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Prólogo a "Individuo y orden social. La emergencia del individuo y la transición a la sociología", de Andrés Bilbao

En memoria de Andrés Bilbao

Fuentes:

Andrés Bilbao murió el 6 de Julio de 2002 a los 53 años. Le conocí a mediados de los ochenta. Desde los primeros cursos que dio en el CAES quedamos deslumbrados por la fuerza de su pensamiento. Era un sociólogo crítico. Investigaba el carácter político del orden social y la falsa naturali­dad de instituciones sobre […]

Andrés Bilbao murió el 6 de Julio de 2002 a los 53 años. Le conocí a mediados de los ochenta. Desde los primeros cursos que dio en el CAES quedamos deslumbrados por la fuerza de su pensamiento. Era un sociólogo crítico. Investigaba el carácter político del orden social y la falsa naturali­dad de instituciones sobre las que se construye la modernidad capitalista, como el Mercado, el Individuo o la Racionalidad Económica. Por ese com­promiso intelectual se mantuvo en permanente desventaja en la institución universitaria.

Buen conocedor de Marx, nos impulsó a estudiarlo con detenimiento. Pero también tuvo la paciencia de adentrarnos, durante más de 15 años, en el estudio de pensadores esenciales para la comprensión del mundo desqui­ciado en que vivimos: Aristóteles, Mandeville, Hume, Spinoza, Hobbes, Adam Smith, Max Weber, Simmel, Nietzsche, Von Mises, Foucault y otros muchos. Combinaba el método de lectura textual, línea a línea, con inter­venciones propias que eran como un fogonazo de luz. Descendía con natu­ralidad desde la más dura abstracción a los acontecimientos de la vida coti­diana.

Nos ayudó a cultivar un espacio mestizo y problemático, pero de una gran potencia, el «Area de Pensamiento» en el que cursos, debates e inves­tigaciones están protagonizados por militantes. En este espacio dialogan, a duras penas, el rigor del pensamiento con las urgencias de la intervención social. Supo de la brigada político-social durante su actividad clandestina en el franquismo y nos conocía bien. Por eso, siempre intentó evitar que la agi­tación verbal en base a lugares comunes impidiera nuestro trabajo teórico.

Andrés estudió hasta el final de su vida la transformación de la economía en una versión teológica secularizada y su constitución como principio de realidad de las relaciones sociales. Desveló las concomitancias entre el indi­viduo utilitario, aislado y calculador que satisface sus deseos en el mercado y el individuo religioso, también utilitario que, al fiar su propia salvación en la voluntad de Dios, actúa indiferente a la suerte de los otros.

La modernidad y la religión se diferencian en que, mientras ésta consi­dera el mundo ordenado por la voluntad divina, aquella defiende un cono­cimiento científico capaz de captar, a través de la razón, las leyes que orde­nan el mundo. Pero coinciden en la idea de un mundo ordenado por leyes irrebasables, cuyo origen está en el más allá. Aceptar que la sociedad está ordenada por leyes históricas que escapan a la voluntad humana, es lo mismo que aceptar la existencia de Dios. Esta idea providencial oculta el poder como fundamento de las relaciones sociales.

La ciencia moderna establece como único conocimiento solvente el que se expresa en forma numérica. Otras formas de conocimiento, como el sen­timental o el estético, son relegados a una categoría inferior. La izquierda ha asumido esta racionalidad cuantitativa asociada al progreso tecnológico y al crecimiento económico identificado, a su vez, con el progreso hacia la liber­tad y la igualdad. Pero el resultado de este progreso es un mundo en el que la exclusión de masas y el terror tecnológico han perdido la capacidad de deslegitimar a la racionalidad económica.

Los individuos «racionales» que asumen este orden cosificado no se rela­cionan entre sí mediante el diálogo, sino mediante el intercambio. Las infor­maciones relevantes son cuantitativas porque tienen que ver con el valor de los objetos, cuya expresión monetaria es el precio. El dinero subsume todas las dimensiones vitales en un orden que parece regido por leyes naturales y pasa a mediar todas las relaciones con una objetividad despiadada.

Desde aquí, la política no tiene que ver con la creación del orden social, sino con la administración de un orden de relaciones previamente determi­nado por la economía. Esta técnica, llamada gobernabilidad, se identifica con la democracia. En su aceptación no hay diferencias entre la derecha y la izquierda. Quien disiente e impulsa la expresión de las necesidades y la participación desde abajo, aparece como subversivo y enemigo de la demo­cracia, haciéndose acreedor de la legítima intervención de la violencia del estado.

Más allá de lo personal, la relación con Andrés estuvo cargada de una tensión creadora aunque, algunas veces, produjera una momentánea frustra­ción porque las prioridades de los intelectuales comprometidos y las de los militantes sociales con vocación teórica no siempre coinciden.

Con él aprendimos que una de las razones que explican el imparable avance del capitalismo es la inanidad teórica de la izquierda. El desarrollo de la violencia y la injusticia asociadas a la Economía de Mercado parece ser simétrico al hundimiento de cualquier perspectiva revolucionaria. Esto nos conduce directamente a una pregunta básica: ¿Qué clase de izquierda es la que tiene como representantes verdaderos a corporaciones de poder como el PSOE, CCOO, UGT y un puñado de ONGs?

