Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez
A mediados del mes de marzo los estadounidenses leyeron las noticias cada vez más teñidas de pánico de la fusión en la central nuclear de Fukushima Daiichi de Japón y se preguntaron: ¿podría suceder aquí algo semejante? Ya saben la respuesta. Como solía decir David Brower, el último gran ecologista, «las centrales nucleares son instalaciones tecnológicas que resulta increíblemente complejo situar en las fallas que ocasionan terremotos». Frente a gran parte de la costa occidental de Estados Unidos se extiende el llamado Anillo de Fuego, que rodea toda la placa tectónica del Océano Pacífico desde Australia, pasando por el norte de Japón hasta llegar a Rusia, Alaska y descender hasta la costa de Chile. Aproximadamente el 90 por ciento de los terremotos de todo el mundo se producen en torno al Anillo de Fuego del Pacífico.
Atendiendo, según parece, a la predicción del sabio comentario sarcástico de Brower, Estados Unidos ha situado en las inmediaciones de las líneas de falla del Anillo de Fuego del Pacífico cuatro centrales nucleares, dos de las cuales, en activo, se encuentran en mi estado natal de California. En Eureka, unos sesenta y cinco kilómetros al norte de la carretera desde la que escribo, había un reactor de agua en ebullición que se clausuró en 1976 tras un terremoto con epicentro en «una falla antes desconocida», justo frente a la costa. Donde estaba hay ahora barras nucleares gastadas (salvo una que no logran encontrar) en unos estanques, justo frente a la orilla del mar; esperan apaciblemente la llegada de un tsunami como el que inutilizó los generadores diesel de emergencia que fueron diseñados para bombear líquido refrigerante en la central de Fukushima. En el punto triple que hay frente al Cabo Mendocino convergen tres placas tectónicas, unos cuantos kilómetros al noroeste de aquí. En 1992 hubo un terremoto de intensidad 7,1 en la escala de Richter. Moraleja número uno del negocio nuclear: aparta la vista en todo momento; niega lo predecible.
Más al sur, a mitad de camino entre San Francisco y Los Ángeles, se encuentra la central nuclear del Cañón del Diablo. Se planificó en 1968, cuando nadie conocía la Falla de San Andrés, inscrita en el Anillo de Fuego, a unos cuantos kilómetros de la costa. Investigaciones posteriores determinaron que hacía cuarenta años hubo un terremoto de intensidad 7,1 en la escala de Richter, justo frente a la central, cuyas obras concluyeron debidamente en 1973. La compañía eléctrica Pacific Gas & Electric dijo que reforzaría las medidas de seguridad. Con las prisas por terminarla, los gerentes del complejo dieron marcha atrás al proyecto de construcción de dos reactores a prueba de terremotos, de manera que la actualización no fue un éxito absoluto. Moraleja número dos del negocio nuclear, semejante a la de cualquier otra empresa humana: en algún lugar del proceso la gente es la que siempre acaba perjudicada. San Diablo está supuestamente construida y modernizada para soportar intacta un terremoto de intensidad 7,3. En 1906 San Francisco quedó devastada por un terremoto de intensidad 7,7 que rasgó la falla de San Andrés 500 kilómetros al norte y al sur de la ciudad. Regresemos a la primera moraleja, «negar lo predecible»: las autoridades de Cañón del Diablo descubrieron hace poco que hay otra falla más y ahora están preocupados por la «licuefacción del suelo» en caso de un gran terremoto. En 2008, el ataque de un banco de medusas (sí, el nombre colectivo es correcto) obstruyó la toma de agua fría; la central estuvo parada un par de días. En el último recuento se habían detectado cuatro líneas de falla frente a la costa desde San Diablo.
