Está de moda negar el cambio climático y desestimar sus impactos. Dado el esfuerzo social, político y económico que implica la transición energética, parece tentador y cómodo subirse a la ola global de ignorar el problema y postergar su tratamiento. Sin embargo, para la región sudamericana, enfrentar el cambio climático no es una opción sino una necesidad estratégica.
Aunque se niegue, ya llegó
A pesar de su baja contribución al calentamiento global, América del Sur padece algunos de sus impactos más graves. Los eventos extremos, como sequías, inundaciones e incendios forestales, son cada vez más frecuentes y devastadores. En 2024, las inundaciones en Rio Grande do Sul, Brasil, dejaron cientos de muertos y afectaron a 2,4 millones de personas, en lo que se considera la peor inundación en más de 80 años. La sequía en Argentina en 2022-2023 provocó una caída del 2,2% del PIB, y pérdidas de 3.554 millones de dólares en ingresos fiscales y 8.000 millones de dólares en exportaciones. Los incendios forestales alcanzaron niveles récord en la Patagonia argentina y en la Amazonia en Brasil, Perú y Bolivia. Quienes niegan que todo esto sea producto del cambio climático, se olvidan de calcular que los desastres climáticos en América Latina costaron alrededor del 1,7% del PIB anual entre 2000 y 2021, y contribuyeron al 10% de los déficits fiscales nacionales.
A futuro, el Banco
Mundial estima que las personas afectadas podrían aumentar entre un 100% y un
400% dependiendo del país, y más de 2 millones de personas podrían caer en la
pobreza hacia 2030 debido a olas de calor, inundaciones y crisis alimentarias.
Con 160 millones de personas sin acceso a agua potable, la escasez hídrica y el
aumento de las enfermedades agravarán las vulnerabilidades que ya existen. Sin
medidas de mitigación, más de 17 millones de personas en América Latina y el
Caribe podrían verse obligadas a migrar internamente.
En este contexto, frenar el avance del cambio climático es una condición
necesaria para la estabilidad económica y social. Entonces, se deberá avanzar
en una transición propia y asumir un rol activo en el diálogo global para
impulsar la acción de los mayores responsables históricos.
Optimistas y pesimistas
El estado actual de la transición energética se puede leer en dos claves, una optimista y otra pesimista. La primera nos dice que su avance es inevitable: la reducción gradual de la dependencia de los combustibles fósiles y la ampliación en el uso de energías renovables ya está en marcha. De hecho, en muchas regiones, su despliegue alcanza cifras récord año tras año. Esto, además, se ve impulsado y acelerado por una feroz competencia entre las potencias globales, que se disputan el control de las tecnologías dominantes en el futuro.
La renuncia de Estados Unidos a liderar la agenda climática global cristaliza el auge de un negacionismo cada vez más fuerte.
En cambio, la visión pesimista nos dice que, si bien el proceso avanza, es lento e insuficiente. El Emissions Gap Report 2023 proyecta una reducción de emisiones del 15% para 2030, muy por debajo del 45% necesario para evitar las peores consecuencias del cambio climático (1). Algunos incluso argumentan que la transición real aún no ha comenzado, en tanto las emisiones continúan aumentando y la incorporación de energías renovables todavía no logra cubrir el crecimiento de la demanda energética global total.
La segunda llegada de Donald Trump a la Casa Blanca refuerza la mirada pesimista. La renuncia de Estados Unidos a liderar la agenda climática global cristaliza el auge de un negacionismo cada vez más fuerte, impulsado por el ascenso global de las nuevas derechas. Estados Unidos inició su salida del Acuerdo de París —principal tratado internacional para combatir el cambio climático—, y las principales instituciones financieras, ya bajo presión, empezaron a retroceder en sus compromisos de sostenibilidad.
No obstante, las experiencias recientes muestran que, por la propia dinámica del mercado y la caída de costos, la transición se sobrepone incluso a contextos de gobiernos reacios a esta agenda. Por ejemplo, la generación de energía eólica y solar casi se duplicó entre 2019 y 2023, con el precio de la electricidad proveniente de la energía solar cayendo un 89% en un período de 10 años y el de la energía eólica un 70%. Y el hecho de que Texas, un estado marcadamente republicano, lidere a Estados Unidos en la adopción de energías renovables es un claro ejemplo.
Esto resulta especialmente relevante dado que el 76% de las emisiones de gases de efecto invernadero, responsables del cambio climático, provienen del sector energético. Y América del Sur tiene una ventaja que nos permite ser optimistas: su matriz energética es significativamente más limpia que el promedio global. Los combustibles fósiles representan aproximadamente el 60% de su mix energético, cifra inferior al 80% promedio mundial. Explican esta diferencia el uso mínimo de carbón en la región (4% frente al 27% global) y su dependencia de fuentes de baja emisión de carbono, especialmente la energía hidroeléctrica, que contribuye con el 57% de la generación eléctrica. Este escenario, sumado a su riqueza mineral, clave para las tecnologías verdes, posiciona a la región como un potencial líder en un mundo en transición.
Brechas en la transición
Hasta ahora, los países desarrollados, con China a la cabeza, capitalizaron la mayoría de las oportunidades derivadas de la transición energética y las tecnologías asociadas. A pesar de que en 2024 la inversión global en energías limpias casi duplicó la destinada a combustibles fósiles, sólo el 15% de esa inversión llegó a economías emergentes fuera de China. Y, mientras que las exportaciones de tecnología verde de los países desarrollados aumentaron un 160% de 2018 a 2021, los países en desarrollo sólo experimentaron un aumento del 32%.