Convertir el dolor invisible en poder constituyente exige una ruptura con esa izquierda cómplice. La ruptura teórica debe partir de la crítica. Es decir, de la clarificación de los mecanismos que constituyen un mundo en el que las personas están sujetas a la racionalidad económica. Esta racionalidad se presenta como inevitable a través de un proceso de objetivación que borra el rastro subjetivo y político de su establecimiento. Se legitima por el respe­to a los procedimientos −la democracia por las elecciones, la economía por las leyes del mercado, el trabajo por el empleo, los cuidados por su realiza­ción invisible por parte de las mujeres, etc -, pero no por su capacidad para la integración material de la gente.

La racionalidad formal de la economía produce una ruptura entre nues­tras acciones y sus consecuencias. Dos mil millones de personas «desecha­bles» sólo cuentan como motivo de compasión, pero no son capaces de modificar las criminales formas de producción y consumo de los mil millo­nes de instalados, causantes de su exclusión. El economicismo de la izquier­da promete, torpemente, la imposible inclusión de los excluidos en un orden irracional, insostenible y excluyente por naturaleza.

La expresión política de lo aplastado por la racionalidad económica requiere una ruptura radical con estas nociones compartidas por la izquier­da cómplice. Sin embargo, la noción mesiánica de «clase obrera» o sucedá­neos como una «inteligencia general» asociada a las nuevas tecnologías, así como el negocio de la compasión privatizada o el campañismo y el espon­taneísmo en las protestas sociales, no suponen ninguna ruptura. Esta ruptu­ra tiene como condición la crítica a los principios de la modernización eco­nómica y su forma política parlamentaria. Pero sin olvidar que la crítica a un hecho exige otro hecho. La crítica exige algo más que lucha de frases y muestras festivas de desacuerdo.

Desde la izquierda actual no se puede hacer nada, pero sin ella tampoco. Es en sus márgenes, en la frontera, donde está la vida, pero también la muerte. Hay que administrar esta tensión sin caer en la crítica ideológica marginal (instinto de muerte) o en la confrontación aventurera con un poder totalitario que incluye a dicha izquierda (peligro de muerte). En este cami­no incierto seguimos contando con el pensamiento de Andrés Bilbao.

Individuo y orden social es una obra póstuma que contiene el eje de la indagación de toda la vida de Andrés acerca del conocimiento de cómo conocemos lo que es la sociedad y lo que somos en tanto que seres socia­les. Es decir, acerca del conocimiento sociológico. Aparentemente el libro está dirigido a investigador@s, profesor@s y estudiantes de sociología dis­puestos a pensar por sí mism@s. Esta cualidad, más que barrera de acceso, convierte el presente texto en algo útil para cualquier persona comprometi­da en la construcción de una convivencia segura y pacífica para tod@s.

La emergencia del individuo

El punto de partida de la sociología es la disolución de las formas de legi­timación religiosa del orden social. Dichas formas se fundamentaban en la consideración del individuo subsumido en una naturaleza espiritual que se acomoda pasivamente a un orden invisible. Este orden, natural y sagrado, establecía lo que es bueno y lo que es malo. A partir de este individuo la sociabilidad se daba como un hecho natural.

Desde el siglo XVII surge el individuo frente a la sociedad. Un individuo cuya naturaleza constaba de alma y cuerpo. La influencia del cristianismo adjudicaba el alma al mundo infinito de Dios y el cuerpo al mundo finito de los seres humanos. Una vez disueltas las certezas religiosas sobre el bien y el mal, los individuos debían enfrentarse con el hecho de que no existía más orden social que el producido por sus propias acciones.

En la tradición griega, el individuo se especificaba por la sociedad, la individualización presuponía la naturaleza social previa. En la cristiana, el individuo se define por estar incluido en un orden providencial. En la modernidad aparece por primera vez el problema de cómo se construye la sociabilidad a partir del individuo. Lo que sea el orden social dependerá de lo que sea la naturaleza del individuo. El despliegue del individualismo metodológico culmina la ruptura con el sistema aristotélico. El ser humano individualista, concebido como un pedazo de naturaleza, es libre cuando sigue sus impulsos naturales sin obstáculos. La razón se limita a ser un ins­trumento al servicio de sus pasiones. Esas pasiones constituyen el vínculo del individuo con el mundo y con los otros individuos. A partir de ellas se construye la sociabilidad.

El individualismo metodológico parte de un individuo que actúa por móviles egoístas y al hacerlo, construye una sociabilidad ordenada. La «teo­ría de juegos» describe y prescribe las condiciones de cooperación y el com­portamiento óptimo de los individuos. Esta teoría se basa en que el indivi­duo es egoísta y su conducta está determinada por motivaciones económi­cas. De aquí se deduce que «la conducta económica egoísta» que maximiza la utilidad del individuo es una conducta diferente y superior a «la conduc­ta social», basada en las motivaciones no económicas de dicho individuo. Sin embargo, la teoría de juegos no puede explicar ni las conductas socia­les altruistas ni el problema de que el «individuo económico egoísta» resul­ta ser un «tonto racional» y un «imbécil social», como demuestra la cronifi­cación de la crisis económica, social, sicológica y ecológica.

Desde esta concepción de la naturaleza humana se abren dos sistemas de convivencia. El primer sistema afirma la insociabilidad de los individuos que siguen libremente sus impulsos naturales y, al hacerlo, entran en con­flicto permanente. Para que el orden social sea posible es necesario que el individuo entregue su libertad a un poder exterior que fijará de manera absoluta las normas de convivencia. Bajo este prisma, el individuo libre y asocial se contrapone al individuo sometido y sociable. El segundo sistema afirma una simetría entre el individuo libre que sigue sus pasiones natura­les y el individuo sociable que, sin proponérselo, construye el orden social gracias a una «mano invisible» que convierte las acciones egoístas en el cemento que cohesiona la sociedad. El punto común entre ambos sistemas es el hecho de que el ser humano como naturaleza ciega solo puede vivir en sociedad enajenando su libertad. En el primer sistema a un poder exterior coercitivo (Leviatán) y en el segundo, a leyes externas a su voluntad (el mercado) que garantizan el orden como una consecuencia no querida de sus actos individualistas.

