en el exclusivo Elyseum y lo deporta, o en última instancia lo destruye. El planteamiento como alegoría crítica social no podría ser más pertinente y esperanzador en cuanto a los temas que cubre: la segregación de clases, las relaciones laborales y la plusvalía, el acceso a derechos básicos como la sanidad universal, el espionaje y control de los ciudadanos, la privatización y militarización de las fuerzas represivas, la inmigración y el papel de las mafias que aprovechan la injusticia del orden social impuesto. Ciertamente Blomkamp, director pero también autor del guión de Elyseum , muestra una cierta sensibilidad social que no es habitual en el medio. Su merecido éxito con District 9 además le ha permitido acceder a una producción de gran envergadura con un elenco lleno de estrellas (Matt Damon y Judie Foster, entre otros), que siempre favorece la distribución del trabajo.
Pero ese mismo modelo de producción que depende tanto de sus estrellas para vender sus productos es a menudo el mayor obstáculo para articular ese tipo de sensibilidades con en toda su radicalidad; entendiendo radicalidad de acuerdo a su etimología: que va «a la raíz». Y es que Elyseum se desinfla una vez expone la idea inicial para acabar repitiendo formulismos y estereotipos que acaban rozando el ridículo. Las relaciones sociales, en su proceso de mitificación, pierden toda complejidad y se afrontan de acuerdo a un modelo enfrentado entre buenos y malos, categorías simplistas para las que se reclama el más básico de los vínculos del espectador: la identificación hacia unos y el rechazo hacia los otros en el plano emocional más básico. Las relaciones económicas, de género, raciales, culturales… acaban diluyéndose en una dicotomía que enfrentará al héroe, siempre hombre y bien trabajado en las salas de gimnasio, y al villano, o villana en este caso, aunque la cosa acabe por ser algo más compleja. La organización ciudadana, el colectivo, el empuje de las masas, el papel de la sociedad civil en los cambios sociales, se pierde y pasa a ser absolutamente dependiente de luchas entre individuos excepcionales donde el héroe mítico se sacrifica, una lucha entre opuestos singulares de los que depende el destino de todos los demás. ¿Y a quién más que al orden social hegemónico le puede interesar una comprensión de las luchas sociales en clave individual, separada de toda articulación con el colectivo excepto para distinguir al bueno del malo?
Y es que, en su esencia más notoria, ese héroe sacrificado liderando una narración cuyos giros dependen exclusivamente de elementos emocionales acaba por reforzar un modelo social tan dominante como es el patriarcado. Así pues, movido por sus intereses particulares pero también por el sentimiento protector más noble hacia la guapa de turno y su débil hija, el héroe se pone a repartir «hostias como panes» para alcanzar su objetivo. La pantalla se llena así de sudorosa testosterona para que el salvador acabe dándole un mundo mejor a todos (mujeres, niños, pobres…) de un día para otro, sin que ellos hayan hecho mucho más que esperar el momento divino. Pero sobre todo, no nos olvidemos, si a alguien está destinado a darle una vida mejor ese individuo excepcional es a sus productores, que para eso se han dejado los billetes en él y han puesto toda su esperanza en que las constantes ráfagas de acción y los modelos más convencionales y conformistas de la narrativa cinematográfica dominante se traduzcan en cuantiosos beneficios, con los que posiblemente puedan mantener sus vidas en mansiones con extensas praderas cuidadas como campos de golf…
Por supuesto, todo trabajo dramático (y no sólo dramático) con intenciones de crítica social precisa de la emoción. Sin la emoción de la indignación social y la rabia que generan las injusticias es difícil establecer la empatía necesaria para cambiar el foco sobre el sujeto de la Historia, para cuestionar con determinación el punto de vista dominante, los discursos hegemónicos y las motivaciones ideológicas que subyacen en éstos. Pero ante fenómenos sociales tan complejos, producto de relaciones materiales constatables, es necesario preguntarse si la explotación de la emoción en su clave más superflua es el único medio para abordarlos de manera radical, o si sencillamente ese uso no es más que una perversión de la emoción como valor añadido parte de una transacción comercial. En Elyseum la emoción no sólo acaba siendo la primera y última explicación de las transformaciones sociales, o al menos la explicación dominante, sino que además refuerza un modelo tan estereotípico como inútil para cualquiera que quiera enfrentarse en toda su dimensión a esos conflictos sociales que se sugieren al principio la película. La cinta de Blomkamp presenta una historia en clave mítica exenta de toda complejidad dialéctica. Sin poner en duda de su buena intención y honesta sensibilidad hacia las desigualdades y las injusticias sociales, lo cierto es que Blomkamp articula su trabajo a partir de una plaga de formulismos entorno a la excepcionalidad de ciertos individuos y un paternalismo patriarcal que no hace sino afianzar un modelo que es el reflejo del orden social del que surge. Ese modelo no es ni más ni menos que el capitalismo por el que se rige la industria cultural de la que el cine de Hollywood, como referente hegemónico, forma parte. Un modelo que con palomitas pasa mejor, por supuesto, siempre para gloria de esa plusvalía que le toca a unos pocos, mientras los demás esperamos el momento divino que nos salve disfrutando del espectáculo.
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