Para que la transición energética sea vista no como una imposición ambiental sino como una oportunidad para el desarrollo sostenible —en contraposición a la narrativa negacionista representada por figuras como Trump o Javier Milei—, el despliegue de nuevas energías debe incorporar objetivos de generación de empleo, desarrollo local y mejor acceso a la energía, objetivos que no son automáticos. Entonces, ¿cómo lograr que en los países del Sur global las energías renovables también aporten al desarrollo?
En primer lugar, sin parques de energía renovable es imposible comenzar a construir capacidades a su alrededor. Esto no se logra sin obtener el financiamiento necesario para llevar a cabo las inversiones en estas actividades, las cuales requieren mucho capital inicial. En los países en vías de desarrollo, gran parte del cuello de botella aún se concentra en esta etapa. Según la Agencia Internacional de Energía, del total de inversión global en energías renovables en 2024, los países desarrollados y China concentraron el 83%, mientras que América Latina recibió el 6,2% y África el 3%.
Luego, hay que garantizar que los financiamientos traccionen el máximo contenido local posible, tanto en insumos y fabricación de equipos —paneles solares, aerogeneradores, turbinas hidroeléctricas y biodigestores—, como en servicios asociados —planificación de proyectos, permisos y financiamiento—. Esto requiere políticas que promuevan un escalamiento progresivo de los requisitos. Así, en Brasil, la intervención del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES) impulsó el desarrollo de la industria manufacturera de aerogeneradores, mientras que, en Ecuador, la integración a la cadena de valor se ha dado a través de la producción de madera balsa para turbinas eólicas. En Argentina, si bien no se logró consolidar una industria específica, según el Registro de Proveedores y Bienes de Origen Nacional para el Sector de las Energías Renovables, en 2022 se identificaron 271 empresas proveedoras capaces de abastecer el crecimiento del sector.
Las disparidades entre países también se reflejan en la generación de empleo. Aquellos con mayor participación de energías renovables, y especialmente aquellos con políticas activas para desarrollar capacidades, lograron una mayor inserción laboral en el sector. En particular Brasil, con una industria eólica más consolidada, generó una cantidad considerable de puestos de trabajo gracias a las políticas orientadas al sector. Según la International Renewable Energy Agency (IRENA), mientras que en 2023 Chile tenía un 30% de participación de energía solar y eólica en su matriz y logró generar un total de 28.900 empleos directos e indirectos del sector (0,15% de su población total), Brasil, con una participación del 20% de estas energías en su matriz eléctrica, emplea a 344.300 personas en el sector de manera directa e indirecta (0,16% de su población total).
Por último, el mayor desafío —difícil hasta para los países más industrializados— es integrarse a las cadenas de valor de las energías renovables, ya sea a nivel local, regional o internacional, buscando insertarse allí donde se logre alcanzar cierto nivel de competitividad.
Aquí y ahora, América del Sur
La transición energética ya está en curso, se niegue o no el cambio climático. A nivel global, el desafío es acelerarla y, a nivel regional, orientarla estratégicamente para que América del Sur no se limite a ser un mercado consumidor de renovables, sino que asuma un rol activo en su desarrollo y en la generación de valor agregado.
Para ello, el primer paso es consolidar el sector. Sin un “ecosistema renovable” de instituciones con intereses claros y capacidad de negociación, difícilmente puedan gestionarse las tensiones que surgen en el camino y, al mismo tiempo, avanzar en la transición. La agenda debe ser respaldada por la participación de actores diversos —desde gobiernos y empresas hasta universidades, ONGs y comunidades locales— para responder de manera flexible y especializada a los distintos contextos nacionales y regionales.
En este ecosistema, cada actor deberá asumir, de la manera más coordinada posible, las responsabilidades que le correspondan. Instituciones educativas y universidades tendrán un papel clave en la formación técnica de profesionales; los Estados, en sus diversos niveles, deberán fortalecer sus capacidades para evitar que la expansión renovable se vuelva errática y demasiado vulnerable a factores externos; las empresas deberán articular sus intereses y establecer ámbitos de coordinación con el resto de los actores; los sindicatos deberán participar en el desarrollo de un sector destinado a crecer significativamente en las próximas décadas.
A medida que se desarrollen capacidades y se genere experiencia sectorial, el gran desafío será identificar espacios para el desarrollo tecnológico verde de la región. Aunque China lidera la producción global de paneles solares y aerogeneradores, existen oportunidades para la inserción en segmentos específicos del mercado. En particular, estamos frente a la oportunidad de generar un mercado interno regional en torno a las energías renovables. Así no sólo se fortalecería el comercio intrarregional sino que también se crearía una demanda estable para tecnologías verdes, impulsando la cooperación y consolidando un ecosistema propio dentro de la cadena de valor.
La COP30 —la cumbre internacional de cambio climático—, que se celebrará a fines de este año en Brasil, será el momento propicio para ordenar estos esfuerzos a nivel regional. La región debe consolidar su posición, identificar sus ventanas de oportunidad, alinear estrategias para minimizar riesgos y avanzar unida hacia el mundo descarbonizado. El aumento de la temperatura y los impactos crecientes del cambio climático nos obligarán, más temprano que tarde, a enfrentar el problema. Mientras más cartas tomemos en el asunto, más serán los beneficios que los costos, tanto ambientales como económicos.
Ana Julia Aneise. Licenciada en Economía, maestrando en Economía y Derecho del Cambio Climático.
Elisabeth Möhle. Licenciada en Ciencias Ambientales por la USAL; magíster en Políticas Públicas y Gestión del Desarrollo por la UNSAM y la Georgetown University; investigadora en Fundar.
Fuente: https://www.eldiplo.org/seccion-desalineados/energias-renovables-catalizadoras-del-desarrollo-local/