Cuando la voluntad del soberano somete la libre naturaleza de los indi­viduos, el origen del orden social es el poder. En este esquema el individuo es previsible en tanto sujeta sus actos a las normas que dicta dicho poder. Por el contrario, cuando la naturaleza del individuo es simétrica a la cons­titución «natural» del orden social, la clave de dicho orden nos remite a leyes naturales. Desde esta concepción el movimiento previsible y calcula­ble de los cuerpos celestes regulado por leyes físicas, traslada a las ciencias sociales los paradigmas de las ciencias naturales.

A partir de aquí, en el siglo XIX se desarrollarán enfoques metodológi­cos basados en una supuesta «ciencia de la sociedad» que, con leyes propias y como una parte de las ciencias naturales, permitirá plantearse el orden social como una física tan calculable y predecible como la astronomía o la mecánica.

Partiendo de la centralidad del individuo en la construcción del orden social, se va haciendo visible la subordinación del individuo a dicho orden. La modernización acaba produciendo la pérdida de la libertad del individuo a manos de las leyes del estado o de las leyes de la economía o, lo que es habitual, de ambas a la vez. La sociología moderna afirma la centralidad del individuo como sujeto del orden social pero, al reducirle a un mero predi­cado de dicho orden, le elimina de hecho como sujeto.

El individuo sensible

Entre el individuo individualista que, como pedazo de naturaleza, sigue ciegamente sus pasiones y el individuo aristotélico que, guiado por su razón, se preocupa de vivir teniendo en cuenta las necesidades de los otros y los límites del mundo, emerge, a partir de autores como Shaftesbury, Hutcheson, Hume y Adam Smith, la noción de una naturaleza humana que siente. El individuo sensible se diferencia del individuo egoísta en que, sien­do también una naturaleza enfrentada al orden social, podemos explicar la lógica de sus actos desde sus sentimientos. A partir de este individuo sensi­ble la sociabilidad se establece como una consecuencia querida por su natu­raleza que busca completarse en la relación social. En su Tratado de la Naturaleza Humana, Hume incluye la moral como «el sentimiento moral» que origina la sociabilidad y explica las instituciones de la sociedad por la utilidad que prestan a los individuos.

Adam Smith sitúa, por un lado el «sentido moral» en el ámbito del indi­viduo como naturaleza y por otro, «la utilidad» en el terreno de las leyes sociales objetivas. Esta escisión le lleva a separar dos componentes desigua­les de la naturaleza humana. Por un lado la subjetividad privada, donde ope­ran los sentimientos y la moral. Por otro, la objetividad pública, regida por la razón y la economía. En esta separación, Smith opera la transición del protagonismo individual en la formación del orden social al protagonismo de lo colectivo. Dicha operación hace visible el paso de la sociabilidad construida desde el sujeto al sujeto construido desde la sociabilidad. El indi­viduo, protagonista del juicio moral acaba protagonizado por la «mano invi­sible» del mercado. A partir de su obra principal, Investigación acerca de las causas de la riqueza de las naciones (1776), Adam Smith sienta las bases para que el campo de la «objetividad pública» que se ocupa de las acciones racionales de los individuos, se constituya como el principio de realidad de las relaciones sociales y como una rama específica del saber: la Economía.

La institucionalización de la Economía como un ámbito de conocimien­to independiente de otras ciencias sociales, se irá formalizando según su propia capacidad para expresarse en términos matemáticos. La Economía fundamenta su racionalidad en la coherencia interna de sus postulados cuantitativos. Su cientificidad no depende de la verificación empírica de sus axiomas. Tampoco de su capacidad para explicar la conexión entre la acción individual y la acción social, desde la búsqueda de una vida buena para todos, cosa que, hasta la obra mencionada de Adam Smith realizaban los filósofos morales.

En el siglo XVII, con la emergencia de la noción de individuo, se despla­za el protagonismo del orden social a dicho individuo. Sin embargo, en los siglos XVIII y XIX el individuo aparece subsumido en una clase social y determinado por ese hecho cuya índole es fundamentalmente económica. De la mano del protagonismo de lo colectivo frente a lo individual, aparece la sociología positivista como física social. Cada individuo se comportará según determinan sus intereses de clase. Frente a la inestable sociología de las acciones no lógicas de los individuos se alza la economía como ciencia capaz de predecir las acciones lógicas de dichos individuos.

Al hacer el mundo inteligible, la obra de Adam Smith aparece en su época como un momento de máxima racionalidad de la historia. Sin embar­go, el progreso económico ha producido, junto al aumento exponencial de la producción de mercancías, el extrañamiento del individuo. Dicho extra­ñamiento consiste en que, al perder de vista sus fines humanos y sociales, el ser humano está sometido a consecuencias no queridas de su acción. Es decir, las consecuencias de las acciones individuales pertenecen a un orden de realidad distinto a la voluntad del individuo. El mundo moderno se cons­truye sobre una paradoja. Partiendo de la centralidad del individuo, la socia­bilidad no depende de las personas sino del dinero. Los individuos no son sociables. Lo que es sociable es el dinero. La crisis no es la crisis de las per­sonas y de la naturaleza. Millones de precarios, excluidos y muertos de hambre no suponen ningún tipo de crisis. La contaminación del aire, el agua y la tierra tampoco. Pero la inflación, la elevación de los tipos de interés o el desplome de las cotizaciones en bolsa, factores todos ellos vinculados al dinero, al provocar la pérdida de calculabilidad del proceso económico, se identifican con la crisis.

