Fue Premio Japón en 1989 y Premio Mundial de Ciencias, Albert Einstein, 1994. Fue también Nobel de Química un año después junto con otros dos grandes científicos (el mexicano Mario Molina, del MIT, su antiguo colaborador, y el holandés Paul Crutzen, del Instituto Max Planck de Química en Maguncia, Alemania). Encendió la alarma por la […]
Fue Premio Japón en 1989 y Premio Mundial de Ciencias, Albert Einstein, 1994. Fue también Nobel de Química un año después junto con otros dos grandes científicos (el mexicano Mario Molina, del MIT, su antiguo colaborador, y el holandés Paul Crutzen, del Instituto Max Planck de Química en Maguncia, Alemania). Encendió la alarma por la disminución del ozono y el calentamiento terrestre, junto al primero de ellos, a comienzos de 1974. Si la industria continuaba liberando a la atmósfera anualmente un millón de toneladas de gases CFC, los clorofluorocarbonados -comúnmente llamados freones, los gases que sustituyeron al amoníaco [1]- la capa de ozono disminuiría causando efectos muy nocivos en la naturaleza y en la especie humana [2].
«¿Cuál es el destino de las moléculas de CFC en la atmósfera?»: una excelente y fructífera pregunta les llevó a uno de los mayores problemas ambientales del siglo. En 1970, el científico británico James Lovelock -pronuclear por mal (y pesimista) razonamiento en los últimos años [3]- había detectado los CFC en la atmósfera. Pero no creyó que afectaran al ambiente. Ellos, en cambio, probaron que si bien estos gases se mantenían inactivos por debajo de los 29 km, más allá de esa altura empezaban a interactuar: la radiación ultravioleta del sol «choca» con las moléculas de CFC, rompiéndolas en átomos de cloro y dejando fragmentos residuales en el ambiente. Son estos átomos los que se combinan con el ozono [4], formando óxido de cloro. La nueva molécula está cargada, «tiene la característica de tener un electrón sin pareja, lo que hace que busque desesperadamente un compañero». Al hacerlo produce una reacción en cadena: un solo átomo de cloro puede eliminar más de cien mil moléculas de ozono [5]. El efecto puede calcularse: basta multiplicar por 100.000 las moléculas del millón de toneladas de CFC que la industria liberaba anualmente.
Su inicialmente muy debatida hipótesis, publicada en Nature en 1974 (la Academia Nacional de Ciencias de EE.UU reconoció la validez de sus conclusiones en 1976 y fue en 1978 cuando los aerosoles de clorofluorocarbonos fueron prohibidos en USA), fue corroborada exitosamente en 1985 cuando se descubrió el gran agujero que estos componentes estaban causando en la capa de ozono sobre la Antártida. Tras este descubrimiento se firmó el Protocolo de Montreal por el que se prohibía el uso de los CFC. Desde su entrada en vigor, en 1989, la producción de sustancias que destruyen nuestra protectora capa de ozono se ha limitado notablemente. A pesar de ello, las comunidades científicas sostienen que los daños causados «perduran y seguirán ocurriendo durante décadas». Es otro de los legados de las apuestas fáusticas por la industrialización sin freno y por la no aplicación del principio de precaución.
El científico recientemente fallecido había nacido en Delaware, en 1927. Realizó sus estudios primarios y secundarios en las escuelas públicas de su ciudad natal. Fue animado por sus profesores a dedicarse al estudio de las ciencias. Se graduó en 1943 en secundaria y en 1945, a los 18 años, finalizó sus estudios universitarios iniciales. Tras ellos, decidió enrolarse en la armada donde prestó sus servicios manejando el radar. Posteriormente, tomó la determinación de terminar sus estudios escogiendo para ello la Universidad de Chicago. Consiguió una beca de la Comisión de Energía Atómica (CEA) y se dispuso a conseguir el doctorado en Química.
El que fuera Premio Albert Einstein inició sus investigaciones en el laboratorio de Willard F. Libby [6] de la Universidad de Chicago. Se inició como radioquímico, pero desde sus últimos años de instituto le interesó la «ciencia de la atmósfera». En el laboratorio de Libby trabajó en química asociada con materiales radiactivos. «Hacia 1950, investigábamos sobre la manera como se transportaban los productos radiactivos en la atmósfera y sus posibles efectos meteorológicos. Al dejar el laboratorio de Libby, mis primeros proyectos de investigación incluyeron aspectos atmosféricos. En el laboratorio medí, por ejemplo, la velocidad con que la radiación cósmica produce tritio radiactivo, simulándola con un acelerador de alta energía, el Cosmotron, con el propósito de estimar la cantidad que se encuentra en la atmósfera. Luego desarrollamos una técnica altamente sensible para medir tritio en la forma de molécula de hidrógeno» [7].