Otros 200 kilómetros más al sur se encuentra la central de San Onofre, justo frente a la costa, con una mano de obra compuesta por 2.000 trabajadores. Se la ha calificado como «el centro de trabajo más terrorífico de Estados Unidos». Me he bañado a su sombra, en unas aguas que los pescadores aprecian mucho porque allí se dan cita los peces para disfrutar de las elevadas temperaturas; hay quien afirma también que allí el pescado crece más deprisa y alcanza mayor tamaño. Hay vasijas de almacenamiento para combustible usado en una unidad fuera de servicio, un contenedor esférico de cemento y acero cuyo muro menos grueso tiene el inquebrantable espesor de 1,80 metros; más o menos igual que el contendor que se resquebrajó en una de las unidades de Fukushima que se vino abajo. En una de las dos unidades que hay en funcionamiento en San Onofre se puede encontrar mejor ilustración de la moraleja numero dos, «perjudicados»: la poderosa empresa de ingeniería y construcción Bechtel instaló allí, en la parte de atrás, la vasija de un reactor de 420 toneladas. La línea de falla más próxima es la de Cristianitos, a la que se considera inactiva; véase la moraleja número uno. La compañía eléctrica dice que la central de San Onofre fue construida para que soportara un terremoto de intensidad 7. Hay un muro de contención de 8 metros, la mitad de la altura de las barreras que se desmoronaron como si fueran de arena junto a la costa nororiental de Japón el 11 de marzo, cuando el tsunami del terremoto de la región de Tohoku de intensidad 9,0 lo inundó todo. La central de San Onofre se enfría con agua marina. A los ecologistas no les preocupa, así que hay planes para construir dos torres de enfriamiento al otro lado de la carretera interestatal número 5, el principal eje norte-sur de California; así que es inmune al ataque de las medusas, pero susceptible a otros métodos de asalto. Según el estudio denominado «Uniform California Earthquake Rupture Forecast», hay un 67 por ciento de probabilidades de que se produzca un terremoto de intensidad 6,7 o superior en Los Ángeles, y un 63 por ciento en San Francisco. Aquí donde vivo, en la zona de subducción de Cascadia, donde un extremo de una placa fricciona contra otro, como sucede en la costa nororiental de Japón, tenemos un 10 por ciento de probabilidades de que se produzca un terremoto de intensidad 8 o 9; uno de los grandes, bastante pronto, es casi una certeza.
Estados Unidos es el primer productor del mundo de energía nuclear. Cuenta con 104 centrales, muchas de las cuales son viejas, proclives a fugas incontenibles y a anomalías similares; todas ellas son peligrosas. Veinticuatro están diseñadas (por General Electric) igual que los reactores de Fukushima. Tomemos la central nuclear Sharon Harris de Carolina del Norte, que también es almacén de barras de combustible usado altamente radiactivas de otras dos centrales. Ni siquiera haría falta un terremoto o un tsunami, sino que bastaría con que un terrorista moderadamente ingenioso traspasara las raquíticas defensas de Sharon Harris y saboteara los sistemas de enfriamiento. Un estudio realizado por Brookhaven Labs estima que un incendio de charco en aquel lugar podría ocasionar 140.000 casos de cáncer y contaminar miles de hectáreas de terreno.
Las reacciones de los propagandistas interesados de la industria nuclear frente al caso de Fukushima han sido previsibles, aun cuando no dejen de resultar muy creíbles: son incursiones en la disonancia cognitiva. Así, por ejemplo, la de Paddy Reagan, profesor de Física Nuclear de la Universidad de Surrey: «En un país con 55 centrales nucleares hemos padecido un terremoto catastrófico y todas pararon perfectamente, aunque desde ese momento tres de ellas han tenido problemas. Ha sido un terremoto gigantesco y, como prueba de la resistencia y solidez de las centrales nucleares, parece que han soportado las consecuencias muy bien».