Esta lógica se asienta en una ruptura forzada. Por un lado una racionali­dad formal y por otro, una racionalidad material. Dicha ruptura conduce a la escisión entre el conocimiento abstracto, cuya racionalidad depende de su adecuación a un conjunto de principios y procedimientos, y el conoci­miento empírico que acredita sus postulados en diálogo con la realidad material.

A través de la racionalidad formal y autorreferente, las leyes de la eco­nomía fijan los fines a la sociedad. Estos fines aparecen asociados a una naturaleza humana poseída por una irrefrenable propensión a la apropiación y al consumismo. La noción de «interés individual» refleja el móvil, media­to o inmediato, de todos los actos individuales. La propuesta paradójica «el egoísmo construye el orden social», se resuelve mediante «la mano invisi­ble» del mercado. Este mecanismo, ajeno a la voluntad de las personas y a la política, ordena el caos de intereses contrapuestos produciendo milagro­samente la mejor de las convivencias posibles. La creencia en «la mano invisible» nos involuciona a las concepciones religiosas de la Edad Media que mostraban un mundo ordenado por Dios en el que todo lo que sucedía era producto de un orden sobrenatural inasequible a la voluntad e incom­prensible por la razón humana. En ese orden cada persona tenía un destino semejante al de la pieza de un reloj construido por un gran relojero, Dios. El racionalismo económico adjudica el papel de la pieza de relojería al con­sumidor y el de Dios, el gran relojero, a la Economía.

La racionalidad económica y la izquierda

La racionalidad económica no es un hecho parcial o marginal sino un principio constitutivo del mundo moderno. No solo afecta a la economía sino que desde ésta, se impone al conjunto de relaciones sociales. Sobre este hecho no existe desacuerdo entre derecha, izquierda, patronales, sindicatos y ONGs.

La racionalidad económica parte de que el ser humano se mueve por deseos no controlables por la razón. La razón no puede establecer los fines de la acción ni determinar los deseos del individuo porque es solamente un instrumento para satisfacerlos. El principal deseo del ser humano es el que se realiza en la esfera económica a través de la apropiación y el consumo. Las acciones del ser humano, movidas por el deseo, se hacen visibles a tra­vés del dinero. Esta definición reductora de la complejidad humana, se con­creta en la figura del consumidor que vive para satisfacer su deseo en el mercado. No solo describe sino que también construye el tipo de individuo que posibilita el funcionamiento de la economía como una ciencia con leyes propias. De esta manera, la economía se constituye como un sistema de leyes y como un hecho natural, que ocupa el centro de la vida social. Lo natural equivale a lo único posible. Aquello que no se puede cambiar ni, por tanto, criticar.

La racionalidad económica convierte lo que es producto de decisiones humanas en algo natural e inmodificable. La ciencia económica, a diferen­cia de otras ciencias no admite corroboración empírica. Sus leyes están cada vez más alejadas de lo experimental. Ante la precariedad, la pobreza y la desigualdad causadas por la globalización competitiva, las propuestas con más apoyo político consisten en intensificar dicha globalización.

El Holocausto como organización industrial de la esclavitud y la muerte, por parte del capitalismo alemán durante la 2ª Guerra Mundial expresa los rasgos de la racionalidad económica llevada a sus últimas consecuencias. Para la burocracia nazi, la racionalidad o irracionalidad de Auschwitz, Dachau y otros campos de concentración no tenía nada que ver con el hecho de asesinar a millones de personas sino que dependía del buen o mal fun­cionamiento de las técnicas que permitían detener, transportar, clasificar, despojar de sus pertenencias, obligar a trabajar y finalmente gasear y que­mar los cadáveres de una enorme cantidad de gente sin retrasos, atascos ni desórdenes.

Para la burocracia del mercado, la racionalidad de la economía global no depende de los millones de muertos, lisiados, enfermos, hambrientos, pre­carios y excluidos que ésta produce, sino del aumento de la riqueza y la competitividad, de la apertura de las economías y la eliminación de las pro­tecciones que impiden la transparencia de la fuerza de trabajo respecto a las leyes de la oferta y la demanda.

Ciertamente, para la producción de riqueza no hay nada más racional que la globalización capitalista. Esto quiere decir que la economía se ha natura­lizado como un principio inmodificable. La racionalidad instrumental de la economía rompe el vínculo entre las acciones de las personas y sus conse­cuencias y con ello nos coloca en un mundo sin sentido. Ante esa falta de sentido, las operaciones racionales de las personas lo son por ajustarse a un método, pero no por la racionalidad de los fines que persiguen y los resul­tados que acarrean: ruptura entre los actos de cada uno y sus consecuencias, lo que impide la calificación política y moral de dichos actos.

La libre competencia equivale a la libertad de movimientos del capital. Esta libertad exige hacer homogéneas las distintas naturalezas. El dinero es un unificador radical que obliga a las personas a expresarse como lo que no son, es decir, como mercancías. La universalización de la racionalidad eco­nómica consiste en un acto totalitario que uniformiza todas las realidades sociales y humanas para que se expresen bajo la forma precio. Las conse­cuencias de este orden se difunden como veredictos del tipo: «Los indivi­duos son libres dentro de la Economía de Mercado». «Quien critica al mer­cado ataca la democracia». «La vida social se construye mejor desde los intereses que desde la política». «La solución contra el paro es facilitar el despido».