Tuvo también la oportunidad de estudiar con científicos de la talla de Harold Urey, Edward Teller -un anticomunista de derecha extrema, el alocado científico atómico que probablemente inspiró a Kubrick para su «Dr. Strangelove»-, Maria Goepper Mayer y Enrico Fermi -el constructor del primer reactor atómico en 1942-, quienes habían recibido o iban a recibir también el Nobel. Su tesis doctoral versó sobre el estado químico del ciclotrón producido en los átomos de bromino. Al terminarla en 1952, se marchó a la Universidad de Princeton con el cargo de Instructor del Departamento de Química. Durante los dos años siguientes estuvo trabajando para el Brookhaven National Laboratory; experimentó con una mezcla de azúcar y litio carbonado dentro del flujo de neutrones del reactor nuclear de Brookhaven en lo que fue el primer paso para lograr la síntesis de la glucosa de tritio radiactivo, de lo cual se hizo eco un artículo publicado en Science ; Experimentó también en un nuevo subcampo de la química atómica del tritio.
En 1956, fue profesor de la Universidad de Kansas. En 1965 se mudó de nuevo, esta vez a California, para hacerse cargo del Departamento de química de la Universidad. La química atómica continuaba siendo el principal objeto de su atención. Pero en 1971 tuvo lugar un hecho decisivo en su vida, casi un giro copernicano: un viaje a Austria para participar en una conferencia internacional sobre la energía atómica en la que se trataban de dilucidar «los potenciales beneficios de esa energía para el medio ambiente». En febrero de 1972 se convocó otra de estas reuniones en Fort Lauderdale (Florida). A raíz de esta última, comenzó a interesarse por el efecto del clorofluorocarbono en la atmósfera. Desde 1973 y durante las dos décadas siguientes, el trabajo de su grupo de investigación se encaminó cada vez más a la química atmosférica y menos hacia la radioquímica.
«Salvó al mundo de una gran catástrofe y nunca flaqueó en su compromiso con la ciencia, la verdad y la humanidad», declaró el decano de Ciencias Físicas de la Universidad de California en Irvine, Kenneth C. Janda, al anunciarse su muerte.
Jesús Santamaría, catedrático de Química Física y miembro de la Real Academia de Ciencias, ha señalado que sus predicciones «fueron confirmadas por el descubrimiento, en 1985, de la aparición estacional, durante la primavera austral, de un agujero de ozono sobre la Antártida. El proceso químico ha resultado ser más complejo que el previsto originalmente…» Estos hechos, prosigue Santamaría, condujeron a que «la humanidad tomara conciencia de la unidad y límites de nuestra casa común». Pocas veces los descubrimientos científicos alcanzan alguna resonancia fuera de su campo de especialización y son menos aún los que lo hacen más allá del ámbito científico en general, sin embargo, concluye el catedrático de Química Física, «el descubrimiento del deterioro de la capa de ozono por la acción humana produjo un duradero impacto en los campos científico, económico y político. Más aún, ha habido un antes y un después en la valoración de los problemas científicos con que nos enfrentamos, poniéndose de manifiesto cómo cada vez son más necesarias una visión global y una imaginación despierta para encarar el futuro».
Murió en su casa de California el pasado sábado 10 de marzo aquejado de Parkinson. Se llamaba Frank Sherry Rowland y en los libros de ciencia debería quedar constancia para siempre del legado científico y social de una de las principales voces contra el cambio climático y a favor del mantenimiento de la capa de ozono, la de un científico comprometido con la verdad, la ciencia y la Humanidad.
Notas:
[1] Los «freones» se inventaron en 1930. Se buscaban entonces sustancias no tóxicas que sirvieran como refrigerante para aplicaciones industriales. Se utilizaron principalmente en los aires acondicionados de carros, neveras e industrias. Veinte años después, a partir de 1950, se empezaron a utilizar también como agentes impulsores para atomizadores, en la fabricación de plásticos y para limpiar componentes electrónicos.
[2] Ambos científicos escribieron un sentido llamamiento para la prohibición del uso de estos gases.
[3] Antes de la hecatombe nuclear de Fukushima. Desconozco sus posiciones actuales.
[4] La forma de oxígeno que protege la Tierra de la radiación ultravioleta.
[5] Tengo alguna duda sobre la absoluta corrección de este dato.
[6] Premio Nóbel de Química en 1960 por descubrir la técnica de datación a partir del carbono 14. La medición del carbono 14 se lleva a cabo en la estratosfera baja. Allí se forman estos átomos cuando la radiación cósmica entra en contacto con la atmósfera.
[7] Su narración seguía con un corolario de interés poliético: «Obtuvimos una muestra de hidrógeno atmosférico del líquido de una planta aérea y medimos su contenido de tritio. Los resultados obtenidos en ambos casos fueron diferentes». Por consiguiente, si ambas mediciones eran correctas, y ese parecía ser el caso, «la conclusión era que algo había pasado pues había un incremento notable del tritio en la atmósfera». Era la época en que EE.UU. probaba la bomba de hidrógeno, bomba en la que «el tritio juega un papel importante y aparentemente un accidente en uno de los laboratorios oficiales había liberado una buena cantidad de este». Ello explicaría la discordancia de los resultados.
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