La cumbre One Ocean Summit fue una reunión inútil llena de parloteo y supuestas buenas intenciones. El interés de los participantes se centró más en la posibilidad de hacer dinero con la crisis climática que en proteger los océanos.
Por lo visto alguien ha interpretado interesadamente la canción de Charles Trenet La mer. Cuando él cantaba sobre los «reflets d’argent» no se refería al centelleo del dinero, pero así lo han asumido en la One Ocean Summit, la cumbre de los océanos que ayer finalizó en Brest, mítico enclave marítimo bretón, al noroeste de Francia. Allí se ha hablado fundamentalmente de dinero. La biodiversidad, el cambio climático, la sobrepesca, la actividad contaminante del transporte marítimo, todo eso ha sido algo que parecía ser central en el discurso de los invitados a la cita. Pero sólo lo parecía. La cuestión fundamental era: hemos firmado unos acuerdos climáticos que nos obligan a reducir las emisiones, ¿cómo podemos hacerlo sin perder un céntimo? Es más, ¿y si pudiéramos convertir ese propósito climático en un negocio? Así funciona el capitalismo y así se exhibió, sin apenas disimulo, en la One Ocean Summit.
Durante tres días, más de 500 participantes de todo el mundo, uno detrás de otro, representantes gubernamentales o portavoces de empresas, expresaron su preocupación por el estado de los océanos y un firme compromiso con su conservación. Que puede ser real o fingido. Hasta que se demuestre lo contrario y por la experiencia que tenemos de otras cumbres, lo más sensato sería inclinarse por lo segundo.
Más que una cumbre, la One Ocean Summit de Brest ha sido una plataforma de networking. A buen seguro, los contactos empresariales se habrán multiplicado en lo que parecía más una feria de inventos tecnoptimistas que una reunión global sobre ecología. Todos hablaron de combustibles milagrosos y de maquinitas que pueden reducir la emisión de gases de efecto invernadero. Veamos un ejemplo.
La Blue Climate Initiative (programa patrocinado por la Tetiaroa Society, un proyecto ecológico-hotelero fundado por Marlon Brando en su atolón de la Polinesia Francesa) anunció un premio de 1 millón de dólares para tres proyectos tecnológicos relacionados con el mar y centrados en disminuir las emisiones. Uno es un complemento alimenticio fabricado con algas que puede reducir, dicen, el 90% del metano emitido por el ganado. Otro se basa en la sustitución del plástico por un material compuesto también de algas. Y por último está la inevitable quimera atrapagases, una máquina que usa los sargazos (otra alga) no sólo para capturar CO2 sino para fabricar energía.
No es que ninguno de estos inventos sea insignificante. Al contrario, todo lo que abunde en el avance de la ciencia es digno de aplauso. Pero quizás todos estos avances sean árboles que no nos dejen ver el bosque.
Las vacas podrían, efectivamente, tomar unas pastillas de origen marino que las hagan menos contaminantes, ¿pero para qué? ¿Para añadir más cabezas a la manada mundial y así poder comer más carne y, por consiguiente, extender aún más la ganadería por un planeta que pierde hectáreas de selva a velocidad de vértigo para convertirse en terrenos de pasto? ¿No sería más lógico reducir el consumo de carne y revertir la deforestación? Esta es, de alguna manera, la paradoja que empañó toda la cumbre de Brest: fue, básicamente, una reunión de empresarios e inversores para saber cómo poder seguir con sus actividades contaminantes agarrándose al clavo ardiendo de la tecnología.
El concepto más repetido fue el de «economía azul», que sería el equivalente marítimo a la «economía verde». Se sustenta también en el mito del desarrollo sostenible. En pocas palabras, el desarrollo sostenible es la creencia de que podemos seguir creciendo al mismo ritmo que hasta ahora y hacerlo sin contaminar si cambiamos algunos patrones de producción y encontramos soluciones tecnológicas. Es un artículo de fe que no se basa en nada. No puede avalarse con datos científicos porque no cuadran. Y si encima queremos encajar el concepto en una reducción inmediata, urgente, necesaria, casi desesperada de los gases de efecto invernadero, y eso es algo que tiene que hacerse ya, antes de 2030, hablar de desarrollo sostenible es una broma. Una broma que las multinacionales se toman muy en serio. Por interés. Reflets d’argent.