Marx y la racionalidad económica

Marx rompe con los postulados teóricos de la economía clásica inglesa que identifica el interés del individuo con el origen de la división del traba­jo y con el interés general. Investiga el proceso de desintegración mercantil de lo colectivo y su reorganización bajo la racionalidad económica. El indi­viduo servil es «liberado» a su pesar, para ser entregado, aislado y depen­diente a los mercados de trabajo y de consumo gobernados por la lógica de la acumulación capitalista.

Critica la noción liberal de «tiempo de trabajo» contenido en una mercan­cía como origen del valor de dicha mercancía. Para hacerlo, establece las diferencias entre: valor y forma de valor; trabajo concreto y trabajo abstrac­to; fuerza de trabajo y trabajo; plusvalor y ganancia. Abre la reflexión, no tanto sobre el valor, la explotación y el plusvalor (cosa que ya habían hecho Ricardo, Say, Bastian y otros), como sobre la subsunción de la actividad de las personas en el ciclo del Capital. Critica a la economía como una rela­ción social cosificada. Pero la mayoría de los marxistas no critican a la eco­nomía sino que asientan el advenimiento del socialismo en un desarrollo más racional de las fuerzas productivas, capaz de satisfacer el deseo de todos los individuos.

Marx es producto de la ilustración, pero su evolución intelectual consti­tuye un proceso de ruptura con gran parte de ella incluyendo, en primer lugar, el individualismo metodológico y, en segundo, lugar el conocimiento positivista y apologético. Por un lado, está movido por una pulsión política: conocer la realidad para transformarla a favor de los desheredados de la tie­rra. Por otro, no estudió cosas aisladas, sino relaciones; ni tampoco relacio­nes estáticas, sino relaciones en proceso, en movimiento. Atacó el hecho de que la vida social esté organizada desde la economía. La izquierda actual, por el contrario, en ese hecho sólo ve explotación. Por eso, cuando intenta enfrentarse con la explotación, se encuentra con una racionalidad económi­ca «inevitable» y con un individuo que no está dispuesto a renunciar a sus deseos ilimitados.

La subsunción real del trabajo en el ciclo del capital es un proceso mate­rial e inmaterial que crea las condiciones de producción y reproducción de la relación social llamada capitalismo. Se basa en diversas dinámicas. La primera es la escisión del individuo respecto a sus medios de producción y sus redes de pertenencia y apoyo social. Con la promesa de liberación res­pecto a la servidumbre y la pobreza, millones de personas son arrancadas de sus condiciones materiales de vida, trabajo, alimentación y cooperación para crear flujos de fuerza de trabajo que alimentan la globalización del capitalismo. La segunda es la subordinación de las necesidades vitales y sociales de la gente a su expresión como una mercancía funcional a la pro­ducción de plusvalor. En tercer lugar, la mediación del dinero en las relacio­nes sociales como la expresión más depurada de la universalización de la forma mercancía. Por último, la inversión que, al personificar a las mercan­cías y cosificar a las personas, hace posible que el sujeto (el trabajo, la per­sona que trabaja) parezca ser producido por el predicado (el capital, el empresario).

Al borrarse el rastro constitutivo de este proceso de subsunción, la reali­dad resultante parece natural y por lo tanto inevitable. Tras la ruptura mar­ginalista que elimina la conexión entre los actos egoístas individuales y la riqueza social, se produce un cierre sistémico entre lo que es y lo que se dice acerca de lo que es. Este cierre acentúa el totalitarismo de la racionalidad económica que ya no debe ser obedecida por su promesa de bienestar mate­rial para todos, sino exclusivamente, por su rango de «ciencia». El orden social cosificado presenta una aguda paradoja: las instituciones que crea­mos, se vuelven contra nosotros. Siendo la exclusión y la violencia inheren­tes a la economía de mercado percibidas como algo negativo, su persisten­cia y la aparente «cientificidad» de la economía que los produce parece situar su origen en el «más allá».

Marx, aristotélico, critica durante toda su vida el universo intelectual que le constituye. En particular el individualismo metodológico, la cosificación de las relaciones sociales y la racionalidad cuantitativa de la economía polí­tica clásica: «La economía es una ciencia siempre que no exista lucha de clases, «…las mercancías no van solas al mercado, las llevan sus custodios, después de haber depositado en ellas su voluntad», … «la fuerza de trabajo humana en tanto que mercancía es una componente del capital y está some­tida a su lógica»; «el maquinismo, la gran industria y la tecnología son des­tructivos de la salud y de la naturaleza humana al someterla a una conspira­ción maquínica y poner a cooperar a las personas, solo después de que estas se hayan perdido a sí mismas al incorporarse a un proceso comandado por el capital», etc. Las nociones de «plusvalor relativo» y «subsunción real» del trabajo en el capital, con todas sus limitaciones, apuntan directamente al problema del límite de la racionalidad moderna basada en el individuo indi­vidualista y en la ciencia económica.

El imaginario militante que se deriva de las lecturas codificadas, econo­micistas y tecnológicas de Marx se asienta en unas supuestas leyes de la his­toria que, antes o después, reunificarán lo escindido mediante el adveni­miento del comunismo. Los motores de ese cambio son la tecnología y la capacidad revolucionaria del proletariado. Este imaginario militante, mesiá­nico e ingenuo, constituye la versión popular de los debates académicos. Sin embargo, a pesar de su debilidad teórica, al aplicar de forma organiza­da la voluntad constituyente al sufrimiento real de las masas populares ha sido capaz de conducir a los desheredados de la tierra al asalto del poder en busca de una vida mejor para tod@s. Algo más que la tormenta en un vaso de agua de los debates sociológicos.