También se han subido al carro verdes destacados como George Monbiot, que ha aprovechado la oportunidad que le brindaba uno de los peores desastres de la historia de la energía nuclear en «tiempos de paz» para anunciar en The Guardian que apoya la energía atómica:
No les sorprenderá enterarse de que los acontecimientos de Japón me han hecho cambiar de opinión sobre la energía nuclear. Les sorprenderá enterarse de cómo la han cambiado. Como consecuencia de la catástrofe de Fukushima he dejado de ser neutral. Ahora apoyo esa tecnología. Una central vieja y cochambrosa con medidas de seguridad inadecuadas ha sido golpeada por un terremoto monstruoso y un tsunami descomunal. El suministro de energía se interrumpió y afectó a los sistemas de refrigeración. Los reactores empezaron a explotar y a fundirse. La catástrofe ha puesto al descubierto el legado habitual de mala construcción y recorte de gastos. Sin embargo, por lo que sabemos, nadie se ha visto expuesto todavía a una dosis letal de radiación. (1)
¿Acaso Monbiot vive en el país de la fantasía? «Pese a lo sensatos que son los fundamentos del movimiento antinuclear, no podemos permitir que unos sentimientos tradicionales nos oculten la imagen global», escribe. «Aun cuando las centrales nucleares vayan espantosamente mal, causan menos daños al planeta que las centrales térmicas de carbón […] La fusión de Chernobil fue horrenda y traumática. Hasta el momento la cifra oficial de muertos parece situarse entre los 28 y los 43 trabajadores en los primeros meses y, después, hasta el años 2005, en 15 civiles». (2)
La explosión en 1986 del reactor 4 de la central nuclear de Chernobil en Ucrania sigue siendo sin duda la catástrofe de referencia del conjunto de desastres nucleares en tiempos de paz. Negar que Chernobil mató realmente, y sigue matando, a centenares de miles de personas es fundamental en los afanes del lobby nuclear. En plena crisis de Fukushima, Fergus Walsh, el corresponsal médico de la BBC, consoló a su audiencia con el dato absurdo de que hasta el año 2006 Chernobil solo había desencadenado sesenta muertes de cáncer; esa misma estupidez se ha repetido muchas veces desde la catástrofe de Fukushima, reforzada por un informe bochornoso supervisado por el lobby nuclear de las Naciones Unidas. (3) En el año 2009 la Academia de las Ciencias de Nueva York publicó «Chernobyl: Consequences of the Catastrophe for People and the Environment«, un texto de 327 páginas redactado por los científicos Alexey Yablokov, Vassily Nesterenko y Alexey Nesterenko que, con sus estadísticas sanitarias globales, constituye el análisis más completo publicado hasta la fecha. En el sumario del capítulo «Mortality After the Chernobyl Catastrophe», Yablokov demuestra que el 4 por ciento de todos los fallecimientos producidos en los territorios contaminados de Ucrania y Rusia entre 1990 y 2004 se debieron a la catástrofe de Chernobil.
Situemos Fukushima junto a Chernobil y a sus secuelas letales aún en curso; pensemos en el sur de California o en Carolina del Norte. Robert Alvarez, experto nuclear y asesor de Clinton, escribió a mediados de marzo que un solo estanque de barras de combustible usado, como las del reactor número 4 de Fukushima o las de Shearon Harris, contiene más cesio 137 que el depositado en la atmósfera por todas las pruebas de armamento nuclear realizadas en el hemisferio norte; la explosión de esa piscina podría lanzar al aire «una cantidad de material radiactivo equivalente quizá a entre tres y nueve veces al liberado por la catástrofe del reactor de Chernobil». Los verdes pro nucleares como Monbiot no dejan de parlotear de «mayores garantías». ¿No les cabe en la cabeza que toda la historia de la energía nuclear está jalonada de quebrantamientos sistemáticos de garantías supuestamente fiables? En torno a buena parte de las costas de Japón hay muros de contención de 12 metros de altura. El último tsunami los atravesó como supera una ola el castillo de arena de un niño.