Uno de los temas estrella en Brest fue el desarrollo de combustibles menos contaminantes. Si todo el transporte marítimo mundial fuera un solo país, sería el octavo país más contaminante del mundo. Pero los directivos de estas empresas confían en poder seguir moviendo sus mercancías, en el mismo volumen, simplemente cambiando el líquido con el que alimentan sus calderas. Ponen sus esperanzas, en mayor medida, en el gas natural licuado, así como en diferentes presentaciones químicas del hidrógeno, como el biometano o el amoniaco. No está de más investigar en ese campo, por supuesto, pero pasarán años hasta dar con una solución factible, y el planeta no dispone de ese plazo de tiempo. Además, no son soluciones enteramente limpias (o verdes, o azules, o como quieran llamarlas) porque también generan emisiones. Menos, pero las generan. Y si de verdad estuvieran interesados en el medioambiente y en la salud de los océanos ya estarían utilizándolas. No lo hacen porque sigue siendo más barato quemar petróleo y carbón para mover sus cargueros. ¿Mostraron, por otra parte, alguna inquietud por la necesidad de cambiar nuestras formas de consumo, por adelgazar el transporte marítimo y favorecer la economía de proximidad? Absolutamente ninguna, faltaría más. No estaban para eso en Brest.
Dentro del extravagante concepto de «economía azul» se habló también del «turismo sostenible». Otro mito que fueron a publicitar las grandes cadenas hoteleras y las empresas de cruceros. Los portavoces de Club Med, Accor y Costa Cruceros, entre otros, pronunciaron discursos delirantes sobre su compromiso con la reducción del impacto ambiental de sus actividades. La mayor parte de su tiempo la utilizaron en subrayar que quieren reducir el plástico, especialmente el de un solo uso. Y lo presentaron como una novedad, como si no fuera una directiva europea que ya está en vigor.
Océanos sanos, océanos rentables
Para los asistentes a la cumbre, la base de todo lo que se discutió allí fue el interés económico. No se trataba de ajustar cuentas con la naturaleza, confesar nuestros pecados climáticos y tratar de enmendarlos. No. Los océanos tienen que estar sanos porque así son más rentables. Así lo dijo, literalmente, Pierre Karleskind, presidente de la comisión de pesca del Parlamento Europeo: «Si los ecosistemas marinos están sanos son más productivos». El mar es un recurso para el capital, igual que la fuerza de trabajo. La salud o la enfermedad del obrero interesará a su patrón en función de su efecto en la productividad. Con el mar viene a ser lo mismo. Las ballenas o las tortugas o los arrecifes de coral o cualquier otra especie en peligro no interesan per se.
Muchas ONG se olían por dónde iba a ir la One Ocean Summit y decidieron no acudir. La mayoría de ellas pensaba que sería, por utilizar las palabras de Greta Thunberg sobre la COP26, otro «montón de blablablá y de greenwashing», además de un escaparate carísimo para el lucimiento de Emmanuel Macron antes de las elecciones presidenciales.
Especialmente dura fue Claire Nouvian, fundadora de la ONG Bloom cuyo insistente trabajo en Bruselas ha conseguido que se prohíba la pesca de arrastre en Europa. «Usted ha utilizado la función suprema del Estado para hacer retroceder a Francia de forma inesperada en materia de protección medioambiental. La suma y el alcance de sus actos le hacen hoy acreedor de una responsabilidad inédita en la destrucción del medioambiente y del océano en particular. Por eso rechazamos colaborar con su gobierno. Porque usted ha asesinado la esperanza», expresaba en una carta abierta. Con otros presidentes, añadía, aunque todos han sido hostiles a la ecología, había una cierta flexibilidad ideológica y, tras muchos esfuerzos, se podía llegar a un acuerdo. Con Macron, no. «Con usted, la llama de ‘lo posible’ se ha apagado. Usted ha aplicado de forma exageradamente piramidal sus convicciones socioeconómicas ultraliberales, protegiendo y aumentando los intereses de sus accionistas», agregaba.
Propósitos… o algo parecido
Pero Macron está acostumbrado a las críticas y se presentó a la cumbre, el último día, con la mejor de sus sonrisas. Y con la habilidad dialéctica que le caracteriza fue capaz de condensar la inútil reunión de Brest en cuatro propósitos: proteger los ecosistemas marinos y promover la pesca sostenible, luchar contra la contaminación de los plásticos, frenar el cambio climático y mejorar la gobernanza de los océanos.
Este último punto es especialmente sensible desde el punto de vista geopolítico porque se trata, simple y llanamente, de saber quién manda en alta mar. Esto de que las aguas internacionales no tengan dueño dificulta la lucha contra la contaminación del ecosistema marino, lamentaron todos los asistentes… mientras afilaban las garras. Macron, en un arrebato de lirismo, llamó a esas aguas «el continente escondido». Y era inevitable acordarse de la Conferencia de Berlín, en la que las potencias europeas se repartieron el continente africano.