Un movimiento emancipatorio que alcance influencia sobre mayorías sociales se dará de bruces con una tragedia. La democracia de mercado es válida mientras la gente no desafíe la racionalidad económica. A partir de aquí, o el movimiento se desactiva voluntariamente o, para sobrevivir a la violencia que se abatirá sobre él, se verá obligado a incorporar las formas de jerarquía, imposición y violencia que critica en el capitalismo. El descen­so a los infiernos de todo proceso práctico de cambio social desde el lado de los de abajo mantiene alejadas a las «almas bellas» de cualquier enfren­tamiento real con la lógica que casi todos criticamos.

Crisis de la sociología como crisis de lo social

El capitalismo global está produciendo una catástrofe humanitaria, eco-lógica y ética sin precedentes en la historia. Sin embargo, la política y la sociología, colonizadas por la economía, se asemejan a un laberinto donde cualquier camino conduce al mismo sitio y del que es imposible salir.

Con la caída de los regímenes de «socialismo real» del Este de Europa, se produjo también la caída del modelo de capitalismo que se le oponía en los regímenes «democráticos de mercado». Tras 1989, las poblaciones de los Estados de economía planificada apoyaron mayoritariamente las opcio­nes electorales que ofrecían más dosis de mercado. Simétricamente, las poblaciones de los regímenes parlamentarios sufrieron −sufrimos− los mis­mos programas neoliberales presentados con el mismo envoltorio keynesia­no, es decir, alterglobalizador. Este envoltorio intenta la cuadratura del cír­culo: salvar el estado de bienestar con políticas que le salvan de sí mismo. El resultado es un discurso irracional y contradictorio con la vida real de la gente: empleo precario (estable y con derechos); garantía de las pensiones públicas (reduciendo sus cuantías y aumentando la dificultad para acceder a ellas); progreso económico (con degradación social); libertad (pero den­tro de las leyes del mercado); armamentismo (para la paz). Todo ello a mayor gloria del libre movimiento de los capitales.

Para gestionar la guerra molecular que avanza desde los sectores exclui­dos de nuestras sociedades opulentas, se implementan las políticas de seguridad a costa de los derechos civiles. Estas políticas no buscan la segu­ridad de todos sino la de los privilegiados frente a los perjudicados desobe­dientes. Admiten la compasión hacia los pobres buenos pero condenan de antemano a los pobres malos que, siguiendo la consigna social de ¡enrique­ceos!, pretenden su parte del festín sin pasar por el mercado o deciden morir matando. Los genocidios por el hambre, la comida basura, las enfer­medades, las invasiones, las guerras, los accidentes de tráfico y las condi­ciones laborales homicidas, son sólo «daños colaterales» de una economía globalizada que, en los países ricos, sitúa a las amplias clases medias en vías de desarrollo hacia la inseguridad de masas del llamado «tercer mundo». Las políticas antiterroristas y de seguridad, al separar la violencia reactiva de los de abajo de sus verdaderas causas sociales, políticas y eco­nómicas, son una quimioterapia que debilita al paciente y fortalece la enfermedad.

El principal síntoma de la crisis de la sociología consiste en su incapaci­dad para ofrecer una explicación racional a ciertas paradojas de nuestras sociedades modernas: ¿Por qué con la modernización económico-tecnoló­gica aceptada por tod@s, crecen la precariedad, la exclusión, el hambre, la violencia y la contaminación a escala global? ¿Debido a qué, frente a esta catástrofe, es tan impotente la mansedumbre de las víctimas como la invo­cación de políticos, académicos y militantes para acabar con ella? La con­moción que supuso el Holocausto en las conciencias de la intelectualidad europea tras la 2ª Guerra Mundial, contrasta con la naturalización del «Auschwitz nuestro de cada día» producido, no por la barbarie política del fascismo, sino por el pacífico y democrático «libre comercio» global.

La ratificación de los dogmas de la economía convierte la investigación sobre la acción individual y su relación con la acción social en una sociolo­gía oficial que, al hacer apología del «statu quo», forma parte del problema. La crisis de la sociología tiene su expresión en el auge de las microrracio­nalidades que tributan, más allá de sus intenciones, a la macroirracionalidad de que la Economía y el dinero ocupen el centro de la síntesis social.

Son elementos de esta crisis: a) el desentendimiento de l@s sociolog@s respecto a la lógica social general y la excesiva profesionalización de la investigación de las lógicas sociales particulares con fines directa o indirec­tamente vinculados a la economía, b) el desinterés por la filiación de las nociones teóricas en las que se asienta el conocimiento sociológico, c) el reduccionismo en la determinación epistemológica del ámbito de la socio­logía, d) la contradicción entre su debilidad teórica y su institucionalización burocrática, f) la tendencia a la escisión del saber sociológico en dos cam­pos: el económico, cuya racionalidad pretende expresar los actos «lógicos» de las personas, y el no económico, que se ocupa de los hechos no lógicos de las mismas, g) la confrontación entre una subjetividad adjudicada al indi­viduo y una objetividad propia de las instituciones sociales y económicas que dichos individuos crean. La apariencia de cientificidad de la sociología, subordinada a una economía y una antropología de mercado, reducen el conocimiento sociológico al papel de retaguardia teórica o de catálogo ins­trumental para las operaciones de la economía.