Monbiot escribe como si no existiera el complejo nuclear académico-industrial, uno de los lobbies más poderosos del mundo con setenta años de funcionamiento a sus espaldas. Pero sus consecuencias en el mundo real son bastante evidentes. El presidente Obama, por ejemplo, recibió para su campaña presidencial infinidad de dinero de la industria nuclear, concretamente de Exelon Corporation. En el discurso que pronunció sobre el estado de la Unión el pasado mes de enero, Obama reafirmó su compromiso con una energía nuclear «limpia y segura», una declaración tan absurda como lo sería ofrecer apoyo a una forma de sífilis saludable y generosa. Después del terremoto de Japón, el portavoz de Obama confirmó que la energía nuclear «sigue formando parte del plan energético general del presidente». Aun cuando la central de Fukushima Daiichi ya amenazara con fundirse el 16 de marzo, Obama encontró tiempo para grabar una entrevista televisiva para un informativo del suroeste de Nuevo México con motivo de su propuesta del año 2010 de desarrollo de ojivas nucleares. La piedra angular del plan es financiar una fábrica de seis mil millones de dólares para producir detonadores para armas termonucleares en el complejo nuclear de Los Alamos, a casi 100 kilómetros de Santa Fe. ¿Por qué escoger el preciso instante del accidente de Fukushima para dirigirse a Nuevo México? Como dejó claro el entrevistador, la región alberga poderosos donantes de fondos potenciales para su campaña: Lockheed Martin (que gestiona el Sandia National Laobratory), Bechtel, Babcock y Wilcox y la URS Corporation (que administra Los Álamos conjuntamente con la Universidad de California). (4)
La estela de Fuckushima ha dejado en Alemania y Francia manifestaciones muy concurridas contra la energía atómica. En Estados Unidos, solo un puñado de verdes ha abierto la boca. ¿Por qué no hemos visto manifestaciones de indignación a las puertas de todas y cada una de las 104 centrales nucleares de Estados Unidos? Aquí hay una razón: hace mucho tiempo que las organizaciones ecologistas firmaron un pacto con el diablo de la industria nuclear, que desde principios de la década de 1970 se ha esforzado por presentar el dióxido de carbono como el auténtico problema medioambiental y la energía nuclear como su única solución. Obsesionados por unos modelos de calentamiento global antropogénico especulativos y cada vez más desautorizados, las corrientes principales de los verdes optaron por lo nuclear. Aquí nos referimos a Natural Resources Defense Council, al World Wildlife Fund o a Sierra Club, que forzaron la dimisión de David Brower cuando se opuso a la construcción de la central de Cañón del Diablo, y a gente como John Holdren, asesor de la Casa Blanca con Obama, junto con equipos supuestamente progresistas como los del Bulletin of Atomic Scientists y la Union of Concerned Scientists. Aquí no ha habido ningún recrudecimiento de las campañas contra la energía nuclear porque los progresistas estadounidenses siguen en su mayoría aglutinados bajo el paraguas tóxico del plan energético de Obama. Cuando la Cámara de Representantes (aunque no el Senado estadounidense) votó una ley del clima en el año 2009, parte de lo establecido en el texto legal era crear un «banco de energía limpia» para brindar apoyo económico a la producción de energía nueva, incluida la nuclear.
En términos políticos, la energía nuclear siempre ha sido una guerra contra la gente, empezando por los japoneses en Hiroshima y Nagasaki, pasando por los habitantes de las islas Marshall, los agricultores y demás habitantes de los territorios donde se han realizado pruebas nucleares en todo Occidente, los indígenas norteamericanos, los latinos y los afroamericanos pobres (habituales vecinos inopinados de los vertederos), la gente situada en la trayectoria de los «accidentes» o de los experimentos secretos deliberados y, más recientemente, los habitantes de Fukushima. No de los directivos de Tokyo Electric Power Company. Ellos están en Tokio o viajan rumbo al sur. Son los «héroes trabajadores» quienes saben a la perfección que están condenados. Pero es al Consejo de Administración de Tepco al que habría que enviar a la primera línea.
Prestemos atención a las falsas predicciones, a los errores garrafales. Recordemos la certeza elemental de que la Naturaleza golpea la última y que la insensatez y la codicia son rasgos insoslayables de la condición humana. ¿Por qué empeñarnos en fingir que vivimos en un mundo en el que no hay terremotos de intensidad 8 y 9, tsunamis, maquinaria desvencijada, trabajadores olvidadizos, propietarios de centrales donde se ahorran costes de construcción, corporaciones inmensamente poderosas, autoridades reguladoras permisivas y políticos y presidentes que salen a ver si pescan dólares para sus campañas? ¿Es este el banco de arena en el que está encallado el movimiento progresista de Estados Unidos? Ha llegado el momento de poner fin a este vergonzoso pacto entre la industria nuclear y muchos verdes influyentes.
Notas
(1) George Monbiot, «Why Fukushima made me stop worrying and love nuclear power», The Guardian, 21 de marzo de 2011.
(2) Monbiot, «Japan nuclear crisis should not carry weight in atomic energy debate», The Guardian, 16 de marzo de 2011.
(3) «Chernobyl’s Legacy: Health, Environmental and Socio-economic Impacts», Agencia Internacional de la Energía Atómica, Viena, 2006.
(4) Véase Will Parrish, «How Obama Flacked for Plutonium as Fukushima Burned», CounterPunch, 1 de marzo de 2011.
Fuente: http://newleftreview.org/?
rCR