Por supuesto, nada de lo discutido en Brest sirvió para cerrar ningún acuerdo tangible. El tema del plástico se tratará en la Asamblea de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente que tendrá lugar en Nairobi el próximo 28 de febrero. El de la gobernanza oceánica se seguirá discutiendo en la ONU; ya llevan diez años con ello. Crear una réplica digital de los océanos para mapear y controlar mejor sus recursos es otro proyecto europeo de largo recorrido sin fecha fija. Proteger el 30% de los océanos de aquí a 2030 requiere una coalición internacional que parece lejana y, en cualquier caso, tampoco es que sea un objetivo demasiado ambicioso. Así todo.
España en la cumbre
Los que acudieron a Brest lo hicieron para contar lo bien que protegen el medioambiente. Por la parte española, Raquel Sánchez, ministra de Transporte, dijo que apoya la conversión de Mercator Ocean International (una ONG que ofrece información oceanográfica) en un organismo oficial intergubernamental que mejorará la protección de los océanos. Hugo Morán, secretario de Estado de Medio Ambiente, explicó el plan de resiliencia que tiene el gobierno ante la subida del nivel del mar y los fenómenos meteorológicos extremos. Jordi Torrent habló del plan para la descarbonización del puerto de Barcelona. Marian Elorza, secretaria general de Acción Exterior del Gobierno Vasco (que ostenta además la presidencia de la Comisión Arco Atlántico), expuso sus compromisos para 2023, entre los que destacó «configurar un centro tecnológico para el desarrollo de la economía azul, crear una comunidad de innovación empresarial y apoyar proyectos sobre temas como los ingredientes alimentarios de alto valor añadido de origen marino». O sea, negocios y sociedades gastronómicas. Puro PNV.
Por su parte Valle Miguélez, portavoz del Gobierno de Murcia, se centró en los puertos de forma un tanto difusa. Disertó sobre su importancia, sobre la necesidad de dejar de mirarlos como un foco de contaminación y de trabajar por unas infraestructuras sostenibles como las que su Ejecutivo está promoviendo en el de Cartagena, una zona que pretende «renaturalizar». Ese plan lo ligó al Mar Menor, de cuya muerte habló fugazmente retorciendo la verdad y achacando su deterioro a la actividad humana, sí, pero «sobre todo a los efectos climatológicos».En realidad, una intervención como la de Valle Miguélez resume a la perfección la cumbre de Brest. Su gobierno ha obviado la responsabilidad de las macrogranjas en el desastre ecológico del Mar Menor, pero no tiene reparos en acudir a una cumbre llamada a salvar los océanos. En la misma tesitura se encontraba, por ejemplo, Richard Slater, director de investigación y desarrollo de la gigantesca multinacional Unilever, quien habló del compromiso de su compañía con la reducción de plásticos en sus productos (posee las marcas Axe, Frigo, Lipton, Skip, Rexona, Knorr, Signal…). Unilever, por otra parte, defiende las bondades del cultivo de aceite de palma, causa directa de la destrucción de los últimos bosques vírgenes del planeta. Una cosa por la otra.
John Kerry, representante especial para el Clima del gobierno de Joe Biden, pronunció uno de los discursos más contundentes y menos complacientes con la cumbre. Pero cayó en la misma trampa y citó a Amazon, United Airlines, Cemex o Volvo como ejemplos de compromiso ecológico simplemente porque en la COP26 de Glasgow se adhirieron a una coalición que, supuestamente, favorecerá la innovación tecnológica en el ámbito de las energías limpias. Y animó a todas las empresas, especialmente a las que se dedican al transporte marítimo, a hacer lo mismo. ¿Pero qué significa exactamente animar? ¿Se trata únicamente de voluntarismo? O dicho de otro modo: ¿para qué están los gobiernos? ¿Para animar o para legislar? ¿Es posible que el capitalismo haya hackeado las democracias occidentales hasta el punto de que las empresas puedan hacer lo que se les antoje? La pregunta, obviamente, es retórica.
En la jornada final Érik Orsenna, escritor, gran conocedor del mar y académico de la lengua (ocupa el asiento que dejó vacante el comandante Cousteau) leyó ante el plenario un pequeño texto de corte literario para decirle a los asistentes, con la mayor cortesía posible, lo que opinaba de la cumbre celebrada en la emblemática y portuaria ciudad de Brest: «Escuchen todos y todas, y escuchen bien, lo que ese oleaje nos dice: “Amables caballeros y nobles damas, si ustedes no han venido con actos, ¿por qué se han desplazado en tan gran número y con equipajes tan lujosos? Sigan por el camino por el que han venido, vuelvan a sus palacios y dejen al océano en paz”. Lo que tratamos aquí en Brest no tiene que ver con el turismo ni con la diplomacia. De lo que se trata es de una amenaza. Y también de un despilfarro si es que ustedes no deciden nada, o si habiendo decidido algo, no lo aplican. O si lo aplican demasiado tarde».
Fuente: https://www.climatica.lamarea.com/brest-one-ocean-summit-economia-azul/