Sociología y ciencia

Por más vueltas que se le dé a un individuo aislado es imposible explicar el conjunto de lógicas que determinan sus actos. Por eso, la sociología se ocupa −o se debe ocupar− del vínculo social y del proceso de constitución de dicho vínculo. El objeto del conocimiento sociológico, por tanto, no puede ser otro que la trama de relaciones entre los individuos y de cada uno de ellos con la sociedad, así como su manifestación en distintas sociedades y el movimiento de dicha trama relacional y su expresión teórica a través del tiempo.

La tensión constitutiva entre la naturaleza natural y la naturaleza social, ambas integradas dialécticamente en la naturaleza del individuo, es el espa­cio desde el que se puede abordar el conocimiento de la racionalidad de los actos individuales que contribuyen a reforzar el vínculo social y los que contribuyen a disolverlo.

La investigación sobre la racionalidad de la acción individual nos remite a diversos planos y contradicciones cuyo entrecruzamiento dibuja los perfi­les de la relación recíproca entre individuo y sociedad. Entre dichos planos podemos señalar: material−inmaterial; cualitativo−cuantitativo; objetivo− subjetivo−intersubjetivo; particular−general; contenido−forma; orden− cambio; naturaleza−sociedad; libertad−necesidad; pasado−presente−futuro; masculino−femenino, ser−deber ser, etc.

Las relaciones que se derivan de la acción de las personas, también deter­minan dicha acción. Los sujetos no preexisten a la relación social sino que se constituyen permanentemente según el tipo de relación que establecen entre sí y con la naturaleza. El cambio social reside, tanto en la modifica­ción de las convicciones y los actos de las personas, como en la modifi­cación de las relaciones que las vinculan ya que ambos planos se intercone­xionan e interactúan. Las sociedades modernas regidas por la economía, no solamente producen objetos para los sujetos sino que también producen sujetos para los objetos. La construcción social de un individuo que persi­gue su propia satisfacción en el mercado, indiferente a las consecuencias de sus actos, explica la actual retroalimentación entre economía de mercado, sociedad de mercado, política de mercado e individuo de mercado.

Las relaciones sociales se fundamentan en la complicidad que suscitan. Dicha complicidad consiste hoy en la aceptación inevitable del egoísmo y el mercado como modos naturales y óptimos de regulación social, no sólo por los beneficiados sino también por las víctimas. Sin romper con esta complicidad es imposible modificar la condición de los excluidos ya que ellos no desean modificar la relación sino cambiar su posición en ella. Y eso es imposible sin disponer de fuerza teórica y práctica ya que, para acabar con la exclusión, no solo es necesario modificar la condición social de los excluidos sino también la de los incluidos.

La explicación de la realidad social, partiendo de esta complejidad nos interroga sobre la noción de «racionalidad» y ésta, a su vez, nos conduce a interrogarnos sobre qué es el conocimiento y en particular el conocimiento científico.

El conocimiento sociológico moderno contiene una tendencia a la forma­lización que tiene su origen en las ciencias naturales. La teoría del cambio, como proceso en el que una forma pasa de un estado a otro, se explica par­tiendo del contacto conflictivo entre dos formas o en el interior de estas. La complejidad de la forma incorpora factores cuantitativos y cualitativos. Al explicar el cambio desde dicha forma, la teoría resultante parece superar el reduccionismo cuantitativo de la física de Newton. Pero, al aparecer la necesidad de la predicción de dicho cambio se hace evidente que ésta solo es posible cuando la forma original es estable, por lo que las leyes del cam­bio no pueden derivarse de un presente inestable. Por tanto, la frontera entre la estabilidad o inestabilidad de la forma de partida depende de la posibili­dad de expresar dicha forma mediante un lenguaje conceptual.

Teorías que parecen incorporar lo cualitativo al ámbito del análisis cien­tífico, al expresarse a través de un sistema codificado se ven atrapadas por la tendencia moderna a expresar solo la parte del fenómeno susceptible de cuantificación. Esto sucede con el derecho, la economía y la sociología. Esta tendencia refuerza la separación del conocimiento en un orden cientí­fico, calculable y cuantitativo y otro orden sentimental, no calculable y cua­litativo. Al hacerlo, nos enfrenta a los límites de la «racionalidad» y del «conocimiento» sociológico actual.

La sociedad moderna es, sobre todo, el espacio para la producción y la circulación de mercancías. Pero el mundo de las mercancías es el mundo del precio de las cosas. El precio representa, a través del dinero, el trabajo y la actividad social que las han hecho posibles. El dinero, como equivalen­te general de todas las mercancías, se constituye en el lenguaje de la econo­mía. Desde este poder de representación, el dinero ya no aparece como resultado del trabajo y la actividad social, sino como su premisa.

La circulación económica es la superficie en la que, a través del dinero y de los precios, se representa toda la actividad social. Sin embargo, en esta superficie no aparece el trabajo productivo como fuente del dinero, ni la actividad social en la que se inscribe dicha producción, ni el trabajo de cui­dados que produce la vida humana. La mayor parte de la actividad real representada en la circulación económica no es visible porque se pierde en el acto de dicha representación mediada por el dinero. En estas condiciones, comparar la representación con la realidad no es un hecho científico sino ideológico. El fundamento económico que se impone a las ciencias socia­les es la gramática que oculta la desigualdad y la coacción que hace posible dicho fundamento.

¿Cómo es normal que se autodenomine ciencia una rama del saber que invoca como cemento social las consecuencias no queridas de la acción de los individuos? ¿Cómo pueden pasar por racionales manifestaciones de pensamiento mágico a los jóvenes estudiantes?

Elogio de la «memoria sociológica»

La pretensión científica de la sociología se enfrenta a problemas como la ausencia de un cuerpo de principios y métodos que, partiendo de la elabo­ración histórica sobre el problema del individuo y su relación con el orden social, aporte significados explícitos para la investigación y el debate actual sobre dichos problemas.

A pesar de que la cuestión de la naturaleza humana, sus motivaciones y su conexión con la organización de la sociedad, subyace a las distintas escuelas sociológicas, al no partir de su tradición común, muchos de sus debates se producen como si se plantearan por primera vez. La tradición, para la sociología, sería la historia de las formas del saber sobre el hecho social y sus actor@s, así como el conocimiento reflexivo sobre ese propio saber.

Sin contar con los diferentes significados que a lo largo de la historia adoptaron nociones como «individuo», «orden social» o «conocimiento científico», no existe la gramática común para abordar las múltiples dimen­siones de los problemas ni para acreditar los propios postulados.

El uso de las nociones de la investigación sociológica se caracteriza por­que frecuentemente desconoce su propio proceso constitutivo. El vacío his­tórico del conocimiento social favorece el ascenso de los discursos cuya racionalidad se sustenta en «modas», que sustituyen el pensamiento por figuras literarias bien engarzadas y en «síntesis», basadas en composiciones arbitrarias cuyo significado empieza y termina en sí mismas.

Las mayoritarias lecturas objetivistas −o «de producción»− de Marx, han contribuido a invertir la unilateralidad de la sociología basada en el indivi­dualismo metodológico. Si para éste la sociedad es un producto de la acción de los individuos, para el marxismo codificado y el materialismo histórico de manual, es la clase social la que determina la ideología y el comporta­miento político, es decir, las acciones del individuo.

Cuando se explica el hecho social exclusivamente desde el proceso de producción de los medios materiales de vida, los actos más relevantes del individuo son los vinculados a la producción, el trabajo y el consumo, que pertenecen al ámbito de la economía. La racionalidad de estos actos acaba mostrando la naturaleza del individuo subsumido en las determina­ciones de una u otra clase social. Tanto el proletario como el burgués «deben» comportarse de manera acorde con sus «intereses de clase». El mar­xismo analítico sirve como actualización «científica» del marxismo más cosificado con la ayuda del individualismo más radical. La teoría de juegos es una síntesis de dos ortodoxias que acentúa el vacío de un verdadero cono­cimiento sobre la sociedad y sobre la naturaleza humana. Este vacío teóri­co lo llena fácilmente la práctica del capitalismo competitivo.

La sociología, al igual que el resto de las ciencias sociales, desconoce o considera adjetivas muchas acciones individuales esenciales para la consti­tución de la sociabilidad. La actividad de la producción y reproducción de la vida humana contiene dimensiones sociales y económicas transcendenta­les. Sin dicha producción no habría mercado, ni sociedad civil, ni estado. Sin embargo, esta actividad realizada por las mujeres con motivaciones no económicas y en el ámbito privado de la familia, carece de existencia sus­tantiva para la economía que las encuadra en la «Encuesta de Población Activa» como «Inactividad». Coincidiendo con los economistas, ninguno de los padres de la sociología moderna las considera «trabajo» porque no son un empleo remunerado con un salario en el mercado de trabajo. Como los sociólogos modernos ya no son filósofos morales, lo que no es trabajo de mercado, o no existe o es algo marginal. El resultado es que la actividad de producción de la vida humana es algo irrelevante para explicar la acción individual y la construcción de la sociabilidad.

La fragmentación de la historia del conocimiento sobre la racionalidad de las acciones del individuo y su conexión con el (des)orden social, no tiene su origen en los problemas metodológicos de la sociología. Por el con­trario es la desintegración de lo social producida por la racionalidad econó­mica la que promueve la imposibilidad del conocimiento. Dicha desintegra­ción no se culminó con la acumulación primitiva y el colonialismo de los siglos XVIII y XIX. Por el contrario, se renueva cada día a través de la globalización económica en las fronteras geográficas y culturales del capi­talismo mediante leyes terroristas, el imperio de la fuerza, el saqueo, el genocidio y la destrucción de la naturaleza. Las formas históricas del cono­cimiento sociológico serían una referencia para establecer la magnitud del terror que se oculta tras la imagen feliz del «mejor de los mundos» y el «menos malo de los sistemas».

La institucionalización administrativa de la sociología es funcional a la fragmentación del conocimiento que requiere la extensión y consolidación del mercado. La institucionalización formal de la sociología obtura la críti­ca teórica y práctica a la naturalización del mercado y la racionalidad eco­nómica sobre el resto de lógicas humanas y sociales.

La fuerza de la crítica consiste en desvelar este mecanismo y conseguir que los sujetos sujetados por él tengan conciencia del mismo. La crítica de la fuerza consiste en la expresión y la agregación de las multitudes que, constituidas en sujeto político, pongan la fuerza necesaria para hacerlo imposible. La cientificidad de la sociología depende de su capacidad críti­ca. Esta capacidad se acreditará cuando sus principios y metodologías fomenten la naturaleza humana social frente a la naturaleza humana indivi­dualista. La primera fortalece el vínculo cooperativo que tiene en cuenta a los otros y a la naturaleza. La segunda, al buscar su propia satisfacción sin importarle las consecuencias, destruye dicho vínculo y lo sustituye por la competitividad cuyo resultado es una sociabilidad insociable.

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